«Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos… Y toda carne verá la salvación de Dios» (Lc 3,4.6).
La clave de este segundo domingo de Adviento está en el anuncio de Juan el Bautista de que nuestra salvación está cerca; tan cerca que ya Jesús estaba a punto de dejar Nazaret para salir a anunciar el Reino de Dios; tan cerca que el mismo Jesús nos dice en el Apocalipsis: Mira, estoy de pie a la puerta y llamo (Ap 3,20). La salvación nos la trae Jesús a todos los hombres. Salió del cielo, morada de Dios, para venir a vivir con los hombres a fin de mostrarnos el camino de la gloria celestial y prepararnos para que seamos dignos de entrar con Él en el cielo.
Lo que el profeta Baruc dice a Jerusalén invitándola a despojarse del luto y a alegrarse por el regreso de sus hijos del destierro, esto mismo lo aplica la Iglesia a la humanidad actual, que tiene motivos para el gozo y la esperanza, pues Dios ha venido a nuestro encuentro revestido de misericordia: de Él esperamos la salvación. Perdonados nuestros pecados y revestidos de la santidad divina, resplandeceremos iluminados por su gloria.
Juan -el último de los profetas del Antiguo Testamento- predicaba la conversión para el perdón de los pecados, y ofrecía un bautismo simbólico de agua como gesto del deseo de cambiar de vida; pero la conversión no es principalmente el resultado de una acción nuestra que, con determinación y esfuerzo, cambie nuestra conducta. No excluyo nuestra cooperación con Dios para eliminar comportamientos inapropiados y dar lustre a la imagen de Dios que llevamos en nosotros; pero nuestra conversión es, ante todo, obra de Dios en nosotros, como fruto del Espíritu Santo, que, a su vez, es don de Dios por la fe en Jesucristo. Éste, por su pasión, muerte y resurrección pasó de este mundo al Padre, pero no nos abandonó sino que volvió a nosotros y permanece con nosotros por su palabra, por la Eucaristía y los demás sacramentos y por la comunidad; y así sigue viniendo constantemente, esperando a que le abramos, por la fe, la puerta de nuestro corazón, para morar en él con el Padre y el Espíritu Santo. Bien lo expresó Lope de Vega en este inspirado cuarteto: “¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? / ¿Qué interés se te sigue, Jesús mío, / que a mi puerta cubierto de rocío / pasas las noches del invierno oscuras?” Ésta es la gracia de Dios, que es prenda de la gloria.
Esta cercanía de Jesús a cada uno de nosotros es el meollo de la Navidad, que debemos de preparar con esmero para que Jesús se sienta acogido en nuestro corazón, en nuestro hogar. Todo lo demás lo encuentro conveniente e incluso provechoso, pero sin relegar lo primordial.
Tomemos como ejemplo de actitudes que cultivar para preparar la Navidad a la comunidad cristiana de Filipos, en Macedonia: han trabajado y siguen colaborando en la difusión y arraigo de la fe, y han interiorizado en su vida la caridad fraterna, distintivo de los discípulos de Cristo.
La pequeña comunidad cristiana eran los hijos predilectos de Pablo, pues enseguida acogieron el Evangelio, se mantuvieron en la pureza de su doctrina y adquirieron el estilo fraterno del amor cristiano. A Pablo lo acompañaron y consolaron en la prisión y, en varias ocasiones, lo socorrieron con su ayuda económica. En fin, que se comportaron con él como hijos modélicos que sólo le dieron alegrías.
Por eso, Pablo los ama con ternura y expresa su confianza en que el que inició con ellos la obra de la salvación la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús. Y pide para ellos que su amor siga creciendo en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores cristianos hasta el Día de Cristo Jesús.
En estas dos actitudes, podemos resumir el clima y el trabajo del Adviento: cultivo de la fe y práctica del amor cristiano.
Modesto García, OSA
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