Todos los cuatro evangelistas dedican dos capítulos al relato de la pasión y muerte de Jesús. Hacen referencia a los mismos dramáticos acontecimientos; substancialmente concuerdan entre sí, aunque la visión de los hechos de cada uno de ellos no sea idéntica y tampoco se puedan reunir en un único relato coherente desde el punto de vista histórico.
La diversidad se debe a la sensibilidad particular de cada evangelista, que hace que algunos episodios sean narrados por uno y omitidos por otros y viceversa. Algunos detalles, por ejemplo, que no aparecen en los sinópticos, son recogidos por Juan.
El objetivo de los evangelistas no era dejarnos una crónica de los hechos, fiel hasta en sus más mínimos detalles, sino alimentar la fe de los creyentes e iluminar sus mentes acerca de los acontecimientos acaecidos durante la Pascua.
La muerte absurda de Jesús había enormemente sorprendido a los discípulos que no estaban preparados para tal desenlace de la vida del Maestro. Era, pues, normal que se enfrentaran a ciertos interrogantes, con los que también nos enfrentamos los hombres y mujeres de hoy, tales como: ¿Es prudente confiar en un derrotado, traicionado y renegado por sus mismos amigos? ¿Tiene sentido tomar como modelo a un hombre considerado blasfemo por las legítimas autoridades religiosas, y condenado al suplicio, como un malhechor, por el procurador romano? Aun admitiendo que fuera un justo perseguido, surge otra pregunta ¿por qué Dios no ha intervenido para defenderlo?
Con su relato de la pasión, Juan, más que darnos información sobre cómo se desarrollaron los hechos, quiere ayudarnos a comprender el significado de los mismos.
Antes de entrar en detalle sobre el mensaje que el evangelista intenta comunicarnos, es conveniente hacer una pequeña introducción indicando las razones por las que Jesús ha sido condenado a muerte.
Los que tengan una imagen superficial de su persona, su muerte les parecerá totalmente absurda. ¿Cómo se puede matar a una persona que sana a los enfermos, acaricia y abraza a los niños, ama a los pobres y se hace siervo de todos?
¿Se debe atribuir su muerte a una misteriosa decisión del Padre quien, para perdonar el pecado del hombre, ha creído necesario hacer correr la sangre de un justo? Tal explicación no puede ser ni siquiera tomada en cuenta.
¿Por qué Jesús ha sido crucificado? ¿En qué sentido ha dado la vida por nosotros? ¿De qué esclavitud nos ha liberado, entregándose en manos de los hombres?
La razón de la hostilidad que se desencadena contra él, nos la indica claramente Juan desde la primera página de su Evangelio: “La luz brilló en las tinieblas y las tinieblas no la comprendieron” (Jn 1,4-5); él era “la luz verdadera que ilumina a todo hombre” (Jn 1,9) pero “los hombre prefirieron las tinieblas a la luz porque sus acciones eran malas” (Jn 3,19).
Algunos rayos de esta luz que resplandecen en la noche del mundo, eran particularmente intensos y provocadores. Han iluminado los corazones de la gente sencilla, colmándolos de alegría y esperanza, pero han molestado a aquellos que preferían actuar en las tinieblas. Cuatro de estos rayos se hicieron particularmente insoportables a los detentores del poder político y religioso de su tiempo.
El primer rayo de luz es proyectado por Jesús sobre el rostro de Dios.
Los líderes espirituales de Israel, olvidándose de las dulces imágenes de Dios esposo y Padre, anunciadas por los profetas, habían conducido al pueblo a creer en un Dios legislador y juez riguroso, pronto a desencadenar represalias y venganzas contra los transgresores de sus mandatos.
Por el contrario, el Dios anunciado por Jesús es Padre y es bueno; no puede ser otra cosa que bueno. Debemos dirigirnos a él con la sencillez y confianza de un niño porque es un Dios que mira con la misma ternura a quien lo escucha y a quien lo rechaza (cf. Mt 5,45); da de comer a los pájaros del cielo y viste a los lirios del campo (cf. Mt 6,25-31); tiene contados los cabellos de nuestra cabeza y conoce nuestras necesidades antes de que comencemos a contárselas (cf. Mt 6, 8ss). De él, nadie, ni siquiera el peor de los pecadores, tiene que tener miedo. “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a sus Hijo único, para que quien crea en él no muera, sino tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por medio de él” (Jn 3,16-17).
Nada más subversivo que esta imagen de Dios para la mentalidad de los escribas y fariseos que se habían fabricado un dios a su imagen y semejanza, un dios que no quería saber nada de publicanos y pecadores. Para estos líderes espirituales, Jesús es un loco, un herético (cf. Jn 8,48) y un blasfemo que debe ser lapidado (cf. Jn 8,52; 10,31-39) y quitado de en medio lo más pronto posible, porque constituye un peligro para la fe heredada de los padres, y descarrila al pueblo simple.
Un segundo rayo de luz nueva es proyectado sobre la falsa religión.
Existe una práctica religiosa que es expresión de fe auténtica y que comunica serenidad y paz; existe también una religiosidad que se reduce a un cúmulo de prácticas exteriores, inventadas por los hombres para alimentar, quizás inconscientemente, la ilusión de una relación auténtica con el Señor. Esta religiosidad cansa, oprime y se convierte en un yugo pesado e insoportable (cf. Mt 11,28-30). Se trata de la religiosidad que reduce la relación con Dios a la observancia escrupulosa de ritos y que termina siempre por hacer del culto un formalismo hipócrita.
Jesús no corrige esta religiosidad ni se limita a denunciar los abusos, sino que la rechaza, proponiendo, a su vez, la adhesión del corazón a Dios. En más de una ocasión ha citado la denuncia de Isaías: “Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan es inútil, ya que la doctrina que enseñan son preceptos humanos” (Mc 7,7). Jesús respeta el sábado, pero afirma que el hombre es superior al sábado.
El punto culminante del rechazo por parte de Jesús de esa religiosidad hipócrita, es la expulsión de los vendedores del templo. Juan coloca el episodio al comienzo de su Evangelio (cf. Jn 2,13-22), porque sintetiza el rechazo del Maestro a las prácticas rituales que no son expresión de una vida de amor. El único culto agradable a Dios es el que se hace “en espíritu y en verdad”.
También este “segundo rayo de luz” ha molestado profundamente a aquellos que preferían la obscuridad a la luz. Del desprecio a Jesús, han pasado a la hostilidad para terminar decidiendo su muerte por interferir en el desarrollo ordenado de sus prácticas religiosas: “Es mejor que muera uno solo por el pueblo…”, ha exclamado Caifás, el sumo sacerdote que presidía las solemnes liturgias del templo (cf. Jn 11,50).
Un tercer rayo ha sido proyectado sobre el hombre.
¿Cuál es el modelo de hombre en nuestra sociedad, el ideal de persona realizada? En tiempos de Jesús los hombres de éxito eran los miembros del Sanedrín, los sacerdotes del templo, los rabinos que gustaban “pasear con largas túnicas, que los saludasen por la calle y tener los primeros puestos en la sinagoga y los primeros asientos en los banquetes” (Mc 12,38-39). Dignos de honor eran Filipo y Antipas, los dos hijos de Herodes el grande, que vivían en espléndidos palacios y eran continuamente homenajeados por sus súbditos.
Para Jesús, aspirar a este éxito y obtenerlo no era un triunfo sino un fracaso: “¿Cómo pueden creer, si viven pendientes del honor que se dan unos a otros?” (Jn 5,44). También Jesús esperaba ser “glorificado” y así lo pide: “Padre, dame gloria junto a ti, la gloria que tenía junto a ti antes de que hubiera mundo” (Jn 17,5). Pero el día glorioso que él esperaba no era aquel en que, montado sobre un asno, recibió el aplauso de un grupo de gente con ocasión de su ingreso en la ciudad santa, sino el día del Calvario. Allí, levantado en la cruz, Jesús finalmente logra mostrar hasta donde llega el inmenso amor del Padre por el hombre.
“Si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto. El que se aferra a la vida la pierde, el que desprecia la vida en este mundo, la conserva para una vida eterna” (Jn 12,24-25).
Es la inversión de todos los valores de este mundo. Para Jesús, el modelo de hombre no es el que triunfa, sino el que pierde; no quien domina sino el que sirve; no quien piensa en su propio interés, sino el que se sacrifica por los otros.
También este rayo de luz era inaceptable para aquellos a quienes se refirió Jesús en una ocasión, con un toque de ironía: “aman la gloria de los hombres más que la gloria de Dios” (Jn 12,43).
El cuarto rayo de luz ha sido proyectado sobre la sociedad.
Vivimos en una sociedad competitiva. Desde pequeños nos van martilleando el cerebro con la idea de que si no luchamos por sobresalir, corremos el riesgo de ser un don nadie. Eminente (eminencia) es aquel está por encima de los otros, que atrae la atención.
¿Qué rayo proyecta Jesús sobre una sociedad basada en estos valores y principios? Un día, Jesús se sienta, toma un niño, lo coloca en medio y abrazándolo, dice a los doce: “Quien reciba a uno de estos niños en mi nombre, a mí me recibe. Quien me recibe a mí, no es a mí a quien recibe sino al que me envió” (Mc 9,36-37). En tiempos de Jesús, los niños eran el símbolo de quien nada cuenta en la vida; de quien no tiene valor; de quien depende completamente de los otros; de quien nada produce; de quien solo consume y necesita todo.
En el mundo nuevo, estas personas pasan de la periferia al centro. Para ellas, es el puesto de honor. La comunidad de Jesús “abraza” a los pobres y a los “niños” que tienen necesidad de ayuda para todo, que frecuentemente son considerados como una carga para la vida ordenada de los adultos. Los “abraza” no en el sentido de aceptar pasivamente sus caprichos, favoreciendo su indolencia, sino porque quiere ayudarles a crecer, a que se conviertan en adultos responsables, autosuficientes, capaces de proyectar y construir la propia vida.
Si la muerte de Jesús ha sido provocada por la luz liberadora que él ha proyectado en el mundo, entonces, nos preguntamos ¿podría haber sido evitada esta muerte?
Ciertamente que sí. Si se hubiera alejado de Jerusalén como ya lo hiciera en otras ocasiones (cf. Jn 11,54; 7,1; Mt 12,15-16), si hubiera regresado a Nazaret para trabajar como artesano carpintero, dejando que en el mundo todo siguiera como antes de su venida. Si hubiera obrado así, lo hubieran dejado tranquilo con toda seguridad.
Jesús no ha buscado la muerte en la cruz, pero para evitarla habría tenido que apagar la luz que había encendido y renegar todas sus propuestas y promesas; habría tenido que adecuarse a la mentalidad del momento, resignarse al triunfo del mal, abandonar para siempre a la humanidad en manos del “príncipe de este mundo”.
Todo esto fue lo que le sugirió el maligno durante las tentaciones en el desierto. Si hubiera cedido, no solo no hubiera terminado en una cruz, sino que su vida hubiera sido todo un éxito, obteniendo los “reinos de este mundo” que satanás le había prometido. Pero hubiera fracasado en su misión.
Todo lo dicho hasta ahora, nos ayuda a comprender el mensaje teológico del relato evangélico que nos viene propuesto este Viernes Santo. Juan nos ofrece una figura de Jesús bastante diferente de la de los otros Evangelios, sobre todo en los relatos de la pasión.
La diferencia aparece desde la primera escena, la del arresto en el Getsemaní (cf. Jn 18,1-11). Los sinópticos presentan a Jesús postrado en tierra, invadido por el “miedo y la angustia”, “triste hasta la muerte”, necesitado del apoyo moral de sus discípulos a quienes suplica que no lo dejen solo, que velen y recen con él.
Juan no menciona ninguna de estas emociones humanas de Jesús. No habla de su agonía ni de su lucha interior ni de la oración dirigida al Padre para que le libre del “cáliz”.
Al contrario, lo presenta resuelto, controlando la situación. No a merced de los acontecimientos sino como quien los domina de modo soberano. No son los soldados los que lo capturan, es él quien se entrega espontáneamente, repitiendo por dos veces: “Soy yo”. Ninguno le arrebata la vida, es él quien, serenamente, da un paso adelante y la entrega (cf. Jn 10,17-18).
Frente Jesús, los malvados que acostumbran a moverse y a actuar en la obscuridad de la noche, retroceden y caen a tierra (cf. Jn 19,16).
Hay que leer y entender la escena a la luz de las Escrituras. En la Biblia, la expresión “Yo soy”, introduce siempre una manifestación soberana de Dios, y cuando el Señor se hace presente, las fuerzas del mal son obligadas a batirse en retirada; caen a tierra llenas de terror.
El pasaje es un midrash (una forma de literatura rabínica) con que el evangelista articula un precioso mensaje teológico. Invita a leer la captura de Jesús y los acontecimientos de su pasión a la luz de los Salmos: “Mis enemigos retrocedieron, tropezaron y perecieron en tu presencia” (Sal 9,4). “Si me acosan los malvados para devorar mi carne, ellos, mis enemigos y adversarios, tropiezan y caen” (Sal 27,2).
Con esta llamada a las Escrituras, Juan quiere infundir ánimo y esperanza en aquellos que, envueltos en el dramático conflicto entre la luz del cielo y la noche del mundo, tienen miedo de ser arrollados por las fuerzas del mal.
Les invita a no perder el ánimo porque, aunque el reino de las tinieblas tiene la fuerza de las armas, éstas nada pueden contra la luz de Cristo. Aunque parezca que las fuerzas del maligno triunfan, en realidad están en desbandada, sus guerreros “van a tientas, en densa obscuridad y los hace tambalear como borrachos” (Jb 12,25).
Los evangelios sinópticos refieren que, después de la captura, Jesús fue llevado a casa del sumo sacerdote Caifás. Allí, durante la noche, se reunieron los sacerdotes y escribas para preparar una acusación y poderla presentar al gobernador Poncio Pilato.
Juan da una versión ligeramente diferente de los hechos. Dice que el interrogatorio nocturno tuvo lugar frente a Anás, suegro de Caifás (cf. Jn 18,12-24). ¿Por qué pone en primer plano a este hombre, ya viejo y aparentemente inocuo? Anás ha sido sumo sacerdote durante diez años –del 6 al 15 d.C– pero aun después de haber sido depuesto por el prefecto romano, continuó siendo una persona potentísima. Después de él, el ambicionado oficio de sumo sacerdote continuó en manos de la familia por otros cincuenta años: cuatro (quizás cinco) de sus hijos, un suegro y un sobrino le sucedieron en el cargo.
Anás era el patriarca de la familia el que controlaba toda la actividad “religiosa” del templo, el que supervisaba y administraba las ofertas de los peregrinos, las ganancias de los cambistas de moneda, el comercio de los bueyes, corderos y palomas para los sacrificios y el que se embolsaba el dinero que circulaba bajo mano para la asignación de los puestos de venta y contratos.
La expulsión de los vendedores por Jesús, más que una provocación sacrílega, era un atentado contra los enormes intereses económicos de la familia de Anás. Este individuo no podía tolerar por más tiempo que el hijo de un carpintero galileo se atreviese a acusarlo de haber convertido el templo del Señor en “cueva de ladrones”.
Anás es la figura más siniestra de los evangelios. Ha sido él quien tejió toda la trama del proceso contra Jesús. Juan lo presenta como símbolo de las fuerzas del mal, como la personificación del que prefiere las tinieblas a la luz, de quien está decidido a perpetuar por todos los medios, sin descontar el crimen, el propio poder basado en intrigas, injusticias y mentiras.
Jesús lo confronta sin miedo. A su demanda de clarificar sus posiciones doctrinales, Jesús rebate sin descomponerse: “¿Por qué me interrogas? Interroga a los que me han oído hablar, que ellos saben lo que les dije” (Jn 18,21). Anás es el tipo que recurre a la violencia sin ensuciarse las manos. Ha educado a sus siervos a intuir, aun sin su orden expresa, cuándo y cómo deben intervenir para abortar la menor señal de rebelión contra el amo.
Es uno de estos siervos quien da una bofetada a Jesús.
La reacción del Maestro es controlada, pero decidida: “Si he hablado mal, demuéstrame la maldad; pero si he hablado bien, ¿por qué me golpeas?” (Jn 18,23).
Como otros personajes del evangelio de Juan, también este siervo asume un valor simbólico. Representa a aquellos que, por ignorancia o ingenuidad y la mayoría de las veces por interés, se alinean con el más fuerte.
Es fácil dejarse subyugar por quien logra sobresalir e imponerse a los demás, no importa cómo o por qué medios. El éxito y el poder fascinan y, muchas veces, entregamos fácilmente la propia libertad a los que poseen éxito y poder, estando dispuestos a todo con tal de obtener su aprobación y su gratitud.
Juan nos invita a reflexionar sobre la personalidad de este siervo porque, para complacer a los potentes de este mundo y convencidos de defender la religión, puede llegar a abofetear a Cristo y renegar de su palabra.
En el relato de la pasión Juan dedica un gran espacio, el doble que Marcos, al proceso frente a Pilato (cf. Jn 18,28–9,16).
Leyendo el relato, sorprende la insistencia del evangelista en señalar los movimientos del procurador romano, su continuo entrar y salir del pretorio. Este ir y venir tenía una motivación religiosa. Los judíos no podían entrar en la casa de un pagano sin quedar contaminados. Juan, sin embargo, se sirve de este “va y viene” para componer una escenografía en la que introducir el tema de la realeza de Jesús.
Si subdividimos el texto en base a los movimientos del gobernador, nos encontramos con siete escenas muy bien estructuradas (cf. Jn 18,29-32; 18,33-38a; 18,38b-40; 19,1-3; 19,4-7; 19,8-11; 19,12-16). En ellas, además del protagonista, Jesús, se mueven varios personajes: Pilato, los judíos, los soldados, Barrabás, personajes reales pero que, en la intención del evangelista, son también símbolos de los diversos modos de posicionarse frente a la realeza de Cristo.
Pilato representa la realeza de este mundo, opuesta a la de Jesús. Es la imagen de quien tiene como valor supremo la consecución, la obtención y la conservación del poder, no la justicia y la verdad. Es aquel que sostiene que todo debe ser sacrificado al poder, incluido al inocente que debe ser aniquilado si la razón de estado lo exige.
Los judíos son la imagen de los creyentes que tratan de alterar y domesticar la realeza de Cristo adaptándola a sus criterios mezquinos. Son personas dadas a las prácticas religiosas, pero incapaces de renunciar a la imagen que ellos mismos se han fabricado de Dios. Al pie de la cruz, se indignan a causa de la inscripción mandada poner por Pilato y que aludía la realeza universal de Jesús. Se empecinan en continuar creyendo en un Dios que vence por la fuerza, no por el amor; no aceptan a un rey humillado y derrotado.
Los soldados del pretorio son pobres hombres, más víctimas que culpables. Desenraizados de sus tierras, lejos de sus familias, a menudo humillados por sus superiores, han perdido todos los sentimientos humanos y se desfogan descargando su resentimiento sobre quien es más débil que ellos. Son la imagen de quien ha crecido creyendo solo en la fuerza, respetando únicamente a los vencedores y despreciando a los perdedores. Representan a aquellos que se alinean, sin cuestionamientos, de parte del poder y están dispuestos a ejecutar cualquier acción por inicua que sea.
Barrabás, que significada “hijo de padre desconocido”, era el nombre que se daba a los hijos abandonados. Es un criminal, un verdadero hijo aquel “padre”, el maligno, que ha sido homicida desde el inicio del mundo (Jn 8,44). Representa a todos los bandidos de la historia, todos los que han usado la violencia y derramado sangre. La gente a lo largo de la historia los han considerado muchas veces como héroes, prefiriéndolos a los débiles.
Después de haber observado a los personajes, consideremos las dos alusiones al tiempo que aparecen en el texto y que son muy significativas. La primera se encuentra en el exordio: Era hacia amanecer (Jn 18,28). Ha despuntado un nuevo día. Ha terminado la noche aludida por el evangelista cuando Judas abandonó el Cenáculo: “Y en seguida, después de recibir el bocado, Judas salió. Era de noche” (Jn 13,30).
En la obscuridad de esta noche se han movido varios personajes: Judas, quien acompañado por un destacamento de soldados con linternas, antorchas y armas se ha dirigido hacia el huerto de Getsemaní y allí ha entregado a Jesús; Malco, el siervo a quien Pedro ha cortado la oreja derecha; Anás y su suegro Caifás, marionetas en manos del “príncipe de las tinieblas” (cf. Jn 12,35-36) y, de nuevo, Pedro que ha renegado del Maestro.
Finalmente, la obscuridad de aquella noche en la que el mal parece haber estado celebrando su triunfo, se está disolviendo y la luz comienza a dominar la escena.
La segunda alusión a la hora –era mediodía– es mencionada en el momento culminante del proceso (cf. Jn 19,14). Justo cuando el sol brillaba en el mundo en todo su esplendor, es cuando Pilato proclama: “¡Ahí tienen a su Rey!”
Es así como Juan introduce el tema de la realeza de Jesús entorno a la cual giran todas las siete escenas.
Deber y función del rey, en el antiguo medio-Oriente, era hacer que su pueblo gozara de libertad y de paz. La experiencia monárquica de Israel, por otra parte, ha sido desastrosa. Durante cuatro siglos y medio consecutivos se han sentado sobre el trono de Jerusalén reyes ineptos y malvados.
Movido a compasión, el Señor había anunciado por boca de los profetas, que un día vendría él mismo a gobernar a su pueblo. ¿Cómo?
El modo en que Dios realiza sus promesas es siempre sorprendente, nunca corresponde a las expectativas humanas.
Juan ha aludido ya a la realeza de Jesús en la primera parte de su evangelio (cf. Jn 1,49; 6,15; 12,13.15); ahora, en los capítulos 18–19 menciona nada menos que 12 veces el término “rey”.
El momento culminante llega en dos escenas: en la escena central (cf. Jn 19,1-3) y en la última (cf. Jn 19,12-16). En la primera, asistimos a una parodia de la realeza de este mundo. Los soldados se divierten en proclamar a Jesús rey de burla.
Juan, tan sobrio en contar los detalles dolorosos, hace resaltar todos los elementos que caracterizan el acceso al trono de un emperador: la corona (de espinas), el manto de púrpura, las aclamaciones.
Jesús, que ha reaccionado a la bofetada del siervo de Anás, no se opone a esta parodia. La acepta porque destruye la imagen del mesías davídico –fuerte y victorioso– esperado por el pueblo. Ridiculiza todas las ambiciones, las manías de grandeza, el frenesí del poder, la aspiración a títulos honoríficos, a las inclinaciones, la carrera hacia los primeros puestos.
He aquí, ahora, ante los ojos del mundo entero al verdadero rey, al hombre realizado de acuerdo con los criterios de Dios: aquel que entrega la propia vida por amor.
La escena final (Jn 19,12-16), es introducida con gran solemnidad. Pilato conduce fuera a Jesús, lo hace sentar sobre una tribuna elevada y proclama: “¡Ahí tienen a su Rey!”. Ninguno entendió entonces el alcance de lo que estaba sucediendo. Y, sin embargo, con estas palabras, sin darse cuenta, el representante de los reinos de este mundo, ha proclamado a Jesús como el nuevo Rey y le ha entregado las insignias del poder.
Para los oídos de los judíos presentes (…no olvidemos a quienes representaban) la proclamación del representante del emperador romano suena tan absurda que toman por una provocación lo que pretendía ser una burla. Un rey así no lo quieren, tira por tierra todas las expectativas, es un insulto al sentido común: “¡Fuera, fuera, crucifícalo!”, gritan.
Según los criterios humanos, Jesús es un fracasado. En el plan de Dios, por el contrario, su derrota disipa las tinieblas que han oscurecido el mundo y han permitido el perpetuarse de toda clase de injusticias y deshumanización.
Jesús, está allí, en silencio, no dice una palabra porque ya lo ha explicado todo. Espera que cada uno se pronuncie, que haga su elección. Uno puede tomar partido por la realeza de este mundo o bien dedicar la propia vida en la construcción del reino según los criterios de Dios. De esta elección dependerá el éxito o el fracaso de la vida.
En Juan, la descripción del camino hacia el lugar de la ejecución es brevísima: “Jesús salió él mismo cargando con la cruz hacia un lugar llamado la Calavera, en hebreo Gólgota” (Jn 19,17). Nada más. No están las mujeres que lloran por él, ni el cireneo que lo ayuda a llevar la cruz. Es él quien camina con decisión hacia la meta donde manifestará su “gloria”.
En el relato de la crucifixión (cf. Jn 19,18-37), sin embargo, Juan introduce algunas escenas y ciertos detalles ignorados por los otros evangelistas.
El primero se refiere a la inscripción puesta sobre la cruz. Servía para explicar a los viandantes el motivo de la condena.
Mientras que los sinópticos le dedican una simple alusión, Juan le da una gran importancia (Jn 19,19-22). Nos dice que ha sido compuesta y mandada colocar por Pilato y que estaba redactada en Hebreo (la lengua sagrada de Israel), en Latín (la lengua de los dominadores del mundo) y en griego (la lengua hablada en todo el imperio).
El representante del emperador Tiberio confirmaba de nuevo, de manera solemne y oficial, la realeza de Jesús y la nueva manera de ser rey. Todos los pueblos deberán saber que en el mundo ha sido introducida una nueva realeza.
Quienes representan a los judíos de ayer y de hoy (sin referencia exclusiva al pueblo de Israel) lo rechazan, pero este modo de reinar continuará a ser proclamado desde lo alto de la cruz hasta el final de los tiempos. Es una propuesta definitiva, irrevocable, no puede ser ya modificada.
Sin saberlo, Pilato ha sido un profeta.
Después de que el nuevo rey ha sido instalado sobre su sede de gloria ¿qué sucede?
A diferencia de los otros evangelistas, Juan no menciona los insultos lanzados contra Jesús por los que pasaban delante de la cruz, especialmente por los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos. Existe una razón: este rey, escándalo para los judíos y locura para los paganos (cf. 1 Cor 1,23) podrá ser escuchado o rechazado, pero ya nadie, hasta el fin de los tiempos, podrá ignorarlo o tomarlo a broma.
La división de los vestidos (Jn 19,23-24) es mencionada también por los sinópticos, pero solamente Juan precisa que fueron divididos en “cuatro partes”; solo nuestro evangelista habla del sorteo de la túnica tejida de una pieza y cita explícitamente el versículo del Salmo: “Se reparten mis vestidos, se sortea mi túnica” (Sal 22,19).
¿Por qué tanta importancia dada un episodio aparentemente secundario?
Los antiguos atribuían un valor simbólico al vestido. Pensaban que las vestiduras se impregnaban del espíritu de aquel que las llevaban. El hábito indicaba a la persona misma, sus obras, el modo de dirigirse y relacionarse con los otros. Es por esto que en el rito del bautismo los neófitos se quitaban el vestido viejo y se revestían de uno nuevo.
Los vestidos de Jesús representan su persona, toda su vida entregada. El número cuatro indica los cuatro puntos cardinales, es decir, el mundo entero al que Jesús se ha dado.
Ahora viene clarificado el mensaje teológico que Juan quiere transmitirnos: el sacrificio de Cristo tiene un valor universal y alcanza a todos los hombres.
A diferencia de los vestidos, la túnica permanece intacta.
Aunque anunciado a todos los pueblos y entregado a los hombres de todas las culturas, su evangelio –que es Jesús mismo– permanecerá íntegro para siempre; nadie podrá añadir o quitar nada de él.
La tercera escena se desarrolla en el Calvario (Jn 19,25-27): la madre, al pie de la cruz, es confiada al “discípulo que Jesús amaba”.
Desde el punto de vista histórico, el episodio presenta serias dificultades.
Marcos refiere que algunas mujeres –cita los nombres– asistían desde lejos a la crucifixión, pero ni él ni ninguno de los otros sinópticos recuerdan que María y Juan estuvieran al pie de la cruz.
Además, parece que la ley romana prohibía a los familiares acercarse al lugar de la ejecución y es poco probable que María de Magdala y las otras mujeres hayan sido tan poco sensibles como para permitir a una madre asistir al horrendo suplicio del hijo.
Sorprenden también las palabras sosegadas con las que Jesús (que está muriendo entre atroces espasmos) se dirige a su madre y la manera de nombrarla. La llama “Mujer” como ha hecho en Caná (cf. Jn 2,4). Ningún hijo judío llamaría así a su madre. Todos estos datos nos orientan hacia una interpretación simbólica.
Juan, por tanto, no pretende referirnos el gesto premuroso de Jesús quien, preocupado por las suerte de María su madre, habría confiado a su discípulo predilecto. Conociendo la estima que esta mujer gozaba en la comunidad de discípulos, era de esperar que tuviera todas las puertas abiertas.
Estamos frente a una página de teología, compuesta en base a un hecho real: la presencia, en los alrededores del Calvario, de algunas personas más cercanas a Jesús.
La madre es para Juan es el símbolo del Israel fiel a su Dios. En la lengua hebrea Israel es femenino, por esto en la Biblia el pueblo elegido es imaginado como mujer, virgen, esposa y madre. Es de esta “mujer”, de esta madre-Israel, de la que ha nacido el pueblo nuevo de la era mesiánica.
Primero, Jesús exhorta a esta mujer-Israel a acoger como hijo, como heredero legítimo de las promesas mesiánicas, a todo discípulo que le siga a Él, nuevo rey del mundo, hasta el Calvario, es decir, hasta entregar la vida.
Después, se dirige a la nueva comunidad –representada por el discípulo amado– y la invita a considerarse hija de la madre-Israel de la que ha nacido.
Si este “testamento” de Jesús moribundo hubiese sido escuchado y aceptado, ¡cuántas incomprensiones y crímenes se hubiesen evitado en la historia humana!
La muerte de Jesús llega –según nos refiere Juan– de un modo dulce y sereno (Jn 19,28-30). Ningún grito, ningún terremoto, ningún eclipse de sol. Desde lo alto de la cruz, es el rey entronizado el que controla soberanamente su destino.
Ha llevado a cumplimiento la misión que el Padre le había encomendado: el velo que impedía al hombre contemplar el rostro del Dios-amor ha caído para siempre.
Falta todavía una pieza para completar el mosaico. Para cumplir la Escritura, Jesús dice: “Tengo sed” (Jn 19,28).
Solo Juan refiere estas palabras que revisten gran importancia. El texto bíblico al que hacen referencia no puede ser otro que el Salmo 42,3: “Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo”.
Así declaraba el salmista su ardiente anhelo de encontrar al Señor. Juan relee en sentido simbólico la sed real de un Jesús desangrado y ya casi moribundo.
Su sed es el deseo ardiente de derramar sobre la humanidad el “agua viva” de la que ha hablado a la Samaritana. También en aquella ocasión y solo en aquella ocasión –nótese bien– había sentido sed y pedido de beber, es decir: había pedido disponibilidad y acogida para recibir su don del agua viva.
Su deseo está a punto de realizarse. Después de haber recibido el vinagre, dice: “¡Todo se ha cumplido!” e, inclinando la cabeza, entrega el Espíritu (Jn 19,30). He aquí el agua que calma la sed de la humanidad, el agua que da origen a la verdadera vida, y que se derrama sobre todos aquellos que se acercan al Crucificado.
Después de la muerte de Jesús, todo ha concluido, el Espíritu ha sido entregado. Se podría ya pasar al relato de la sepultura, pero Juan cree que es necesario ayudar a los discípulos a comprender el acontecimiento extraordinario que ha tenido lugar.
Y lo hace recordando un hecho sin importancia en sí mismo: un soldado ha clavado la lanza en el cuerpo exánime de Jesús (Jn 19,31-37).
La importancia que da el evangelista a este suceso, parecería excesiva. Por tres veces apela a la credibilidad de su testimonio: “El que lo vio lo atestigua y su testimonio es verdadero; él sabe que dice la verdad, para que también ustedes crean” (Jn 19,35).
Juan ha visto en este “abrir el costado de Cristo con una lanza”, un significado verdaderamente profundo.
Una primera clave de lectura nos viene ofrecida al inicio por la mención del tiempo en que ha sucedido: era el tiempo de la Parasceve: “era la víspera del sábado, el más solemne de todos”; la hora en que en la explanada del templo, los sacerdotes estaban inmolando los corderos pascuales.
Se trata de una clara invitación a leer el acontecimiento a la luz de los relatos del Éxodo.
Es en el Calvario, quiere decirnos Juan, en el día de la “parasceve” cuando ha sido inmolado el verdadero Cordero Pascual. Donando la propia sangre, Jesús ha salvado a la entera humanidad del ángel exterminador, del espíritu del mal enraizado en el corazón de cada persona y que produce la muerte.
Para dar aún más relevancia a este mensaje, Juan recuerda otro detalle ignorado por los otros evangelistas: los soldados quiebran las piernas de los dos malhechores crucificados con Jesús para acelerar su muerte. Jesús, ya muerto, es respetado.
He aquí una nueva referencia al cordero pascual al cual, según las disposiciones del libro de Éxodo, no se le podía quebrar ningún hueso (cf. Ex 12,46).
Finalmente el detalle más importante: uno de los solados atravesó con la lanza el costado de Jesús e inmediatamente surgió de la herida sangre y algo semejante al agua.
El hecho fisiológico es sí tienen poca relevancia, pero para Juan está dotado de una importancia extraordinaria.
La sangre para un semita era símbolo de la vida: derramarla hasta la última gota, era señal de entregar la propia vida.
A través de la herida del costado de la que sale la última gota de sangre, es posible contemplar el corazón de Dios y descubrir su amor sin límites: “Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su hijo único, para que quien crea en él no muera sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).
¿Qué beneficios obtiene el mundo de este amor inmenso?
“Si el grano caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12,24), había dicho Jesús. El fruto es la efusión del Espíritu, simbolizado en el agua que sale del costado de Cristo. El agua viva, prometida a la mujer de Samaria, brota del corazón de Dios.
Juan concluye de manera solemne la sublime página de teología que nos está trasmitiendo: “Mirarán al que ellos mismos atravesaron” (Jn 19,37).
Se trata de la cita bíblica que hace referencia a una misteriosa profecía pronunciada a finales del siglo IV a.C. y conservada en el libro de Zacarías (cf. Zac 12,10). Habla de un hombre justo e inocente que ha sido “traspasado”; inmediatamente después, el Señor ha despertado en el pueblo, responsable de aquel crimen, un vivo dolor, una sincera compunción. Todos se arrepintieron y miraron a aquel que habían traspasado; rompieron a llorar desconsoladamente, con un llanto semejante al de los padres que pierden al único hijo, semejante al luto por la muerte del primogénito (cf. Zac 12,10-11).
¿Quién es este hombre y por qué lo han matado? El profeta se refería ciertamente a un hecho dramático acaecido en su tiempo. No sabemos más. Lo que nos interesa, sin embargo, es que Juan ha reconocido en este misterioso personaje la imagen de Jesús.
Todos los hombres mirarán como a su salvador a Cristo, ajusticiado y traspasado en la cruz, y el Crucificado se convertirá en el punto de referencia de todos sus compromisos y orientará sus vidas.
El relato de la deposición del cuerpo de Jesús en el sepulcro (cf. Jn 19,38-42), corresponde básicamente al de los sinópticos. No obstante, Juan recuerda preciosos detalles que no se encuentran en los otros evangelios.
Junto a José de Arimatea, el evangelista coloca a Nicodemo, “el que lo había visitado en una ocasión, de noche”. Nicodemo viene ahora con una mezcla de mirra y de áloe de alrededor de 40 kilos. Los dos toman el cuerpo de Jesús y lo envuelven en vendas con aceites aromáticos.
Son detalles sorprendentes. Ante todo, extraña la profusión de perfumes: se trata nada menos que de 32,7 litros de esencias preciosas, costosísimas. Una cantidad ciertamente excesiva: para ungir un cuerpo hubiese bastado una milésima parte.
Por otro lado, los aromas empleados no son los usados para embalsamar un cadáver, sino los que se empleaban en la noche de bodas para perfumar los vestidos (cf. Sal 45,9) y la alcoba nupcial: “He perfumado la alcoba con mirra, áloe y canela” (Prov 7,17).
Juan no está narrando el entierro, la sepultura de un cadáver (nótese que no menciona a la piedra que solía cerrar el sepulcro), sino la preparación del tálamo (dormitorio nupcial) en el que está a punto se recostarse el Esposo.
La imagen más bella empleada por los profetas para explicar el amor de Dios por su pueblo, era la imagen de la boda. El Señor, habían dicho, es el esposo fiel e Israel la esposa que, por desgracia, prefiere muchas veces el amor a los ídolos que el amor a su Dios. En los evangelios el esposo es Jesús. Él es el Hijo de Dios venido del cielo para encontrarse con la esposa que lo había abandonado. Desde el principio de su evangelio, Juan lo ha presentado como el Esposo (cf. Jn 3,29-30).
En la cruz, Jesús ha dado la prueba máxima de su amor, porque “ninguno tiene un amor más grande que este: dar la vida” (Jn 15,13), amor apasionado como aquel del que habla el Cantar de los Cantares: “el amor es fuerte como la muerte…Las aguas torrenciales no podrán apagar el amor ni extinguirlo los ríos” (Cant 8,7).
Ahora, el esposo que tanto ha amado, espera el abrazo de la esposa, la nueva comunidad, representada por los discípulos José de Arimatea y Nicodemo que se encuentran a los pies de la cruz.
Esta comunidad realiza un gesto cargado de simbolismo: derrama sobre las vendas –vestido de bodas que envolverá el cuerpo del esposo– todos los perfumes de que dispone, sin calcular el coste, como lo ha hecho María de Betania (cf. Jn 12,1-11). Con los ojos llenos de lágrimas, da muestras de haber finalmente comprendido cuánto ha sido amada.
La mención del huerto, finalmente, evoca la sepultura de los reyes de Judá (cf. 2 Re 21,18.26).
Durante el proceso, Jesús ha sido proclamado rey, ha sido coronado, revestido del manto de purpura y entronizado en la cruz. Ahora viene enterrado (sepulto) no solo como esposo sino también como rey.
Fernando Armellini, SSCJ
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