El evangelista nos presenta de nuevo a Jesús a la orilla del lago y rodeado de mucha gente. Entre sus congregantes no había sólo miembros del pueblo llano. En este caso encontramos también a un jefe de sinagoga. Porque necesitados los hay entre los pobres, pero también entre los ricos y altos dignatarios. Jairo tenía una hija, una niña de doce años, que estaba no sólo enferma, sino moribunda, en las últimas. Así se lo hace saber su padre a Jesús entre sollozos y ruegos insistentes: Mi niña –le dice- está en las últimas; ven, pon las manos sobre ella, para que se cure y viva.
En la petición del padre angustiado no hay exigencias –sólo hay súplica-, pero sí una profunda convicción: si pones tus manos sobre ella se curará y vivirá. Jairo entiende que las manos del Maestro de Nazaret disponen de una fuerza sanadora inusual. Todas las noticias que le llegan de él, el gentío que le rodea y ansía tocarle, le han llevado a esta conclusión: Jesús dispone de una medicina que no tienen los médicos, de un poder de curación que no tiene nadie. Por eso acude a él confiado en poder obtener su favor; por eso insiste sabiendo que sus ruegos serán escuchados. Porque Jesús no sólo es poderoso; también es compasivo.
Y la verdad es que no le hizo esperar. Inmediatamente se fue con él, aunque no sin la gente, que continuaba apretujándose en torno a él. En semejante situación se le aproxima una mujer también enferma, una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía años –doce años, concreta el evangelista-. También ella tiene información de Jesús y de su milagroso poder curativo. Por eso se le acerca sigilosamente, entre la gente, con la intención de tocarle, porque piensa que con sólo tocarle el vestido se curaría.
Con esta simplicidad piensan los sencillos y los imperiosamente necesitados. Tal es su estado de desesperación que se agarran al más mínimo ribete de esperanza. Y al alcanzar su objetivo, siente que ha cesado la fuente de sus hemorragias, se siente curada. Y cuando Jesús, en medio de los apretujones, pregunta por el que lo ha tocado, aquella mujer agraciada se le acerca asustada y temblorosa, como delatada en su atrevimiento, como si hubiera preferido mantener en secreto lo sucedido, y le confiesa todo: su «intrépida» acción y su oculta intención. Pero Jesús no muestra extrañeza ni le echa en cara nada; al contrario, alaba su fe, como si fuera ésta y no él la que le ha curado. En realidad le había curado él con su poder –de él había salido la fuerza curativa-, pero no sin la fe que impulsó a aquella mujer hasta las proximidades de su sanador buscando el contacto milagroso.
Entre tanto, llega la noticia de que la niña moribunda acaba de fallecer. Llegada la muerte, parece que ya no tiene sentido solicitar la intervención del Maestro que cura a los enfermos –no que resucita a los muertos-. Tu hija se ha muerto –le dicen al jefe de la sinagoga-. ¿Para qué molestar más al maestro? Pero Jesús no se arredra ante la noticia de la muerte y le dice al padre de la niña: No temas; basta que tengas fe. El evangelio no refiere cómo encajó aquel padre la noticia de su hija, ni cómo reaccionó a las palabras tranquilizadoras de Jesús. Probablemente el silencio sea el reflejo histórico de lo que realmente sucedió. ¿Qué podía decir aquel padre destrozado? Sólo le quedaba confiar y esperar. Y las palabras de Jesús invitaban a la esperanza. Todo podía suceder.
Cuando llegaron a la casa, Jesús se encuentra con el llanto y las lamentaciones de los familiares y amigos y de manera incomprensible les dice: La niña no está muerta, está dormida. Aquello provocó la burla de todos los que le oyeron. Pero él, refiere el evangelista, los echó fuera a todos y con el padre, la madre y los acompañantes, entró donde estaba la niña, la cogió de la mano y la dijo: Contigo hablo, niña, levántate. Y la niña difunta se puso en pie de inmediato y echó a andar. El impacto tuvo que ser brutal. Se quedaron viendo visiones, dice el evangelio.
Y no era para menos. Desde entonces tuvieron que pensar que a este sanador no se le resistía ni siquiera la muerte. Por tanto, que su poder era ilimitado. No extraña que quisieran proclamarlo rey o caudillo o jefe de la nación. Tampoco extraña que la gente se multiplicase en su entorno y desease tocarle con verdadera ansiedad. Quizá esto mismo explique también que Jesús les insistiese en mantenerlo oculto sin conseguir demasiado, sin éxito alguno. Y es que la magnitud del hecho era tal que no podía quedar en secreto.
Tanto la curación de la hemorroísa como la reanimación de la hija de Jairo son fenómenos que pusieron de manifiesto el poder de Jesús, un poder envuelto en discreción, pero imposible de ocultar, un poder notorio que le atrajo las simpatías de la gente, pero también la animadversión de los adversarios o de quienes vieron en él un peligro para el statu quo político-religioso. Esto explica la creciente oposición que encontraría su actividad y mensaje por parte de las autoridades rectoras del momento. Esto explica en último término la cruz, aunque ésta tenga una causa ulterior. Pero no cabe duda de que estos signos de poder alimentaban la fe de sus seguidores.
La fe en la noticia de tales acciones les llevaba a él, y en él, en su actividad benéfica, esta fe encontraba su refrendo. La noticia de la curación despertaba la fe y la fe provocaba la curación; la curación experimentada, finalmente, refrendaba la fe y la hacía crecer. Es la circularidad de la fe y el signo de credibilidad. Ambas cosas se necesitan para que resplandezca el poder del Señor en la conciencia del hombre o para que el hombre tome conciencia de ese poder que no es sino el poder de Dios: poder creador, poder sanador, poder recreador. No hay diferencia substancial entre uno y otro. Al que lo ha creado todo de la nada, le es posible cualquier transformación en ese todo creado. Lo que hizo Jesús, según todos los relatos evangélicos, fue sólo una muestra de ese poder en el que podemos confiar, puesto que se trata del poder de nuestro Hacedor.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en Teología Patrística
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