1.- “En aquellos días el Señor bajó en la nube, habló con Moisés y, apartando algo del espíritu que poseía, se lo pasó a los ancianos” (Nm 11, 25) Allá en el desierto, Israel fue testigo de mil prodigios. Uno de ellos fue el de la nube, que les servía de sombra durante el día y de luz durante la noche. A veces descendía hasta el mismo campamento y se posaba sobre la Tienda. A través de la nube el Señor manifestaba su presencia en medio del pueblo, le animaba y le protegía.
En este pasaje Dios está cerca de los ancianos que ostentaban la autoridad en el pueblo. Llevado del gran amor que tenía a los suyos, les confiere a quienes habían de regir a Israel parte del espíritu que Moisés poseía. Ante el asombro de la multitud, aquellos hombres comenzaron a profetizar, a cantar alabanzas a Dios con palabras inspiradas, con un lenguaje arrebatador.
Dios no se cansa de volcarse en mil detalles de amor, no ceja en su empeño de mostrar a Israel su fuerza y su bondad, intentando así conquistar su confianza, ganarles el corazón… Empeño titánico que tiene poco resultado ente este pueblo de dura cerviz, de corazón de piedra. Como tantas veces tú, como tantas veces yo. Haber recibido innumerables pruebas de cariño y seguir dudando del amor divino. Seguir preocupado por el futuro, perdido en mil hipotéticas situaciones que quizá nunca lleguen a ser realidad. Que Dios sea nuestro Padre y que nosotros vivamos como si no lo fuera… ¡Que pena!
“Habían quedado en el campamento dos del grupo…” (Nm 11, 26) Aquellos dos hombres no habían asistido a la reunión junto a la Tienda de Dios. A pesar de eso, comenzaron a profetizar, pues la fuerza de Yahvé también les había alcanzado. El Señor, dando muestras de su liberalidad, no quiso supeditar su don a un lugar determinado. Cuando le cuentan a Moisés lo ocurrido, Josué que le había ayudado desde siempre, siente celos. No le parece bien que profeticen quienes no habían asistido a la asamblea, y pide a Moisés que se lo prohíba. Pero el caudillo del desierto no se deja llevar por aquella celotipia. Él sabe que Dios es el que da sus dones, sin mérito alguno por parte del que lo recibe. Por eso contesta magnánimo: Ojalá que todo el pueblo recibiera el espíritu de Yahvé y profetizara.
Así hemos de actuar, sin considerarnos dueños ni monopolizadores de los bienes divinos, ni únicos distribuidores de los mismos, sin acaparar nunca los dones del Espíritu. Dios da como quiere y a quien quiere. A nosotros sólo nos queda agradecer los bienes que recibimos y alegrarnos de que también los demás sean objeto de la benevolencia infinita de Dios.
2.- “La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma” (Sal 18, 8) Muchas veces aunque sea de modo inconsciente, consideramos los mandamientos de la Ley de Dios como una cortapisa para nuestra libertad, una rémora para nuestra vida, algo que nos ata y frena. Como si el Señor, al darnos la ley divina, se hubiera propuesto hacernos la vida mas difícil de cuanto ya lo es por sí misma. Aunque sólo sea pensando que Dios es infinitamente bueno y sabio, hablar de esa forma es absurdo e injusto, es ignorar la realidad de las cosas y exponerse a grave peligro de ofender a Dios.
El Señor, podemos estar seguros, al darnos sus mandatos, lo único que pretende es facilitarnos las cosas, ayudarnos a recorrer el largo o corto camino de nuestra vida con la mayor facilidad, mostrándonos cuáles son los mejores senderos para llegar a la meta dorada, aunque a veces nos parezca que no son los más placenteros itinerarios. Nuestro Padre Dios lo que pretende es enseñarnos cuál es la forma más adecuada, para llegar sin ningún percance a nuestro destino. “La ley del Señor es perfecta y es descanso del alma; el precepto del Señor es fiel e instruye al ignorante. La voluntad del Señor es pura y eternamente estable; los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos”.
“Aunque tu siervo vigila para guardarlos con cuidado…” (Sal 18, 12) Los mandatos de Señor alegran el corazón. Para eso precisamente los ha promulgado el Señor, para que seamos felices, para que vivamos con una profunda alegría toda nuestra vida. En la vida terrena, con esta alegría temporal y limitada que este mundo nos puede dar. En la vida eterna, esa que empieza después de la muerte, con una alegría y felicidad definitivas, el gozo que nunca termina.
Sin embargo, Señor, ya lo ves, ya sabes lo que nos pasa. Veo qué es lo mejor, pero hago a veces lo peor. Eso nos viene a decir San Pablo, y esta confidencia suya nos consuela y nos anima, sabiendo que él era como nosotros, del mismo barro y de la misma carne. Y sin embargo, fue un gran apóstol. También el salmo de hoy nos viene a decir algo parecido: “Aunque tu siervo vigila para guardarlos con cuidado, ¿quién conoce sus faltas? Absuélveme de lo que se me oculta, para que no me domine, así quedaré libre e inocente del gran pecado”.
3.- “Ahora, vosotros, los ricos, llorad y lamentaos por las desgracias que os han tocado” (St 5, 1). Ahora, es decir, cuando suene la hora de Dios, cuando cada uno reciba la justa paga de su vida, cuando se haya pronunciado la sentencia más equitativa que jamás se haya escuchado. Entonces vendrán las lágrimas y los lamentos de aquellos que se olvidaron del Padre de los cielos y de los hermanos de la tierra. Esos cuyas riquezas -dice Santiago- están corrompidas y sus vestidos apolillados, esos cuyo oro y cuya plata están llenos de herrumbre.
Cuántas vidas que se gastan en un afán desmedido de acumular riquezas, al precio que sea. Cuánto robo disimulado por la astucia de que es capaz la inagotable imaginación del hombre: cuánto fraude, cuánta cuenta mal echada, cuánta injusticia. Amontonar riquezas sin fin, figurar entre los potentados, o serlo sin figurar para soslayar impuestos, o alejar a molestos pordioseros.
Santiago no es el único que en nombre de Dios recuerda a los ricos su peligrosa situación. Ya los profetas del Antiguo Testamento clamaron con valentía contra las injusticias de su tiempo. Y también Cristo profirió con energía tremendas maldiciones, afirmando que difícilmente entrará un rico en el Reino.
“El jornal defraudado a los obreros que han cosechado vuestros campos está clamando contra vosotros” (St 5, 4) Santiago pone el dedo en la llaga. El mal de los ricos malos está en que sus riquezas han sido mal adquiridas, y en que el destino que se les da se centra en el propio interés… “Los gritos de los segadores han llegado hasta el oído del Señor de los ejércitos”. No es para menos, ya que Dios es claramente propenso a inclinarse en favor de los que sufren; y también porque el sufrimiento de los que padecen es a menudo terrible e insostenible.
“Habéis vivido en este mundo con lujo y entregados al placer. Os habéis cebado para el día de la matanza…” Así termina el texto sagrado de hoy que estamos considerando. Son palabras escritas son sencillez y claridad, sin fáciles demagogias. No hay modo más acertado de describir a los que buscan su provecho y olvidan el de los demás. Es cierto que así se enriquecen sin cesar, pero son como animales que se ceban para la matanza… Ojalá estas palabras valientes y claras nos hagan pensar y reaccionemos antes de que sea demasiado tarde.
4.- “El que no está contra nosotros, está a favor nuestro” (Mc 9, 40) El evangelio de este domingo, como el pasado, nos presenta, una vez más algunos defectos de los apóstoles. Defectos que con la ayuda divina fueron superando a lo largo de su vida. Ejemplo y aliento para nuestra vida personal, tan llena con frecuencia de pequeñas o grandes faltas. También nosotros las podremos superar si luchamos y pedimos con humildad la ayuda del Señor.
Juan fue, sin duda, un hombre apasionado. Por eso quizá era tan amigo de Pedro y tan querido por el Maestro, que tanto aprecia la entrega total, y tanto abomina las medias tintas. Llevado de su carácter apasionado, Juan quiso impedir a uno que no era de los suyos, que echase a los demonios en nombre de Jesús. Se creía tener la exclusiva, le molestaba que otro hiciera el bien sin ser de su grupo.
Jesús recrimina al discípulo amado su conducta. El que no está contra nosotros –le dice–, está a favor nuestro. Más tarde, también San Pablo se mostrará abierto y compresivo con quienes, sin tener siempre la debida rectitud de miras, predican el Evangelio. Con tal de que se predique a Cristo, que importa todo lo demás. Ojalá aprendamos la lección y no nos dejemos llevar por la celotipia. Que no estorbemos jamás el apostolado de los demás, simplemente porque no son de los “nuestros”.
Antonio García Moreno
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