Lecturas: Hch 10, 25-26.34-35.44-48; Sal 97, 1-4; 1Jn 4, 7-10; Jn 15, 9-17
El domingo pasado el Señor nos decía que Él es la vid y nosotros sus sarmientos, y nos pedía “dar fruto”. En el Evangelio de hoy nos habla precisamente de ese fruto: el amor. Es verdad que la palabra “amor” está ya muy manoseada, y para muchas personas cualquier cosa podría recibir ese nombre. Cuando los cristianos hablamos de “AMOR”, estamos hablando de aquel con el que Dios nos quiere. Dios mismo es amor; Él nos amó primero, y la realización más perfecta del amor es la persona y la vida del Señor Jesús.
A todos nos enseñaron en la catequesis aquello de que “los mandamientos de la ley de Dios se resumen en dos: amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo”. Y es que la Ley del Amor, -del amor con mayúsculas-, es el ideal de vida cristiana. Uniendo el Evangelio de hoy con el de la semana pasada, podemos decir que el cristiano que vive en comunión de vida con el Señor produce frutos de amor: “No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido; y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto dure”. “Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor”. Queda claro que la condición para “permanecer en el amor del Señor” es precisamente observar sus mandamientos, de la misma manera que Jesús ha guardado los del Padre. Y esos mandamientos se resumen después en un mandamiento único y fundamental: el Amor. Ante este Dios que nos amó hasta el extremo, nuestra respuesta debe ser la de Jesús: permanecer en el amor, con radicalismo, con hondura; sin egoísmos, ni rebajas. El amor “en cristiano” es darlo todo, darse del todo como Jesús; dar la vida: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.
Es una buena lección la que nos da hoy el Señor. Vale la pena ponerla en práctica. ¡Feliz Pascua!
J. Javier García
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