El Evangelio de este domingo nos enseña dos tipos de incomprensión que Jesús debió afrontar: la de los escribas y la de sus propios familiares.
La primera incomprensión. Los escribas eran hombres instruidos en las Sagradas Escrituras y encargados de explicarlas al pueblo. Algunos de ellos fueron enviados desde Jerusalén a Galilea, donde la fama de Jesús comenzaba a difundirse, para desacreditarlo a los ojos de la gente: para hacer el oficio de chismoso, desacreditar al otro, quitar la autoridad, esa cosa fea. Y aquellos fueron enviados para hacer esto. Y estos escribas llegan con una acusación precisa y terrible —estos no ahorran medios, van al centro y dicen así: «Está poseído por Beelzebul y por el príncipe de los demonios expulsa los demonios» (v. 22). Es decir, el jefe de los demonios es quien le empuja a Él; que equivale a decir más o menos: «Este es un endemoniado». De hecho, Jesús sanaba a muchos enfermos y ellos quieren hacer creer que lo hacía no con el espíritu de Dios —como lo hacía Jesús—, sino con el del Maligno, con la fuerza del diablo.
Jesús reacciona con palabras fuertes y claras, no tolera esto, porque esos escribas, quizás sin darse cuenta están cayendo en el pecado más grave: negar y blasfemar el Amor de Dios que está presente y obra en Jesús. Y la blasfemia, el pecado contra el Espíritu Santo, es el único pecado imperdonable —así dice Jesús—, porque comienza desde el cierre del corazón a la misericordia de Dios que actúa en Jesús. Pero este episodio contiene una advertencia que nos sirve a todos. De hecho, puede suceder que una envidia fuerte por la bondad y por las buenas obras de una persona pueda empujar a acusarlo falsamente. Y aquí hay un verdadero veneno mortal: la malicia con la que, de un modo premeditado se quiere destruir la buena reputación del otro. ¡Que Dios nos libre de esta terrible tentación! Y si al examinar nuestra conciencia, nos damos cuenta de que esta hierba maligna está brotando dentro de nosotros, vayamos inmediatamente a confesarlo en el sacramento de la penitencia, antes de que se desarrolle y produzca sus efectos perversos, que son incurables. Estad atentos, porque este comportamiento destruye las familias, las amistades, las comunidades e incluso la sociedad.
El Evangelio de hoy también habla de otro malentendido, muy diferente con Jesús: el de sus familiares, quienes estaban preocupados porque su nueva vida itinerante les parecía una locura. (cf. v 21). De hecho, Él se mostró tan disponible para la gente, sobre todo para los enfermos y pecadores, hasta el punto de que ya ni siquiera tenía tiempo para comer. Estaba para la gente. No tenía tiempo ni siquiera para comer. Sus familiares, por lo tanto, decidieron llevarlo de nuevo a Nazaret, a casa. Llegan al lugar donde Jesús está predicando y lo mandan llamar. Le dicen: «He aquí, tu madre, tus hermanos y hermanas están afuera y te buscan» (v.32) y Él responde: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» y mirando a las personas que le rodeaban para escucharlo, añade: «¡He aquí mi madre y mis hermanos! Porque quien cumpla la voluntad de Dios, es mi hermano, mi hermana y mi madre» (vv. 33-34). Jesús ha formado una nueva familia, que ya no se basa en vínculos naturales, sino en la fe en Él, en su amor que nos acoge y nos une entre nosotros, en el Espíritu Santo. Todos aquellos que acogen la palabra de Jesús son hijos de Dios y hermanos entre ellos. Acoger la palabra de Jesús nos hace hermanos entre nosotros y nos hace ser la familia de Jesús. Hablar mal de los demás, destruir la fama de los demás nos vuelve la familia del diablo.
Aquella respuesta de Jesús no es una falta de respeto por su madre y sus familiares. Más bien, para María es el mayor reconocimiento, porque precisamente ella es la perfecta discípula que ha obedecido en todo a la voluntad de Dios. Que nos ayude la Virgen Madre a vivir siempre en comunión con Jesús, reconociendo la obra del Espíritu Santo que actúa en Él y en la Iglesia, regenerando el mundo a una vida nueva.
Papa Francisco, Ángelus, 10 de junio de 2018
En este mundo vivimos en una constante pugna entre el bien y el mal. Hoy Jesús nos evidencia esto en el Evangelio. ¿Sabes cómo enfrentar el mal? Lo primero que hay que recordar es que el bien y el mal no son dos fuerzas iguales o equivalentes que están contrapuestas y que están en lucha. No es como la teoría orientalista del yin-yang, en la cual el bien y el mal son dos fuerzas opuestas pero que son complementarias, y que la una necesita de la otra para poder subsistir. Bueno esto no es así.
Me atrevería a decir en cambio que mientras que el bien sí existe, que es una presencia real, consistente. En realidad, en un sentido, podríamos decir que el mal no existe en sí mismo. Porque no es una presencia. Sino que más bien el mal es una ausencia, es ausencia de bien.
Es como el frío y el calor. El frío, en realidad, tampoco existe en sí mismo. El frío, es simplemente ausencia de calor. Aléjate de la fuente de calor y vas a ver como inmediatamente empiezas a sentir frío. O es también como la luz y la oscuridad. Porque la luz si existe en sí misma, es masa, incluso hasta hasta se puede medir. En cambio la oscuridad no se puede porque la oscuridad es simplemente ausencia de luz. Allí donde apagas la fuente de luz ya empieza a haber oscuridad. Por eso cuando quieres oscurecer una habitación no es que le metes oscuridad a la habitación. No puedes meter la oscuridad. Lo único que puedes hacer es quitarle la luz. Porque la luz sí existe. Y cuando le quitas la luz, ya estás en oscuridad.
Igual sucede con el bien y el mal. El mal en realidad es ausencia de bien. Ahí donde no hay bien empezamos a entrar en el terreno del mal. Parece que aquí no hay terreno neutro. Es por eso que Jesús decía en el Evangelio: el que no está conmigo está en contra de mí, y el que no recoge conmigo ya está desparramando.
Por eso tengamos cuidado cuando alguien dice «no es que yo soy bueno porque no hago nada malo». Oye ten cuidado, creo que estás equivocado. Lo que te vuelve bueno no es no hacer nada malo. Lo que te vuelve bueno es hacer muchas obras buenas. Y creo que ahí hay una diferencia importante.
Algo así ocurre en el Evangelio de hoy. Jesús expulsaba demonios. Pero no porque Él era el príncipe de los demonios como lo querían acusar sino porque Él es Dios. Y cuando la luz aparece, las tinieblas simplemente ya no tienen nada qué hacer y son derrotadas. El Señor nos quiere enseñar que el mal vence a fuerza de bien.
Cuántas veces nos ha ocurrido en la vida que cuando alguien nos ha hecho algo malo queremos solucionar el problema devolviéndole otro mal. Como si mal con mal se convirtiera en bien. Como si a la oscuridad le añadieras otra oscuridad y eso se convirtiera en luz. Pero eso no es así. Mal con mal son dos males, y es un mal más grande todavía. El mal solamente se vence a fuerza de bien; como la oscuridad solamente se derrota encendiendo la luz.
Y creo que podemos ver un criterio para diferenciar las obras buenas de las malas. ¿Sabes cuáles son las buenas? Son aquellas que nos acercan a Dios. Porque el bien no es una cosa, es una persona. El bien es Dios. Por lo tanto, las obras buenas son todas aquellas que nos acercan al Señor.
Yo no sé si me falta un poquito de imaginación pero a mí no se me ocurre ninguna obra que nos aleje de Dios y que podamos decir al mismo tiempo que sea buena. Lo que hace que nuestras obras sean buenas es que nos acercan a Dios.
Hagamos obras buenas para que podamos ser de los parientes de Jesús como dice el Evangelio hoy. Porque Jesús dijo eso: mi madre y mis hermanos son aquellos que cumplen la voluntad de Dios. Eso es justamente lo que hizo María. Por eso Ella es madre. No sólo por llevar a Jesús en el vientre sino porque fue la primera en cumplir la voluntad de Dios. Y que así, siguiendo los planes del Señor podamos brillar con nuestras obras buenas en este mundo.
Tomado de la homilía del P. Juan José Paniagua en YouTube
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