En la introducción a la Eucaristía hemos recordado que la primera parte del adviento orienta nuestra mirada hacia el Señor glorioso que un día vendrá a nuestro encuentro, al final de los tiempos. En Navidad celebraremos que ese que vendrá con gloria es el mismo que vino en la humildad de nuestra carne. Pero ahora conviene que nos centremos en lo que toca. Y lo que toca es hablar de la esperanza en la venida del Señor al final de los tiempos. Para cada uno, el final de nuestro tiempo es la hora de nuestra muerte, el momento de la salida de este mundo. Pues bien, tenemos que esperar ese momento con paz y serenidad, porque precisamente entonces Dios se nos hará más presente que nunca. Dios nos acogerá con un amor como no hay otro, nos abrazará para no soltarnos nunca de sus manos.
El evangelio que hemos escuchado pone en boca de Jesús una serie de signos apocalípticos que describen el final de los tiempos. Lo importante no son estos signos ni esta literatura, sino el mensaje que quiere transmitir el evangelista a propósito del final de los tiempos. Y el mensaje es de esperanza: este mundo es limitado, lo sabemos, la ciencia nos lo confirma, pero como el final está muy lejos no pensamos en él. Quizás deberíamos pensar que para cada uno de nosotros el final no está tan lejos, puede acontecer en cualquier momento. Pues bien, lo que nos transmite el evangelio es que, sea cual sea el momento y las modalidades del final, a pesar de las apariencias no será un momento caótico ni de desconcierto, pues allí estará esperando el Hijo del hombre con gran poder y gloria. Un poder salvífico, liberador. La venida del Hijo del hombre no provoca miedo, transmite esperanza y seguridad, la seguridad de que bajo el señorío de Cristo reinará la justicia, la paz y el amor.
Y mientras tanto, ¿qué hacemos? Este “mientras tanto” es el momento de nuestra vida actual, es nuestro presente aquí y ahora. ¿Cómo vivimos ahora? ¿En consonancia con la esperanza que nos asegura que la meta de nuestra vida es Cristo, o vivimos como si al final de la vida nada fuera a suceder? Tened cuidado, dice el evangelio: nada de vicios ni de preocupaciones por el dinero, no os dejéis arrastrar por lo que nada vale. ¿Cuál debe ser nuestra preocupación entonces? Lo ha dicho claramente la segunda lectura: “que el Señor os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos, para que cuando vuelva acompañado de sus santos, os presentéis irreprensibles ante Dios, nuestro Padre”. Mientras esperamos la vuelta del Señor, debemos explotar al máximo el don del amor en una doble dirección: amor mutuo, o sea, amor fraterno a las hermanas y hermanos de nuestras comunidades cristianas; y amor a todos: o sea, un amor que alcanza también a los que no pertenecen a nuestros grupos, porque si no abrimos nuestros corazones al extraño y al alejado, nuestro amor se vuelve patológico y autorreferencial.
Escucharemos en el prefacio, que luego proclamaremos, que el Señor glorioso que vendrá al final de los tiempos, “viene ahora a nuestro encuentro en cada persona y en cada acontecimiento, para que lo recibamos en la fe y por el amor demos testimonio de la espera dichosa de su reino”. Viene a nuestro encuentro en cada persona: en el enfermo desvalido, en el emigrante vulnerable, en el vecino solitario. Para que al encontrarlo demos testimonio de nuestra esperanza: un reino en el que todos serán felices. Y como ese es nuestro más ardiente deseo, todos los días rezamos en el Padrenuestro que venga ese Reino. Además de pedirlo, buscamos anticiparlo ya ahora en todo lo que decimos y hacemos. La autenticidad de nuestra esperanza se manifiesta en el amor fraterno.
El adviento es un buen símbolo de lo que es la vida cristiana. Una vida en esperanza, en fe y en amor. Los que creemos en Cristo nos pasamos la vida esperando encontrarle y vivimos amando como él nos amó.
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