Una interesante clave de lectura para aproximarnos al Evangelio de este Domingo nos la da la primera lectura. David, teniendo la ventaja y oportunidad para eliminar al rey de Israel, quien inflamado por la envidia y el odio se había convertido en su enconado perseguidor, decide guardar su vida. David expone la razón de su proceder: «¿Quién atentó contra el ungido de Yahveh y quedó impune?» ¿Puede él levantar la mano contra el ungido del Señor, por más que éste se haya apartado de sus caminos?
David supera el impulso de la venganza, de querer tomar la justicia por sus propias manos. ¿No es lo justo devolver mal por mal, ojo por ojo, diente por diente? (Ex 21,23-24; Lev 24,19-21; Dt 19,21; Mt 5,38-39) Más allá del odio que ha envenenado su espíritu, más allá de sus intentos de asesinarlo, Saúl es un ungido del Señor. David ve su dignidad más allá del pecado cometido.
El que es de Cristo debe reconocer asimismo la dignidad de toda persona humana, que estriba en el hecho de haber sido creada a imagen y semejanza de Dios. ¡Tal es la enorme dignidad de todo ser humano, más allá de que su rostro haya quedado desfigurado por el mal o por cualquiera sea su pecado!
De esta visión profunda del hombre y de su dignidad nace la actitud reverente y misericordiosa del discípulo de Cristo hacia todo ser humano. Él ha aprendido a amar en toda persona humana lo que Dios ama en ella. Porque ama al pecador pero odia el pecado, procura levantarlo de su miseria, en todo sentido: material, moral, espiritual. El creyente está invitado, en esta perspectiva, a «vencer el mal a fuerza de bien».
Es de acuerdo a esta visión que el Señor Jesús plantea a sus discípulos exigencias inesperadas, que chocan frontalmente con las actitudes y reacciones ‘normales’ (Evangelio): amar a los enemigos, hacer el bien a quienes los odien, bendecir a los que los maldigan, orar por quienes los difamen, etc. ¿Quién antes que Él se había atrevido a proponer algo semejante? Estas exigencias de la vida cristiana brotan de la vocación del ser humano de ser misericordioso como el Padre es misericordioso, es decir, de amar como Dios ama a los hombres.
Pero, ¿cómo es posible vivir las tremendas exigencias que plantea Cristo, si a semejanza del primer Adán todos nacemos como hombres terrenales? (2ª. lectura) Por el Bautismo cristiano el ser humano se abre a la vida del hombre nuevo porque es transformado en una nueva criatura. Habiendo recibido el Espíritu por el que Dios derrama el amor divino en su corazón (ver Rom 5,5), es capaz de amar con ese mismo amor de caridad, que aprende en la escuela del Señor Jesús. De todo bautizado en Cristo se puede afirmar con toda propiedad que habiéndose revestido de Cristo, ha adquirido una condición semejante a la del Hijo de Dios. En Él no solo recobra la semejanza perdida por el pecado original, sino que también recibe la capacidad de amar como Él mismo nos ha amado, amar con sus mismos amores: a Dios Padre en el Espíritu Santo, a Santa María su Madre, a todos sus hermanos humanos, peregrinos en esta tierra o que ya partieron a la presencia del Señor.
Por este don, por la gracia recibida y con por su decidida cooperación, todo bautizado está llamado a «cristificar» su propia vida reproduciendo en sí mismo la imagen del hombre celeste. Es el camino de la vida cristiana, un proceso de transformación y santificación cuya meta final es la resurrección de los muertos, momento en el que transformado plenamente por y en Cristo, será hecho partícipe de la gloria eterna por la participación en la comunión divina de amor.
El Señor Jesús enseña el camino de cristificación, el camino que lleva a la plena semejanza con Él: dar, darse uno mismo, amar sin límites, amar no sólo a los amigos sino inclusive a los enemigos, a los que nos persiguen e intentan el propio daño o muerte. Se trata de ser magnánimos haciendo el bien siempre, a todos, se trata de ser generosos compartiendo los propios bienes con quienes los necesitan, se trata de no juzgar, de no condenar, sino de perdonar e invitar siempre a «volver a la Casa del Padre». En resumen, se trata de ser misericordiosos, como lo es nuestro Padre celestial, se trata de ser perfectos en la caridad como Dios es perfecto (ver Mt 5,48).
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
Son muchas y muy radicales las enseñanzas que este Domingo el Señor propone a aquellos que lo escuchan, es decir, a aquellos y aquellas que verdaderamente están dispuestos a acoger sus enseñanzas para ponerlas por obra, a aquellos que quieran ser verdaderamente sus discípulos, cristianos no sólo de nombre sino también de hecho.
Al escuchar sus enseñanzas podemos preguntarnos: ¿quién puede amar a sus enemigos? ¿Quién puede hacer bien a quien lo odia, bendecir a quien lo maldiga, rezar por quien le desea el mal? ¿Quién puede perdonar a quien le ha ofendido gravemente o le ha causado un enorme sufrimiento y un daño irreparable, sea físico, psíquico, moral o espiritual? ¿Quién puede recibir un golpe sin enfurecerse, sin devolver inmediatamente el golpe con otro golpe, el insulto con otro insulto, la ofensa con otra ofensa? ¿No es utópico pedir algo así? ¿No es pretender demasiado? ¡Cuántas veces perdemos la paciencia, agredimos, insultamos, nos es tan difícil controlar la ira incluso con aquellos a quienes amamos, con aquellos con quienes vivimos!
Sólo quien se abre al amor de Dios, sólo quien aspira a vivir la perfección de la caridad, sólo quien es misericordioso como misericordioso es el Padre celestial, sólo quien ama como Cristo mismo nos ha amado, es capaz de cumplir semejantes exigencias, que causan un profundo rechazo en aquellos o aquellas en quienes prima el «hombre terreno» y no el «celeste».
Nuestra vocación, recordábamos la semana pasada, es un llamado a la felicidad, a la plenitud, al gozo inacabable. Mas el camino es arduo y exigente: vivir el amor, no un amor cualquiera, sino el que viene de Dios, el amor-caridad. Dios nos ha creado por amor y para el amor. La felicidad la alcanzaremos viviendo la perfección de la caridad. Sólo nos realizaremos en la medida en que aprendemos a amar correctamente, en la medida en que amemos como Cristo mismo. No otra cosa promete el Señor cuando nos dice: «Os he dicho esto, para que mi gozo esté en vosotros, y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15,11). Quien ama como Cristo, con el amor de Cristo (ver Jn 15,12), alcanzará la dicha plena, la paz del corazón y la felicidad tan anhelada.
¿Quieres para ti esa felicidad y dicha perpetua? Ábrete cada día al amor del Señor y ama cada día más como Cristo nos ha amado. La santidad consiste en responder a ese llamado al amor, en aspirar a vivir la perfección de la caridad, en abrirse a la gracia y al amor de Dios para dejarse «amorizar» uno mismo, en expresar ese amor en actitudes y conductas concretas de perdón, de comprensión, de solidaridad, de compasión, de paciencia, de generosidad, de donación, no sólo con quienes nos sentimos afectivamente vinculados, sino también con los extraños o incluso enemigos, que no por ello dejan de ser hijos de nuestro mismo Padre, hombres y mujeres por quienes Cristo ha derramado su Sangre en la Cruz, sujetos de redención como cada uno de nosotros.
Si queremos amar como Cristo, empecemos por perdonar de todo corazón a aquellos que nos han ofendido o causado algún daño, limpiemos nuestros corazones de todo resentimiento, amargura u odio que hayamos consentido y guardamos aún contra algún hermano o hermana. Si es posible, pidamos humildemente perdón a quienes nosotros hayamos ofendido o causado algún daño. Recemos por quienes no nos ven bien o nos tratan con desdeño o desprecio. Seamos pacientes y no devolvamos a nadie insulto con insulto, ofensa con ofensa, golpe con golpe, y desterremos de nuestra mente todo deseo de venganza. Avancemos, pues, cada día, nutridos del amor del Señor y fortalecidos por su gracia, hacia ese ideal de la caridad perfecta que el Señor nos señala, y seamos así verdaderamente discípulos de Cristo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario