12 marzo 2022

Misa del domingo 13 de marzo: II Domingo de Cuaresma

 


San Lucas, al introducir el relato del episodio de la transfiguración en su Evangelio, establece un vínculo con otro episodio ocurrido previamente: «Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar» (Lc 9, 28). Esta referencia se ha omitido en la lectura del Evangelio de este Domingo, siendo sustituidas con las palabras “en aquel tiempo”.

¿Cuáles son aquellas “palabras” a las que hace referencia San Lucas, pronunciadas ocho días antes del acontecimiento de la transfiguración del Señor en el monte? Se trata del diálogo que el Señor sostuvo con sus discípulos sobre su identidad y misión (ver Lc 9, 18-26). En aquella ocasión había preguntado a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que soy yo?» Luego el Señor les preguntó sobre lo que ellos pensaban: «y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?». Pedro tomó entonces la palabra y dijo: «El Ungido de Dios» (Lc 9, 20), esto quiere decir, el Mesías prometido por Dios a Israel, el descendiente de David, el caudillo que habría de liberar a Israel del poder de sus enemigos (ver Lc 1, 71) e instaurar definitivamente el Reino de Dios en la tierra.

En aquella misma ocasión el Señor revelaba a sus Apóstoles que Él, el Ungido de Dios, el Mesías esperado de Israel, distaba lejos de ser el Mesías político que ellos se imaginaban. Él, en vez de imponerse triunfante sobre sus enemigos, debía «sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día» (Lc 9, 22). Asimismo les advertía que si querían ser sus discípulos y seguidores, debían estar dispuestos a participar de su destino ignominioso: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 23). Quedaba claro que Él no prometía la gloria humana a quienes querían seguirlo. Quien quería ser su discípulo debía renunciar a buscar tal gloria y seguir al Señor como aquellos reos condenados a la crucifixión: cargando con su propio instrumento de escarnio y ejecución.

«Unos ocho días después de estas palabras» el Señor Jesús manifestará a Pedro, Santiago y a Juan su identidad más profunda, oculta tras el velo de su humanidad. La luminosidad de sus vestidos manifiesta su divinidad. ¿No está Dios «vestido de esplendor y majestad, revestido de luz como de un manto» (Sal 104, 1-2)? El Mesías no es tan sólo un hombre, sino Dios mismo que se ha hecho hombre.

En el momento de su transfiguración aparecieron dos hombres, Elías y Moisés, conversando con Jesús: Moisés representa “la Ley” y Elías “los Profetas”, el conjunto de las enseñanzas divinas ofrecidas por Dios a su Pueblo hasta entonces. Toda la escena tiene al Señor Jesús como centro. Él está muy por encima de sus dos importantes acompañantes.

En cuanto al contenido del diálogo San Lucas especifica que «hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén» (Lc 9, 31).

El momento que viven los tres apóstoles es muy intenso, por ello Pedro ofrece al Señor construir «tres carpas»: una para Jesús, otra para Moisés, otra para Elías. Se consideraba que una de las características de los tiempos mesiánicos era que los justos morarían en carpas o tiendas. La manifestación de la gloria de Jesucristo en su transfiguración sería interpretada por Pedro como el signo palpable de que ha llegado el tiempo mesiánico, su manifestación.

Mas en el momento en que Pedro se hallaba aún hablando «llegó una nube que los cubrió». La nube «es el signo de la presencia de Dios mismo, la shekiná. La nube sobre la tienda del encuentro indicaba la presencia de Dios. Jesús es la tienda sagrada sobre la que está la nube de la presencia de Dios y desde la cual cubre ahora “con su sombra” también a los demás.» (S.S. Benedicto XVI)

De esta nube salió una voz que decía: «Éste es mi Hijo, mi elegido; escúchenlo». Es la voz de Dios, la voz del Padre que proclama a Jesucristo como Hijo suyo y manda escucharlo. El Señor Jesús es más que Moisés y Elías, está por encima de quienes hasta entonces habían hablado al Pueblo en nombre de Dios, Él ha venido a dar cumplimiento a la Ley y los Profetas (ver Mt 5, 17), Él es la plenitud de la revelación: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo los mundos. El cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su sustancia, y el que sostiene todo con su palabra poderosa, después de llevar a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas» (Heb 1, 1-3). Así, pues, al Hijo es a quien en adelante hay que escuchar: hay que prestar oídos a sus enseñanzas y hacer lo que Él diga (ver Jn 2, 5).

La Transfiguración del Señor en el monte Tabor, más allá de ser una manifestación momentánea de la gloria de su divinidad, quiso ser como un anticipo de su propia Resurrección así como también una pregustación de la gloria de la que participarán aquellos que tomando su propia cruz sigan al Señor (ver Lc 9, 23). El Señor enseñaba a sus discípulos que si bien no hay cristianismo sin Cruz, ni tampoco hay Pascua de Resurrección sin Viernes de Pasión, no todo queda en el Viernes de Pasión, sino que éste es camino a la Pascua de Resurrección y a la Ascensión. Para quien sigue al Señor, la Cruz es y será siempre el camino que conduce a la Luz, a la gloriosa transfiguración de su propia existencia. La Transfiguración es, por tanto, «el sacramento de la segunda regeneración», signo visible y esperanzador de nuestra futura resurrección (ver la segunda lectura; también el Catecismo de la Iglesia Católica, 556).

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Recordemos las tentaciones a las que el Señor Jesús fue sometido por Satanás en el desierto. En una de ellas el Demonio le prometía la gloria del mundo entero, con una sola condición: «Te daré el poder y la gloria de todo eso… si tú te arrodillas delante de mí» (Lc 4, 6-7). Sin mucho esfuerzo, tan sólo adorándolo, tendrá en un instante: poder, riqueza, fama.

Como al Señor Jesús, también a nosotros el Diablo nos ofrece “la gloria del mundo” con sólo adorarlo: fama, reconocimiento, poder, dominio, riquezas, placer sin límites morales. ¡Cuántos buscan esa gloria cada día! Mas la gloria que ofrece el Príncipe de este mundo es engañosa, no sacia el anhelo de infinito, de felicidad y plenitud del ser humano. La gloria que ofrece a quien se arrodille ante él es vana. Hoy son muchos los que inconsciente o conscientemente, de una o de otra manera, “venden su alma” al Demonio para gozar un tiempo fugaz de “gloria”. Son los que hincan sus rodillas ante los ídolos del poder, del placer, del tener, ofreciéndoles como sacrificio su propia vida. Procediendo de este modo, ciertamente ganan «el mundo entero», pero ellos mismos se pierden y arruinan (ver Lc 9, 25).

El Señor ha venido a salvar al ser humano, a reconciliarlo. No quiere que nadie se pierda. Él conoce los más profundos anhelos del corazón humano y sabe cómo saciar verdaderamente sus anhelos de gloria, de grandeza. A diferencia del padre de la mentira que ofrece una gloria vana, pasajera, el Señor ofrece a todo el que crea en Él la gloria auténtica, la que verdaderamente realiza al ser humano. Un destello de esa gloria es la que muestra cuando en el monte Tabor se transfigura ante Pedro, Santiago y Juan. Es ésa la gloria de la que Dios ha querido y quiere hacer partícipe a su criatura humana.

Como vemos por el testimonio de Pedro, la participación de esa gloria llena de gozo el corazón humano: «Maestro, ¡qué bien se está aquí! Haremos tres carpas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Lc 9, 33). Es como si dijera: “¡Quedémonos aquí! ¡Que esto no pase nunca! ¡Lo que ahora experimentamos nos llena de una felicidad total!”. Estaba totalmente sobrepasado por la intensidad de aquella experiencia.

La de Pedro, Santiago y Juan es una experiencia anticipada de la gloria que Dios ofrece a todo ser humano, para que también nosotros la deseemos intensamente. ¿No quiero yo también esa felicidad para mí? Sin embargo, para alcanzar aquella felicidad plena en la participación de la gloria divina, todavía —y mientras dure nuestra peregrinación en esta vida— hemos de “bajar del monte” como aquellos apóstoles, hemos de volver a lo rutinario de cada día, hemos de volver a la lucha continua contra el mal, hemos de “cargar con nuestra cruz cada día” y “ser crucificados con Cristo”, hasta que por fin, terminada nuestra peregrinación en esta tierra, podamos alcanzar la corona prometida a quienes perseveren en la lucha hasta el fin.

Si bien estamos invitados a la gloria, no podemos olvidar que el camino para alcanzarla necesariamente pasa por la cruz. Tampoco podemos olvidar, especialmente en los momentos de dura prueba, que «los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rom 8, 18). Así, pues, no temas tomar tu cruz cada día y seguir fielmente al Señor Jesús, confiado en la promesa que Él nos hace de hacernos partícipes de su misma gloria si hacemos lo que Él nos dice.

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