20 febrero 2022

Comentario al Domingo VII de Tiempo Ordinario

 Hoy la palabra de Dios nos invita a la imitación de aquel a cuya imagen hemos sido conformados, especialmente en nuestro bautismo: Cristo Jesús. Toda imagen reproduce los rasgos de su modelo; y el hijo es también reproducción, al menos aproximada, de su progenitor. Sólo así tienen sentido frases como: Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo. En el comparativo (el como) radica la semejanza que hace posible la imitación. Es más, lo propio de los hijos es asemejarse a su padre. Por eso se dice: Amad a vuestros enemigos… y seréis hijos del Altísimo. ¿Por qué? Porque estaréis reproduciendo en vuestras vidas el amor del mismo Dios, que es bueno no solo con los que son buenos y agradecidos con él, sino con los malvados y desagradecidos.

Esta es la cualidad específica del amor de Dios y ésta es la cualidad que debe resplandecer en sus hijos, que no pueden limitarse a amar como aman los pecadores, es decir, los que no son sus hijos. Se está dando por supuesto que los pecadores también aman y hacen el bien; pero su modo de amar no es sin más el de los hijos de este Dios que es bueno con los malvados y desagradecidos.

Los pecadores aman a los que los aman y hacen el bien a quienes les hacen el bien y prestan a aquellos de quienes esperan cobrar. Amar a quienes nos aman es tan natural que hasta los pecadores pueden hacerlo. Lo inconcebible, lo antinatural es, por ejemplo, que un hijo desprecie a su padre, ese padre de quien sólo ha recibido bienes, o que una madre odie a su hijo y desee su desgracia. Lo natural es que besemos las manos en señal de gratitud de nuestros bienhechores, protectores o sanadores.

Pero lo natural en un cristiano no es que se comporte simplemente de modo natural, como cualquier no-cristiano. La naturaleza de un cristiano ya no es simple naturaleza, sino naturaleza elevada a la dignidad de hijo de Dios, naturaleza capacitada por el Espíritu recibido para reproducir en su vida los rasgos de Aquel de quien es hijo.

Luego lo natural en un cristiano es que se comporte como lo que es, como hijo de Dios, imitando (=reproduciendo) a su Padre, que es compasivo y misericordioso, amando a los enemigoshaciendo el bien a los que le odianbendiciendo a los que le maldicenorando por los que le injurianpresentando la otra mejilla al que le abofeteadando al que le pideno reclamando lo que le sustraen. Este es el rasgo distintivo de la conducta cristiana, porque ésta es la nota peculiar del amor de nuestro Dios y porque esto fue lo que caracterizó la conducta de Jesús –el Hijo por excelencia- desde el principio hasta el final de sus días. Así murió, orando por quienes lo injuriaban: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen.

El amor a los enemigos, en sus diferentes formas y formulaciones, es por tanto el rasgo de nuestra conducta que debe distinguirnos como cristianos, es decir, como seguidores de Jesús y como hijos de Dios. Este ha sido quizá el rasgo más sobresaliente y llamativo en la vida de los santos, que son los que mejor han reproducido la imagen del Hijo. Todos ellos han tenido enemigos (el mismo Cristo los tuvo; por eso murió en la cruz), y los han tenido sin estar en situación de guerra, sin haber tomado las armas, sin haber militado en un partido político, sin haberse enemistado con nadie.

Y es que a la bondad, y al que la refleja, siempre le salen enemigos: esos malvados con quienes el Padre se muestra compasivo. Por tanto, no digamos con tanta ligereza que nosotros no tenemos enemigos o que quiénes son esos enemigos a quienes hemos de amar. Puede suceder que no seamos suficientemente buenos para tener enemigos: ¡Ay, si todo el mundo habla bien de vosotros; eso es lo que hicieron con los falsos profetas! Para tener enemigos basta muchas veces con ser y sobre todo con ser buenos; porque la bondad plasmada en obras suele resultar de ordinario molesta, incómoda para muchos que no la soportan porque pone al descubierto, por contraste, su maldad o mezquindad. Y la maldad es enemiga irreconciliable de la bondad.

Pero tener enemigos no significa siempre tener personas que son objeto de nuestro odio o de nuestro desprecio, personas a quienes deseamos el mal o nos resultan antipáticas; tener enemigos significa simplemente tener opositores, bien porque se oponen a nuestras acciones o porque nos odian u odian lo que representamos, nos maldicen o injurian, nos persiguen, desean nuestro daño o ejercen violencia contra nosotros. Esos son los enemigos que tuvo Jesús; esos son los que tuvieron los santos de todas las épocas. Y a esos es a quienes debemos amar respondiendo al mal con que nos obsequian con el bien, y a su maldición con la bendición, y a su injuria con la oración.

Alguno puede pensar que esto es tremendamente difícil; pero más difícil aún, difícil e ingrato, es soportar una vida en el odio, vivir injuriando, maldiciendo, agrediendo, robando, matando. Y poner la otra mejilla no es necesariamente más difícil que responder con otra bofetada, sobre todo si se tiene el espíritu de mansedumbre de los hijos de Dios o del Hijo de Dios, que es manso y humilde de corazón. Esto tendría que ser lo natural entre cristianos, es decir, lo que surge espontáneamente de los que son tales porque poseen el Espíritu de Cristo.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística

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