Comentario Pastoral
HOY ES ADVIENTO
Hoy se estrena un nuevo año litúrgico. Todo comienzo es una mirada hacia el futuro. Desde la óptica cristiana, es recordar una vez más que nuestro Dios es el Dios del futuro, que se hace presente en el hoy de nuestra historia para salvarnos por medio de Jesucristo. Esto es lo que vamos a celebrar durante todo el año a través de los diferentes tiempos litúrgicos.
Hoy empieza este tiempo litúrgico que nos lleva hasta la Navidad. Hoy de una manera nueva se abre nuestro corazón y nuestro espíritu a la esperanza; se acerca nuestra salvación, se acerca nuestra liberación. Dios nos va a salvar, Dios nos está salvando continuamente.
El Adviento es el tiempo de la esperanza. Del Adviento y de la esperanza se ha escrito mucho, incluso puede resultar relativamente fácil hacer filosofía de la esperanza. A veces puede ser también fácil hablar de una esperanza pasiva, casi masoquista, que nos hace cruzar de brazos en espera de tiempos mejores, pero que nos canaliza e incapacita para luchar la esperanza que se vive.
Convertir a un hombre, hacerle nacer a la esperanza es decirle: tú eres amado por Dios. Esto es hacerle nacer de nuevo. Dios le da el ser por el amor. “Jesús viene, y viene para decirnos que tenemos que vivir. Jesús viene y viene para pasarnos de la muerte a la vida”. “Jesús viene para hacernos salir de la frustración y del egoísmo a través de la fe en su total amor”. “El Redentor viene para los que se conviertan de la apostasía”.
Ojalá, que ese Dios, que viene, nos encuentre convertidos, abierto nuestro corazón a la esperanza e intentando remediar la desesperanza de nuestro mundo, que no desaparece conquistas técnicas ni de dinero ni con embotamiento de vicio ni con evasión de drogas.
Ser cristiano es vivir en esperanza, en Adviento continuo, posibilitar siempre la realidad de la Navidad, que nos exige la conversión y un compromiso en la esperanza de este mundo para bautizarla, para cristianizarla para hacerla más auténtica. Desde nuestro trabajo, desde nuestra circunstancia, desde nuestra soledad o incomprensión nosotros tenemos que renacer a la esperanza. Veamos en qué momentos y en qué medida nos hemos sentido comprometidos por la esperanza del mundo y por la esperanza del último, del más pequeño, del hombre que es también nuestro hermano.
Andrés Pardo
Palabra de Dios: | Jeremías 33, 14-16 | Sal 24, 4bc-5ab. 8-9. 10 y 14 |
Tesalonicenses 3, 12-4,2 | san Lucas 21, 25-28. 34-36 |
de la Palabra a la Vida
Para un reino que ha conocido en su historia a grandes reyes, que ha recibido de David y de Salomón la unidad y la sabiduría, la valentía y el culto, escuchar una promesa de un dominio estable, de un verdadero rey, de alguien capaz de mejorar lo que aquellos grandes personajes hicieron, sólo puede suponer una inmensa esperanza. El Adviento es el tiempo de la esperanza: de lo que está por venir. No por probabilidad, no porque, después de tanto sufrir, tiene que venir un tiempo bueno, sino porque Dios ha hecho una promesa a su pueblo.
Sin embargo, esa bondad de Dios se va a manifestar entre nosotros no viniendo de la tierra, sino del cielo. Vendrá, y hasta el cielo, las estrellas, los planetas, lo que pueda parecernos más firme y estable, dará paso a un tiempo nuevo. Es por eso que la esperanza se refiere al Señor y a su vuelta. La esperanza, la virtud teológica, no sugiere un cambio generado entre nosotros, un cambio de golpe en la humanidad, en los gobiernos, en los poderosos… la esperanza cristiana es un anuncio, como escuchamos hoy, de un gran rey, alguien por encima de todo lo creado, “engendrado, no creado”, que venza incluso todo lo establecido por la inexorable muerte.
El Señor anuncia en el evangelio de hoy lo que está por suceder, lo que pasará; anuncia que volverá. ¿Cómo hacer, entonces? “Levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. Quien se haya llenado de amor, quien haya vivido confiado en el Señor, quien haya esperado contemplar este espectáculo con todas sus fuerzas, se verá inundado de una alegría superior, esa alegría que hasta ahora sólo disfrutamos por momentos, cuando tomamos conciencia de que el Señor es grande y poderoso, y que nos cuida llevando todo a su feliz cumplimiento.
Por eso, podemos decir que crecer en el amor es preparar su vuelta, preparar el propio espíritu para su vuelta. Porque el Adviento nos habla de su segunda venida: aunque la realidad de nuestras calles nos habla de la Navidad, de una Navidad informe, sin el Nacido, la realidad de la Palabra de Dios, mucho más sabia, nos sitúa antes en el tiempo de la espera, en el tiempo de su vuelta. Para que comprendamos su Nacimiento, tenemos que tener el corazón lleno de la promesa antigua, de un reinado definitivo, de una plena unidad que se contiene en el Nacimiento, pero que sólo se dará a su vuelta. No nos precipitemos a la Navidad sin estar antes convencidos de su glorioso adviento.
Porque el Adviento es el tiempo que nos enseña a afrontar el presente histórico llenos de amor, y sin amor ahora, la Navidad será un tiempo de compras, reuniones, compromisos y gastos, pero no de amor de Dios. «A ti, Señor, levanto mi alma»: no a las cosas de los hombres, a nuestras esperanzas pobres, sino a ti alzo mi cabeza, lo profundo de mi ser. Esta es la gran lección de la liturgia de la Iglesia en el comienzo del Adviento, y por eso el creyente escucha esta palabra hoy para saber orientarse en este tiempo, para no dejarse llevar por lo pasajero, sino para saborear la venida del Señor: escuchar esta palabra despeja la mente, dejarnos llevar ya por nuestros ritmos, por lo que pasa, la embota. Por eso necesitamos aprender a decidir escuchando. «Tú eres mi Dios y Salvador» es la indicación de lo que es levantar la cabeza, alzar el alma: no nos dejemos llevar por lo que pasa, sino por el Señor que volverá. ¿Yo levanto mi alma? ¿Sé esperar fiado en lo eterno que volverá ante la tentación constante de agarrarme a lo pasajero, lo inmediato y caprichoso? Esto es comprender el Adviento.
Fiémonos del ritmo que nos marca la liturgia de la Iglesia, fiémonos de lo que va queriendo poner cada día, cada domingo, en el corazón: no nos fiemos tanto de lo que es pasajero como de la Palabra que permanece y que tiene hoy, solamente, un anuncio: Volverá.
Diego Figueroa
al ritmo de las celebraciones
Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica
La fe de la Iglesia es anterior a la fe del fiel, el cual es invitado a adherirse a ella.
Cuando la Iglesia celebra los sacramentos confiesa la fe recibida de los apóstoles, de ahí el antiguo adagio: Lex orandi, lex credendi (o: Legem credendi lex statuat supplicandi). «La ley de la oración determine la ley de la fe» (Indiculus, c. 8: DS 246), según Próspero de Aquitania, (siglo V). La ley de la oración es la ley de la fe. La Iglesia cree como ora. La liturgia es un elemento constitutivo de la Tradición santa y viva (cf. DV 8).
Por eso ningún rito sacramental puede ser modificado o manipulado a voluntad del ministro o de la comunidad. Incluso la suprema autoridad de la Iglesia no puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud del servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia.
(Catecismo de la Iglesia Católica, 1124-1125)
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