En el pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar se nos narran tres escenas que ocurren en la casa de Simón Pedro y Andrés (cf. Mc 1,29), en Cafarnaúm. Recordemos que Jesús se hospedaba en aquella casa y desde ella salía a predicar a los pueblos de Galilea, junto a sus discípulos (cf. Mc 1,38). Y cuando estaban en la casa muchas personas del pueblo acudían a escuchar a Jesús y ser sanadas por Él. Pues bien, nos dice san Marcos que un día «se juntó tanta gente que no los dejaban ni comer» (Mc 3,20).
Podemos imaginarnos a Jesús sentado en la sala principal rodeado de personas hacinadas, unas sentadas y otras de pie. Nadie estaba ahí por obligación o para cumplir con algún precepto, sino que estaban por propia voluntad, pues deseaban estar junto a Jesús. Sentían la necesidad de escucharle y contemplarle.
Estando así las cosas, llegaron a la casa unos familiares de Jesús con la idea de «llevárselo, porque se decía que estaba fuera de sí» (Mc 3,21). Sabemos que la familia de Jesús era descendiente de David (cf. Mt 1,1-17; Lc 3,23-38). Eso era para sus miembros un gran honor, pero también les hacía ser un importante referente religioso para los otros judíos. Por ello debían cuidar su imagen pública.
Parece que Jesús suscitó dudas y sospechas entre algunos de sus familiares cuando vieron que dejó Nazaret para ser bautizado por san Juan Bautista en el Jordán. Y dichas sospechas las vieron reforzadas cuando después les llegaron noticias de que estaba predicando la conversión y, además, difundía unas ideas religiosas que no se ajustaban a la estricta Ley judía. Y debió de escandalizarles aún más que sanara a enfermos y expulsara «espíritus inmundos». Por ello, sabiendo que solía hospedarse en Cafarnaúm, fueron allí para llevárselo de vuelta a Nazaret.
En tal situación, ¿qué hicieron aquellas sencillas personas que se hacinaban en torno a Jesús? Podemos deducir de las escuetas palabras de san Marcos que no sólo rechazaron la idea de que Él estuviera «fuera de sí», sino que, además, le apoyaron y le defendieron ante aquellos familiares suyos. De haber sucedido lo contrario, san Marcos lo habría indicado.
Después nos dice este evangelista que Jesús recibió otra mala visita. Esta vez se trataba de un grupo de escribas que había bajado desde Jerusalén para reprenderle y acusarle de actuar con el poder de Belcebú, el jefe de los demonios. Es decir, le acusaban de estar endemoniado. Aquella era una acusación muy fuerte.
Pero de nuevo las personas que estaban alrededor de Jesús dieron la cara por Él, pues, escuchándole y contemplándole, habían podido comprobar que sus palabras y actos eran divinos, no demoniacos. E intuían que, acusarle de actuar con el poder de Belcebú era, como el propio Jesús afirmaba, una blasfemia contra el Espíritu Santo (cf. Mc 3,29). Así que aquel grupo de escribas tuvo que regresar a Jerusalén sin haber conseguido desacreditar a Jesús ante sus vecinos.
Por último, llegaron otras personas que querían hablar con Jesús, pero esta vez se trataba de una visita muy buena: eran su madre y algunos familiares muy cercanos que no venían a acusarle de nada, sino todo lo contrario. Sabiendo que otros miembros de la familia habían ido a Cafarnaúm a importunarle, ellos, en cambio, fueron a apoyarle y a animarle a seguir predicando y sanando a la gente.
Y aquí ocurrió algo muy importante. Antes de que saliera de la casa para abrazar a su madre y a sus otros familiares, Jesús, «mirando a los que estaban sentados alrededor» (Mc 3,34), consideró oportuno concederles algo muy valioso: les incorporó a su familia espiritual, porque ellos habían demostrado con creces que hacían la voluntad de Dios Padre, no dejándose llevar por las habladurías ni por los ataques de los escribas.
Pero ¿por qué aquellas mujeres y hombres defendieron a Jesús? Porque escuchándole y contemplándole habían madurado interiormente. Estando junto a Él, a su lado, se habían convertido en buenos discípulos suyos. Por eso le apoyaron en momentos de gran dificultad. Y eso Jesús lo vio y se lo agradeció.
Recordemos que Él proclamó en la sinagoga de Cafarnaúm que había venido a este mundo «a evangelizar a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad y a los ciegos la vista; a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Is 61,1-2; Lc 4,18). En efecto, Jesús sentía un aprecio especial por los humildes y sencillos, y disfrutaba sintiéndose querido y apoyado por ellos. Por eso se esforzaba tanto en ayudarles a madurar interiormente e, incluso, les incorporó a su familia espiritual.
Eran mujeres y hombres que, ante el Evangelio predicado por Jesús, se reconocieron pecadores. Pero en lugar de reaccionar como Adán y Eva, echándole la culpa a otro, se pusieron en manos de Jesús para que les salvara. Apoyándonos en las palabras que hoy san Pablo nos dice en su carta, podemos decir que, esas sencillas personas, si bien tenían el cuerpo avejentado y estropeado por la dureza de su vida campesina, al escuchar y contemplar a Jesús, sintieron cómo su fe en Él les regeneró interiormente. Efectivamente, como hemos proclamado con el salmista: desde lo hondo suplicaron a Jesús y Él –misericordiosamente– les redimió de sus pecados y les indicó la senda de la salvación.
En definitiva, este pasaje del Evangelio nos habla de la importancia de permanecer junto a Jesús escuchándole y contemplándole, reconociendo humildemente nuestros pecados y arrepintiéndonos de ellos, esperando –llenos de fe– que nos guíe hacia la salvación. Sólo así lograremos integrarnos íntimamente en la Iglesia, es decir, en la familia espiritual de Jesús.
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