Se arrodilló el Señor.
Y nuestros ojos no podían comprenderlo,
no se atrevían ni a mirarlo.
Era retar al sol de frente.
Se nos quemaba el rostro.
Nos ardían los ojos.
Había que cerrarlos inmediatamente.
Eso no, Señor, eso, no.
Puedes ser un hermano con nosotros.
Pero no un siervo; menos, un esclavo.
No te arrodilles ante nadie.
No queremos un líder tan humilde.
¿Cómo podemos presentarnos en la sociedad
con un rector que se arrodilla ante los suyos?
Y ¿nosotros también nos postraremos
delante de la grey, quitándonos las vestiduras de la autoridad?
Mas cuando fue a la cruz sin gritos ni protestas,
no lo podíamos creer; nos escapamos todos espantados,
quizás avergonzados del jefe que tenemos.
Solo el pagano1 y las mujeres lo reconocieron.
Pero luego hemos vuelto, Señor, porque queremos
tener parte contigo como Pedro,
aunque después sentimos tentaciones de los brillantes cultos imperiales.
Y estamos en continua lucha
entre el incienso de las catedrales y las chabolas de la periferia.
Ten compasión, Señor, de nuestra débil fe.
Patxi Loidi
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