26 marzo 2022

Misa del domingo 27 de marzo

 

Este Domingo escuchamos la parábola del hijo pródigo, aunque quizá podría llamarse más propiamente la parábola del Padre misericordioso dado que su finalidad es revelar las entrañas misericordiosas de Dios.

Las primeras líneas del Evangelio nos ponen en contexto: «solían acercarse a Jesús los publicanos y los pecadores a escucharle. Y los fariseos y los escribas murmuraban entre ellos: “Éste acoge a los pecadores y come con ellos”» (Lc 15, 1).

De los fariseos podemos decir que formaban un cuerpo, que procuraban observar la pureza legal y mantenerse separados de los “impuros”, como eran los publicanos y pecadores que se acercaban a Jesús. Un fariseo, término que significa justamente “separado”, consideraba como “malditos” a los que no conocían la Ley y por tanto no la ponían en práctica (ver Jn 7, 49). Comenta G. Ricciotti en su erudita obra “Vida de Jesucristo” que «todos cuantos judíos no pertenecían a la “coalición” farisaica eran llamados por los fariseos “el pueblo de la tierra” (am ha’ares). El término era despectivo, pero aún más despectivo era el comportamiento que observaban los fariseos hacia esos connacionales suyos». Prosigue diciendo que «un verdadero fariseo no debía tener contacto con el “pueblo de la tierra”, sino mostrarse fariseo, esto es, “separado” respecto a aquella gente. Por eso sentenciaba un rabino: participar en una asamblea del pueblo de la tierra produce la muerte». El fariseo tenía prohibido, entre otras cosas, dar hospitalidad o recibirla de alguno que perteneciese al “pueblo de la tierra”. Se entiende entonces el criterio que provocaba la murmuración contra Jesús: según los principios fariseos, ningún “rabbí” o maestro que conocía y practicaba la Ley, podía acoger a los publicanos y pecadores, y menos aún participar con ellos en sus banquetes.

Los evangelios engloban frecuentemente a escribas y fariseos en una sola definición, aún cuando no todos los escribas eran fariseos. Los escribas eran por antonomasia los hombres estudiosos y conocedores de la Ley, expertos en ella, independientemente de sus principios saduceos o fariseos. Pero dado que en la época de Jesús la gran mayoría de escribas eran hombres de principios fariseos, es común que en los evangelios escribas y fariseos aparezcan como formando una unidad.

Consciente de las críticas y murmuraciones de los fariseos y escribas, el Señor Jesús propone tres parábolas o comparaciones a sus oyentes: la historia de la oveja perdida (ver Lc 15, 4-7), la historia de la moneda perdida (ver Lc 15, 8-10) y la historia del “hijo pródigo” y del padre misericordioso. Todas expresan la alegría enorme que Dios experimenta cuando un pecador se convierte y “es hallado” nuevamente.

En la parábola del hijo pródigo el hijo mayor representa a los fariseos y escribas, mientras que el hijo rebelde representa a los publicanos y pecadores. El padre es Dios.

El hijo menor exige la parte de la herencia que le corresponde para marcharse luego a un país lejano. Quiere independizarse, ser “libre”, vivir su vida a su manera, sin que nadie le diga cómo tiene que vivirla. Al reclamar su independencia reniega de su condición de hijo. El padre respeta su opción y obedece a sus demandas, dándole aún en vida la parte de la herencia que le corresponde y dejándolo partir.

Este hijo, en tierra extraña, derrocha toda su fortuna viviendo como un libertino. Le va “bien” mientras le duran sus bienes, pero cuando se le acaba la herencia, todos lo abandonan y lo dejan solo. A la experiencia de abandono y soledad se añade la del hambre, que le lleva no sólo a asumir un trabajo que para los judíos era el más degradante de todos, sino incluso a querer alimentarse de la misma comida que le daba a los cerdos. No podía caer en una situación más baja ni deshumanizante.

Tengamos en cuenta que el cerdo en la época de Jesús era —y aún lo es hoy en día para lo judíos ortodoxos— el animal “impuro” por antonomasia. Por ello enseñaban los fariseos y escribas que no había que tocarlos y menos aún comer su carne. Y era considerado tan impuro que para ellos un porquero valía menos que un puerco. No hay duda que el Señor escoge esta comparación a propósito por lo especialmente chocante que resultaría a los fariseos y escribas que lo escuchaban. Para un judío no había trabajo más denigrante que ése, y no había miseria peor que la de querer incluso alimentarse de la comida misma de los puercos. Es como si el Señor dijera: miren a qué punto se deshumaniza todo aquel que arrebatado por un ilusorio ideal de libertad reniega de su condición de hijo de Dios, reniega de su identidad más profunda de ser criatura de Dios, reniega de sí mismo.

Hasta este punto la historia que propone el Señor Jesús expone figurativamente las terribles y tremendas consecuencias que trae al propio ser humano el pecado, el rechazo de Dios y de sus amorosos designios. Es lo que el Papa Juan Pablo II describía sintéticamente de este modo: «En cuanto ruptura con Dios el pecado es el acto de desobediencia de una creatura que, al menos implícitamente, rechaza a Aquél de quien salió y que la mantiene en vida; es, por consiguiente, un acto suicida. Puesto que con el pecado el hombre se niega a someterse a Dios, también su equilibrio interior se rompe y se desatan dentro de sí contradicciones y conflictos. Desgarrado de esta forma el hombre provoca casi inevitablemente una ruptura en sus relaciones con los otros hombres y con el mundo creado. Es una ley y un hecho objetivo que pueden comprobarse en tantos momentos de la psicología humana y de la vida espiritual, así como en la realidad de la vida social, en la que fácilmente pueden observarse repercusiones y señales del desorden interior.» (Reconciliatio et paenitentia, 15)

El camino de retorno se inicia con un acto de humildad, de reconocimiento de su situación miserable así como de toma de conciencia de su propia identidad de hijo. “Entrando en sí mismo”, recapacitando y volviendo en sí luego de estar tanto tiempo alienado, enajenado, alejado de su propia identidad, decide buscar a su padre para pedirle perdón y ser admitido como un jornalero más. Sabía que nada más merecía.

La reacción del padre al ver venir al hijo es muy diversa a la de la justicia humana. Queda evidente que Dios no trata al pecador como merecen sus culpas y rebeldías. El padre nunca ha dejado de amar al hijo. Por eso al verlo a lo lejos sale corriendo a su encuentro, lo abraza, lo besa, manda que lo revistan nuevamente con trajes que van de acuerdo a su dignidad de hijo y lo admite nuevamente a la comunión mandando hacer fiesta, matando al ternero cebado para celebrar un banquete.

El Señor Jesús proclama que en Él la misericordia del Padre sale al encuentro de la miseria humana, proclamándose así el triunfo del Amor sobre el pecado y la muerte. Dios, que es Padre «rico en misericordia» (ver Ef 2, 4), no quiere la muerte del pecador, sino que abandone su mala conducta y que viva (ver Ez 33, 11) una vida digna de su condición de hijo de Dios. Ésta es la razón de por qué el Señor Jesús no rechaza a publicanos y pecadores, ésta es la verdad de Dios que aquellos fariseos y escribas se resisten a ver y aceptar: para Dios también esos hombres “impuros” son sus hijos y lo que más anhela es recobrarlos, ganarlos para la vida, no castigarlos ni rebajarlos, como reclama el hijo mayor.

En Cristo, Dios Padre ha salido a buscar a unos y otros: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de Él» (1 Jn 4, 9).

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Muchas personas tienen una imagen deformada de Dios. Acaso nosotros mismos no terminamos de comprender que Dios no es un dios vengador, justiciero, castigador, o un dios que “me rechaza porque soy indigno o indigna, porque lo he negado y traicionado tantas veces con mis pecados”. No pocas veces nos encontramos con comentarios de personas que piensan que “lo que estoy sufriendo es un castigo divino por el mal que he hecho”. ¡Cuántas personas, avergonzadas por graves pecados, creen que Dios ya no puede o no quiere perdonarlas, creen que no merecen el perdón divino y terminan diciéndole al Señor en su corazón: «¡apártate de mí que soy un pecador!» (Lc 5, 8) Pensando así, terminan por hundirse en la más absoluta soledad, tristeza e incluso degradación: porque creen que ya no hay salida para ellos, sin esperanza alguna de hallar misericordia, no hacen sino hundirse más y más en su miseria, buscando saciar cada día su hambre de Dios con algarrobas para cerdos, es decir, con más pecado.

Incluso los fariseos y escribas a los que se refiere el Evangelio, los especialistas de la Escritura, tenían una visión equivocada de Dios, una “teología errada”: estaban convencidos de que Dios rechazaba a los pecadores. Según esta concepción, sólo los justos, los puros, los que hacían méritos cumpliendo estrictamente la Ley y todas las normativas impuestas por los fariseos, podían ser admitidos por Dios como miembros de su pueblo. De allí que con desprecio murmuraban de Jesús diciendo: «este acoge a los pecadores y come con ellos» (Lc 15, 1), pues —así pensaban ellos— si era Él el enviado de Dios, ¿cómo podía juntarse con los pecadores? Así, pues, a los fariseos y escribas no les cabía en mente que Dios pudiese ser un Dios de misericordia, que no quería la muerte del pecador sino en cambio «que el malvado se convierta de su conducta y viva» (Ez 33, 11).

El Señor Jesús, dirigiendo su parábola tanto a fariseos como a pecadores, busca corregir toda imagen distorsionada de Dios para revelar su verdadero rostro: Él es Padre de verdad, un Padre lleno de misericordia y ternura, que se preocupa por la vida y el destino de cada uno de sus hijos, pero respeta inmensamente su libertad cuando opta por el mal, por apartarse de su casa. Dios es un Padre clemente que está siempre dispuesto al perdón, que sale corriendo al encuentro del hijo cuando vuelve arrepentido, un Padre que acoge y abraza con emoción y ternura al hijo que retorna, que perdona al más pecador de los pecadores, porque su amor es más grande que el más grande de sus pecados y que todos sus pecados juntos, porque su misericordia sobrepasa y cubre la miseria del hijo. Dios no rechaza a nadie, sino que al contrario, busca con más vehemencia la vida del hijo que por sus pecados se halla muerto.

¡Sí, Dios me ama tanto que ha hecho todo lo posible, incluso entregarme a su propio Hijo, y entregarlo en la Cruz cargado con mis pecados, para reconciliarme con Él, para darme la Vida: una vida nueva, la vida eterna (ver 2 Cor 5, 17-19)! A mí me toca comprender el amor que Dios me tiene, abrirme a ese amor día a día, acogerlo en mi vida, vivirlo de acuerdo a mi condición y dignidad de hijo o hija de Dios y, finalmente, reflejarlo a los demás con mis palabras y actitudes. Quien verdaderamente se ha encontrado con el amor y la misericordia del Padre, se convierte él mismo o ella misma en un icono vivo del amor misericordioso del Padre, en un apóstol de la reconciliación.

Quien se ha encontrado verdaderamente con Dios, Padre rico en misericordia, y quien ha experimentado su misericordia en su propia vida, no puede actuar como el hermano mayor de la parábola, como aquellos fariseos que cierran su corazón a la compasión, que sin dar lugar a la misericordia quieren el castigo sin miramientos para aquellos a quienes ellos juzgan como pecadores dignos de desprecio. ¿Cuántas veces nos falta esa misericordia y compasión con el pecador, sin recordar que tampoco nosotros estamos libres de pecados?

¿O cuántas veces nos falta la misericordia con nosotros mismos y nos juzgamos tan indignos de Dios que nos castigamos a nosotros mismos y nos apartamos de Él? Que si pecaste, y que si volviste a pecar luego de ser perdonado… ¡Ciertamente hay que evitar el pecado a como dé lugar! Pero si en medio de la lucha vuelves a caer, lo que el Padre quiere es que con mucha humildad vuelvas a Él a pedirle perdón, una y mil veces si es necesario, y que jamás cedas al desaliento o la desesperanza. Él quiere que comprendas que su amor es más grande que tus pecados, quiere que experimentes su ternura, su inmensa misericordia, porque solamente ese encuentro con el amor del Padre, la experiencia de ese abrazo de perdón, es capaz de transformar tu vida. ¿No decía el Señor que mucho amor muestra aquel o aquella a quien mucho se le perdona? Sí, sólo la experiencia del Amor de Dios transforma verdaderamente nuestras vidas. Y ésa es la pedagogía de Dios con nosotros: mostrarnos incansablemente el inmenso amor que nos tiene, un amor verdadero, real, que brota de sus entrañas de misericordia, de su corazón de Padre, para que tarde o temprano nos dejemos inundar y transformar por ese amor, viviéndolo para siempre con Él.

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