Comentario Pastoral
EXIGENCIAS DEL REINO DE CRISTO
Es verdad que estamos acostumbrados a los crucifijos, a contemplar a Cristo cosido al madero de la cruz, a venerar a un Jesús muerto por amor al hombre. La piedad cristiana está teñida de matices doloristas y compasivos. La imagen del crucificado no es inquietante ni molesta para el cristiano. Incluso la cruz es motivo de ornamentación artística. Se cree en un Cristo demasiado callado.
¿Qué significa celebrar hoy a un Cristo Rey, vivo, interpelante, que dirige, gobierna y potencia todos los momentos de la vida? ¿Cómo se puede entender en lenguaje actual el Reino de Dios?
Para muchos hablar de Cristo Rey es casi hablar de algo superado desde el compromiso de la fe. Desde las coordenadas de la actual sociología laica, «Cristo Rey» es noticia intrascendente, pues no se admite ni se da valor a un reino que no es político, ni entra en conflicto con los valores y exigencias de los reinos mundanos.
Por otra parte, es relativamente fácil aclamar a Cristo Rey en un domingo de Ramos, en una procesión, en un momento de euforia espiritual. Pero resulta más difícil creer en un Cristo, presente e influyente en la vida de todos los días, en un Cristo que compromete y cambia la existencia del hombre, en un Cristo exigente que pide fidelidad a los valores permanentes del evangelio.
Existe también una gran contradicción: hacer mundano el reino de Cristo, que no es de este mundo. Y salta la enorme tentación de confundir el poder económico, político y social con el poder de Dios. Y pueden gastarse demasiadas fuerzas y empeños en influir en las situaciones de este mundo para hacer presente el reino de Dios.
Cristo no reinó desde los sitios privilegiados ni desde los puestos de influencia. Cristo reinó en
el servicio, la entrega y la humildad, en el compromiso con los necesitados y con los desgraciados, con los pecadores y las mujeres de la vida, con los que estaban marginados en la sociedad de entonces: ciegos, leprosos, viudas…
Y sin embargo los cristianos pretendemos hacer un reino de Dios a nuestro gusto y medida; y
deseamos construir un pequeño reino «taifa», en el que se nos dé incienso, adoración y admiración. Es un engaño terrible, fruto del egoísmo humano.
Cristo fue y es Rey por ser testigo de la verdad y del amor sin límites. Y nuestra vida está cargada de mentiras y desamores. Es preciso el cambio y la conversión. Vivir en cristiano es descubrir las exigencias y maravillas del reino de Dios con entrega total y confiada.
Andrés Pardo
Palabra de Dios: | Daniel 7, 13-14 | Sal 92, lab. lc-2. 5 |
Apocalipsis 1,5-8 | san Juan 18, 33b-37 |
de la Palabra a la Vida
Es difícil explicar la forma que tiene el reinado de Jesús, un reinado que no es de este mundo, que no lo sitúa por encima de otros sino a su servicio, como se ha podido comprobar a lo largo de toda su vida. Es difícil de explicar para Él mismo que, ante Pilato, solamente le dice que su reino «no es de este mundo». Cuando se intenta exponer algo tan distinto de lo que Pilato veía cada día en su palacio, en su región, en el imperio, su actitud escéptica se extiende como un virus sin control. Jesús ha dedicado su vida en medio de los hombres, «en este mundo», a servir, a anunciar el amor de Dios, a tratar de una forma nueva, diferente, que más que buscar un bien material de todos, ha buscado la comunión con Dios.
Así, ha introducido una visión definitiva de lo que es la verdad: la verdad es Dios mismo y lo que une con Él. Por eso, el servicio, el amor y el reino, son conceptos que aparecen íntimamente unidos a la verdad. No es una unión casual, de una frase, sino esencial. Así, hay un reino verdadero porque no pasa, y el hombre encuentra ese reino para no pasar si se comporta con amor, al servicio y para el bien de los hermanos. Sin Dios, surge una política en la que todo es relativo, en la que se busca el bien particular, inmediato, egoísta, encarnada en Pilato, al que Cristo responde con algo que está fuera del alcance del gobernador.
Sin embargo, y ante la tentación que nos ofrece nuestro mundo de hoy de dejarnos llevar también por esa mirada escéptica, pragmática, de Pilato, la liturgia de la Palabra se empeña en animarnos a optar por Jesús y su reino. Un reino que no pasa, que dice la primera lectura, un reino que es eterno, como nos recuerda el salmo, y que supone una opción por Jesús, que ejerce un reinado verdadero, perenne.
Y el que se dedica a servir participa de la verdadera realeza, la que no es de este mundo, una realeza que genera una profunda seguridad en el corazón y un gran escepticismo fuera. Por eso, cuando el hombre, a la manera de Pilato, busca una realeza fugaz, una autoridad pasajera, un mando, un poder, lo que genera dentro de sí es ansiedad, un ilimitado deseo, que genera fuera de sí miedo, inquietud, dolor.
Por eso, ante la solemnidad de Cristo Rey, la Iglesia nos advierte de que participar en la liturgia consiste en participar en el servicio de Cristo. Este servicio da autoridad a las palabras o evidencia su mentira. Y podríamos decir: pero, ¿Cristo sigue sirviendo? Claro, porque su reino dura eternamente, y Él no es sólo rey, es también sacerdote, es decir, obtiene en la presencia del Padre lo mejor para nosotros, y lo dispone en la mesa del altar para que lo recibamos. Y así como Cristo nos sirve, nos prepara para que sirvamos al mundo, y lo hagamos parte de su reino de la misma manera. El sacerdocio de Cristo y de los cristianos es un servicio, no un poder, es una entrega sacrificial, no un cómodo negocio.
Cristo sigue ejerciendo un reinado verdadero, porque sigue dando al hombre la gracia que necesita en la vida, la gracia que lo ha hecho ser de otro reino, no de este mundo. Así, si es viral el escepticismo de Pilato, más aún debe serlo el servicio de Cristo, que se continúa en nosotros, que aquí lo recibimos. Recordar que el Señor reina, vestido de majestad, como hace hoy el salmo, nos advierte sobre la gloria que nos ofrece por medio de la vida de la Iglesia; no deberíamos dejarnos llevar por una actitud comodona, egoísta o ambiciosa los que recibimos la gracia fruto del servicio del sacerdote eterno y rey de paz, sino al contrario: aprender de Cristo, que ante la mirada descreída del mundo, es «manso y humilde de corazón».
Diego Figueroa
al ritmo de las celebraciones
Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica
Cristo envió a sus Apóstoles para que, «en su Nombre, proclamasen a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados» (Lc 24,47). «Haced discípulos de todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). La misión de bautizar, por tanto la misión sacramental, está implicada en la misión de evangelizar, porque el sacramento es preparado por la Palabra de Dios y por la fe que es consentimiento a esta Palabra:
“El pueblo de Dios se reúne, sobre todo, por la palabra de Dios vivo […] Necesita la predicación de la palabra para el ministerio mismo de los sacramentos. En efecto, son sacramentos de la fe que nace y se alimenta de la palabra” (PO 4).”
«Los sacramentos están ordenados a la santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en definitiva, a dar culto a Dios, pero, como signos, también tienen un fin instructivo. No sólo suponen la fe, también la fortalecen, la alimentan y la expresan con palabras y acciones; por se llaman sacramentos de la fe” (SC 59).
(Catecismo de la Iglesia Católica, 1122-1123)
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