“Seis días después, tomó Jesús a Pedro, a Santiago y a Juan, su hermano…” Con estas palabras se inicia el capítulo 17 de San Mateo y comienza también el pasaje evangélico de la Transfiguración, que la Iglesia nos hace meditar en este segundo domingo de Cuaresma. La segunda parte de la vida pública de Nuestro Señor, aquella que acabará dentro de unos días en el Calvario, comienza efectivamente en el Tabor. En este monte, según la tradición, tiene lugar aquella misteriosa Transfiguración de Jesús, que narra el Evangelio de hoy. El Señor eligió a los tres discípulos predilectos para que presenciaran el extraordinario suceso. Las inminentes humillaciones y su fracaso aparente en la Cruz podrían hacer vacilar la fe de los discípulos en su divinidad: por eso quiere Jesús que vislumbren ahora al menos un rayo de su gloria: “Brilló su rostro como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”, dice San Mateo.
Y Simón Pedro: “Maestro, bueno es estarnos aquí. Hagamos tres tiendas…”. Como contraste con la batalla diaria —los fariseos atacando al Señor, calumniándole y rechazando su misión divina— aquello es la felicidad para el Apóstol. Así hubiera permanecido eternamente: “Maestro, bueno es estarnos aquí…”.
¡Qué bien comprendemos a Simón! Nosotros hubiéramos hecho lo mismo. Sin embargo, San Lucas, al narrar la Transfiguración, añade aquí un detalle muy significativo: “Pedro no sabía lo que se decía”. En efecto, el gran Apóstol confundía en aquel momento dos cosas: lo “agradable” con lo “bueno”. Sin duda, hubiera sido mucho más “grato” y reconfortante permanecer en el Tabor en éxtasis. Pero aquello no era lo “bueno”, es decir, aquello no era la voluntad de Dios. Lo bueno —la voluntad de Dios— era descender del monte y volver a la batalla ordinaria: allí abajo está la misión redentora de Cristo —el Calvario en perspectiva— y el apostolado de Pedro.
La nervadura ascética del pasaje evangélico queda ahora al descubierto: hay en la vida momentos de verdadera lucidez, en los que se “siente” la presencia de Dios en el alma y se hace fácil seguir a Jesucristo: “gracias inolvidables —dice Chevrot— que ilustran súbitamente nuestras mentes, encienden nuestros corazones, transfiguran nuestras almas”. Pero eso puede ser pasajero: no constituye el meollo de la vida cristiana. El amor a Dios —verdadero eje del Cristianismo— es un acto de la voluntad. No es mero sentimiento. Hacer tres tiendas en torno a los consuelos sensibles sería olvidar nuestra condición de viatores, de “hombres en camino”.
San Pablo nos recuerda en una de sus cartas que, mientras estamos en la tierra, “caminamos en la fe y no en la visión” (1 Cor 5, 7). Y “caminar en la fe” es trabajar por Cristo y con Cristo en la llanura de una vida ordinaria, corriente, en medio de las dificultades cotidianas, con la voluntad transfigurada por la gracia y tensa en actos de amor. Si en algunos momentos el Señor nos muestra el Tabor —consuelo, “visión”— debemos agradecérselo. Pero no importa si hay que bajar del monte y desaparecen. Jesús también está en la llanura. De ahí que, al encontrarlo en los mil pequeños afanes de cada día, salga del alma cristiana la misma exclamación de Simón Pedro en el monte, pero ahora ya en las faldas de la montaña: “Maestro, bueno es estarnos aquí…”.
Pedro Rodrígue
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