Comenzamos un nuevo año litúrgico. En la introducción de la Eucaristía convendría dejar claro que, en el adviento, la Iglesia celebra dos venidas: la escatológica del Cristo glorioso al final de los tiempos, y la venida en la carne del Hijo de Dios. Por eso, el adviento tiene dos partes distintas. Y no conviene hablar de la segunda parte hasta que llegue el momento porque, de lo contrario, no ayudamos a vivir el acontecimiento que celebramos en la primera parte.
La primera parte del adviento tiene una dimensión eminentemente escatológica. No está dedicada a preparar el misterio de Navidad, sino a celebrar un importante artículo del Credo, el que dice que el Señor de nuevo vendrá con gloria, al final de los tiempos, para juzgar a vivos y muertos. La primera parte del adviento no se refiere al pasado, sino al futuro; no celebra lo ya acontecido, sino lo que vendrá.
Según lo que esperamos y a quien esperamos, así vivimos. Quien espera, aún en medio de muchos dolores, la curación de una enfermedad, vive con más alegría que quien, sin sufrir tanto, sabe que con su enfermedad tiene los días contados. Quien espera la pronta liberación, aún en medio de sufrimientos e incomodidades, vive con más alegría que quien sólo espera la muerte. Nosotros esperamos la “vuelta” gloriosa del Señor, o sea, esperamos encontrarnos con él al final de nuestra vida.
En este sentido es importante que hoy se proclame el prefacio tercero de la liturgia del adviento, ese que dice que “Cristo, Señor y Juez de la historia, aparecerá un día revestido de poder y de gloria sobre las nubes del cielo”. Y en ese día glorioso “nacerán los cielos nuevos y la tierra nueva”.
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