13 marzo 2022

Domingo II de Cuaresma de JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID

 El domingo de hoy, segundo de Cuaresma, nos orienta más explícitamente hacia la Pascua, porque la trans-figuración de Jesús se presenta como anticipo o prefiguración de su Resurrección. Y la Resurrección nos sitúa en ese «lugar» de gozo y de gloria que apenas podemos imaginar.

A Abrán le fue dicho: Mira al cielo. Ese cielo de estrellas incontables que contempla asombrado el patriarca es símbolo de lo que nos trasciende, de lo que sólo podemos otear o adivinar de lejos: un horizonte de una magnitud incontrolable, cuyas medidas nos desbordan, cuya grandeza nos anonada.

Pues bien, ante semejante espectáculo Abrán recibe una promesa de descendencia y de posesión de parte del Señor: posesión de una tierra habitable. Pero, para llegar a esa tierra de promisión hay que salir de la tierra de nacimiento (Ur de los Caldeos), hay que salir de la propia naturaleza; hay que morir o ser radicalmente transformados. Es lo que nos hace saber san Pablo cuando nos dice: Nosotros somos ciudadanos del cielo. Aunque seamos naturales y vecinos de la tierra, el orbe terráqueo no es nuestra estancia definitiva.

Realmente somos ciudadanos del cielo, ese cielo del que procede el Salvador. Él transformará nuestra condición humilde (o terrena) según el modelo de su condición gloriosa (o celeste); porque en él se da esa doble condición: la humilde, propia de su naturaleza humana, y la gloriosa, propia de su naturaleza divinizada, glorificada. Y puede hacerlo porque tiene energía para sometérselo todo. Es la energía que muestra cuando, en lo alto de la montaña, se transfiguró delante de sus discípulos elegidos para ser testigos de este evento.

Habían subido a la montaña para orar (προσεύξασθαι). Ascender a una montaña es como aproximarse al cielo. Hay cumbres de montañas que nos parecen tocar el cielo. Por eso no es extraño que las montañas se conviertan en lugares privilegiados de oración, en símbolo de la ascensión mística. Y mientras oraban se produce el fenómeno que se describe como un cambio de aspecto figura (trans-figuración) que adquiere un brillo especial, inusual, extraordinario. Así lo cuenta el narrador.

Pero en esos instantes de gloria se hablaba paradójicamente de la muerte que Jesús habría de consumar en Jerusalén. Luego el transfigurado no era aún el Resucitado, pues no había dejado de ser terreno y mortal. Tendría que pasar por la muerte y muerte de cruz. Jesús no quiere que olviden esto, porque a pesar lo hermoso que era estar allí, hermoso hasta sentir enormes deseos de quedarse, de acampar, no podían olvidar que seguían en la tierra¸ una tierra de sufrimiento y muerte, pues aún no se les había dado en posesión la tierra prometida, el cielo del que somos ciudadanos, pero en promesa (en esperanza). Cuando Pedro hablaba de levantar tres tiendasno sabía lo que decía, porque olvidaba algo importante, que seguían siendo habitantes de la tierra.

Pero Jesús quiere también que, cuando lleguen los momentos más duros de su estancia en la tierra, momentos de sufrimiento extremo o acumulado y de dolor, recuerden que son ciudadanos del cielo, que les espera la recompensa del cielo. Y hay cielo porque hay transfiguración, es decir, poder para transformar la condición terrena en condición gloriosa: ese poder o energía que muestra Jesús en su transfiguración. Sólo se pide una cosa: fe, crédito, obediencia. Esto fue lo que aquellos testigos asombrados y desconcertados escucharon al entrar en la nube, es decir, al salir de sí, en el éxtasis: Este es mi Hijo, el escogido; escuchadle.

Jesús es proclamado hijo, en singular (mi Hijo), por la voz procedente de la nube. Y el Hijo de Dios merece crédito. Por eso, escuchadle. ¿Qué otro mejor que él merece ser escuchado? ¿A qué otro mejor que al Logos de Dios habría que prestar atención? No hay palabra mejor que merezca oírse que la Palabra. Pero ¿damos suficiente crédito a esta Palabra encarnada que es Jesús? ¿Confiamos en lo que Jesús nos ha dicho y nos dice? ¿Colocamos su palabra por encima de cualquier otra? ¿Esperamos lo que nos promete? ¿Confiamos en sus advertencias y mandatos? ¿Tenemos la certeza de su vuelta y la convicción de que, gracias a él, somos ciudadanos del cielo?

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID

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