25 marzo 2022

Homilía 1: 4º Domingo Cuaresma/c

 Todos hemos visto en la televisión esos anuncios que contrastan dos fotos del mismo personaje y dicen: antes y después.

Antes: canas. Después: color natural.

Antes: calvo. Después: pelo abundante.

Antes: gordo. Después: esbelto.

La historia del hijo pródigo es también la historia de un antes y un después.

Perdido-encontrado. Muerto-vivo. Sin padre-con padre.

Cuenta un catequista que trabajaba en una fábrica que un día un joven llamado Agustín estuvo a punto de ser despedido por llegar borracho al trabajo.

Al día siguiente Agustín entró en la fábrica con miedo pero sobrio.

Al llegar el catequista le saludó diciendo: ahí viene el hijo pródigo. Agustín se enfadó y le preguntó: "¿Qué me has llamado?"

Ni Agustín ni sus compañeros sabían qué era eso del hijo pródigo. Los reunió y les contó la historia.

Cuando terminó, Agustín dijo: "eso no es justo. Ese hijo no debería haber sido admitido en casa." Los compañeros le dijeron: tú eres el hijo pródigo, ¿quieres que te despidamos?

Supongo que no, dijo encogiéndose de hombros.

¿Te acabas de inventar esa historia?, preguntó Agustín. Yo nunca he oído hablar de Dios. Yo sólo he oído decir que Dios castiga con el infierno a los haraganes.

No, no me he inventado la historia. Nos la cuenta Jesús para hablarnos de su Padre, de Dios.

Agustín estaba radiante de alegría cuando el círculo se dispersó y volvió a su trabajo.

Mira al que tienes al lado y pregúntale: ¿Conocías esa historia de Jesús?

¿Has tenido alguna vez complejo de hijo pródigo?

Alguna vez te han dicho: Mira, ahí viene el hijo pródigo.

Esta es una historia que siempre sabe bien porque siempre somos, aun los buenos o los que se creen buenos, hijos pródigos.

Sí, hermanos, yo sé que los padres y las madres viven el mismísimo drama de Dios: el drama de los hijos. Es fin de semana. Son las seis de la mañana y tu hijo no ha vuelto a casa. Miras por la ventana, escuchas la puerta y es imposible dormir. Y cuando llegan, ¡qué descanso y qué paz!

Este es el drama de Dios con todos nosotros y no sólo los fines de semana sino todos los días.

"Un padre tenía dos hijos"…Esta es la historia del mejor padre, es el mejor retrato de Dios que la Biblia nos ha dejado.

¿Quieres saber cómo es Dios?

¿Quieres hablar de Dios?

¿Quieres humillarte ante Dios?

¿Quieres alabar a Dios?

Lee una y mil veces esta historia. Dios no es como ves, un déspota, que te amenaza con el fuego del infierno, sino el padre que espera el regreso de sus hijos, el menor y el mayor.

El domingo pasado Jesús nos decía: "Si no cambian de vida"…

Hoy, a través de la historia del hijo pródigo, haragán y aventurero, Jesús nos recuerda a todos: la manera, la importancia y la necesidad de volver a casa.

¿Qué hizo el hijo pródigo con su libertad y su dinero?

Lo que hacemos todos los hombres porque la verdad es que tenemos poca imaginación y para pasarlo bien siempre terminamos haciendo lo mismo: fiestas, borracheras, sexo, broncas, algún navajazo y vuelta a empezar hasta que el dinero se acaba.

Pero este hijo hizo algo mucho más grave. Maldijo su familia, maldijo su raza, su religión, se hizo esclavo de un pagano y cuidó y vivió con los animales impuros.

Yo me lo imagino con un cartelito colgado al cuello:" No tengo casa. Tengo hambre. No tengo padre".

Y un día en que no le dolía el corazón pero sí le dolía el estómago, buceó en su alma, entró dentro de sí, miró su interior vacío y sucio y se dijo: "Cuántos criados en casa de mi padre tienen de sobra para comer y yo aquí me muero de hambre. Me levantaré y volveré".

No vuelve a casa porque ame a su padre, vuelve porque ama su vida.

No vuelve a casa porque quiere ser mejor sino porque no quiere morir en el camino.

Ni siquiera vuelve como hijo, se contenta con ser un criado más.

No vuelve porque le duele el corazón sino porque le duele el estómago. Es un retorno egoísta, interesado.

Es magnífico saber, hermanos, que a su padre no le interesa saber si su hijo está arrepentido, no le interesa conocer los motivos por los que regresa, no le importa que su hijo vuelva a hacer lo mismo otra vez. Ha vuelto a casa. ¡Qué alegría!

Es consolador saber que Dios no me exige un corazón puro para abrazarme.

Es consolador saber que Dios me recibe cuando vuelvo porque no he encontrado la felicidad en mis fiestas y pecados, cuando vuelvo por egoísmo para encontrar seguridad y paz.

El amor de Dios no necesita que le expliques nada.

Dios se contenta con tenerte en casa.

El amor de Dios no pone condiciones.

Dios se contenta con tu presencia.

El amor de Dios es una relación de Padre.

Nosotros vivimos en una red de relaciones: familia, trabajo, sociales, de barrio…¿pero qué somos si no nos relacionamos con Dios?

No tener relaciones con Dios es estar muerto.

No tener interés por Dios es vivir en el vacío, sin casa y sin padre.

El hijo pródigo desde el egoísmo, el hambre y la soledad reanuda su relación con Dios.

No importan los motivos. Porque no soy yo el que cambia, es Dios quien me va a cambiar. En esa relación Dios es el más fuerte y desde el momento en que me entrego a Él empiezo a ser cambiado y a vivir la fiesta del perdón.

Dejarse abrazar por el padre en el encuentro es el mejor regalo.

Dejarse vestir por el padre: ropa nueva, anillo y sandalias, es recuperar la identidad perdida, es volver a la vida, a ser hijo.

Entrar en la fiesta del padre es aceptar el perdón, es beber el vino del amor, es vivir una relación que no tiene fin.

"Un hombre tenía dos hijos"…

El mayor, el bueno, que no sabía que su padre lo amaba, y el menor que descubrió el amor en el pecado y en el retorno y que vivió la fiesta del perdón intensamente y el mayor que se quedó a la puerta.

Es la historia de un padre, una casa, un banquete y un padre, el nuestro.

Nosotros, los que vamos hacia la casa del Padre, a veces escuchamos una voz que dice: Dios no me ama. He hecho tantas promesas de cambiar, tantos intentos y sigo igual, viviendo como los puercos, en lugares oscuros. No tengo solución.

Pero Jesús viene a susurrarnos al oído: Soy tu padre, te he hecho con mis manos y yo amo lo que hago. Te he hecho a mi imagen. Tú eres mi hijo. No huyas. Vuelve a casa una y mil veces. Te quiero a pesar de todo, a pesar de ti.

Hermanos, el día de nuestro bautismo nos revestimos de Cristo, se nos dio una identidad nueva. Tenemos una casa, tenemos un padre, tenemos una fiesta, tenemos un banquete, tenemos un futuro y una bendición.

No te quedes a la puerta como el hijo mayor. Alégrate que sean muchos los hijos pródigos que vuelven al amor y a los brazos de Dios Padre.

Yo te invito, hoy, a contar esta hermosa historia a ese hijo pródigo que conoces muy bien. Puede ser tu marido, tu hijo, tu amigo, tu compañero de trabajo… o te la puedes contar a ti mismo porque tienes mucho de hijo pródigo y un poco de hijo mayor.

Todos hemos sido muchas veces ambos hermanos pero ¿hemos intentado ser como el Padre?

No quiero sólo ser perdonado, quiero ser también el que perdona a los otros.

No quiero ser sólo el que es bien recibido, quiero ser el que recibe bien.

No quiero ser sólo el que recibe compasión, quiero ser el que la ofrece.

¿Intentaré ser como el Padre alguna vez?

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