Fijémonos en las primeras palabras que el Señor Resucitado dirige a sus discípulos al entrar en el recinto cerrado del Cenáculo: «Paz a ustedes». Esta invocación de la paz sobre sus Apóstoles es recurrente. La repite nuevamente luego de alegrarse ellos de verlo resucitado, y al aparecerse nuevamente en el Cenáculo, ocho días después, estando Tomás con ellos.
«Paz a ustedes»: más allá de ser el tradicional saludo hebreo, es el anuncio del don de la auténtica paz que Dios regala a la humanidad entera como fruto de la Cruz y Resurrección de su Hijo. En efecto, en Cristo «estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2Cor 5, 19), «en el misterio pascual se realizó, efectivamente, la reconciliación definitiva de la humanidad con Dios, que es la fuente de todo progreso verdadero hacia la plena pacificación de los hombres y de los pueblos entre sí y con Dios» (S.S. Juan Pablo II).
Para los judíos la paz trae consigo todos los bienes. Por tanto, la paz es sinónimo de plena felicidad. Esta paz sólo puede venir de Dios, como un don de su amor y benevolencia. ¿Por qué esa paz sólo puede ser alcanzada por un don divino, y no ser el fruto de una esforzada construcción humana? ¿De qué paz se trata? Esta paz no es mera ausencia de conflictos exteriores, sino la paz que procede de la reconciliación de las rupturas introducidas en el hombre y en sus relaciones con Dios, consigo mismo, con los demás y con la creación toda por el pecado.
Dicha paz sólo puede ser efecto del perdón sanante de Dios y sólo puede venir al corazón humano como un don de Su misericordia. Él, por medio de su profeta, había prometido a su pueblo que aquella paz llegaría en los tiempos mesiánicos: «Haré con ellos una alianza de paz, que será para ellos una alianza eterna» (Ez 37, 26). Esta paz, fruto de aquella nueva alianza, habría de ser perpetua y definitiva: «la paz no tendrá fin sobre el trono de David y sobre su reino» (Is 9, 6).
En cumplimiento de aquellas antiguas promesas divinas, el Señor resucitado trae y ofrece a los hombres el don divino de la paz, fruto de la nueva y eterna Alianza sellada por Él en el Altar de la Reconciliación. La paz que el Señor Jesús trae a sus discípulos y ofrece a la humanidad entera nace de una profunda reconciliación y renovación del corazón del ser humano. No es el resultado de esfuerzos humanos, sino que es un don que debe ser acogido en la propia vida y luego ser difundido al mundo entero: «Paz a ustedes. Como el Padre me ha enviado, así también los envío yo». Reconciliados, los apóstoles reciben la misión de ser ministros y servidores de la reconciliación: «todo proviene de Dios, que nos reconcilió consigo por Cristo y nos confió el ministerio de la reconciliación» (2Cor 5, 18).
La paz verdadera, la que procede de la definitiva reconciliación del pecador con Dios, consigo mismo, con los hermanos humanos y con la creación toda, ha sido introducida en la historia por la Pascua de Cristo. El Señor Jesús es el único capaz de traer la verdadera y profunda paz al corazón humano porque Él mismo, Dios que se ha hecho hombre para nuestra reconciliación, «es nuestra paz» (Ef 2, 14): con su Cruz derribó los muros del odio y la división «haciendo las paces, para crear, en Él, un solo hombre nuevo» (Ef 2, 15).
Signo elocuente de esta nueva creación realizada es el Espíritu que Él, resucitado, sopla sobre sus Apóstoles. Este soplo trae a la mente el momento en que Dios hace del ser humano un ser viviente (ver Gén 2, 7), así como también la gran promesa hecha por Dios a su pueblo: «les daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un espíritu nuevo» (Ez 36, 26). El amor de Dios derramado en los corazones humanos por el Espíritu (ver Rom 5, 5), es vida, es amor que reconcilia, es amor que une en una misma comunión a quienes antes estaban dispersos o divididos por el pecado (ver 1ª. lectura).
La comunión entre los creyentes tiene en el Señor Jesús su centro indiscutible. Quien cree que Él es el enviado del Padre, «vence al mundo», la cultura de muerte que se opone a Dios y a sus designios (ver 2ª. lectura), y permanece en comunión con Dios y con los hermanos. Se trata de una fe nutrida de amor, que se expresa en una vida que guarda los mandamientos y enseñanzas divinas, una vida recta que se cimienta en el Plan divino.
¿Cuántos se ven afligidos día a día por experiencias de vacío, de soledad, de tristeza e infelicidad, de dolor y sufrimiento ya sea físico, psicológico o espiritual, de amarguras y resentimientos, de impaciencias, de incomprensiones y pleitos? ¿Cuántos experimentan conflictos interiores que devienen en tantas ansiedades, miedos y temores? ¿Cuántos al experimentar la falta de armonía interior anhelan intensamente la paz?
Muchos, al no saber donde encontrar esa paz del corazón que consigo trae la alegría y el gozo profundo, no hacen sino recorrer desquiciadamente los caminos de la evasión. La diversión superficial, la alegría efímera, las borracheras, el gozo o el placer de momento, parecen hacer olvidar la a veces insoportable carga de angustia y dolor que oprime el corazón. Tales “soluciones” o salidas fáciles no traen sino una falsa paz, una efímera euforia. ¿Cuántos lloran en secreto, mientras externamente fuerzan la sonrisa y la alegría, queriendo olvidar y esconder su propia carga de sufrimiento y angustia porque no saben qué hacer con ella? El remedio que ofrece la cultura de muerte termina siendo peor que la enfermedad, y aquello que parece llenar un vacío y traer el consuelo a un corazón roto y dividido interiormente, al pasar el efecto paliativo no trae sino una mayor carga de frustración, de angustia, una mayor sensación de vacío, de soledad y sinsentido en la vida. Atrapados en esa espiral desgastante, sin saber dónde o sin querer buscar la fuente de la verdadera paz, no hacen sino consumir “dosis” cada vez más elevadas de la misma “droga”.
Otros tantos se lanzan a la búsqueda de la paz y armonía interior siguiendo llamativas y “novedosas” doctrinas, terapias, filosofías, prácticas, religiones orientales o pseudo-religiones. Cada uno es libre de tomar el camino que quiera, pero lo triste y paradójico es que muchos católicos, al escuchar a los maestros y gurús de moda, explícita o implícitamente han dejado de escuchar a Cristo —fuente última de la paz verdadera— y las enseñanzas que Él confió a Su Iglesia. ¡Qué actuales son estas palabras, dirigidas por Dios a su pueblo por medio del profeta: «Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen» (Jer 2,13)!
Para encontrar el remedio adecuado es necesario un buen diagnóstico. ¿De dónde viene la falta de armonía y paz interior que experimenta el ser humano? ¿Por qué yo mismo me experimento tantas veces roto y dividido interiormente? La revelación sale a nuestro encuentro: la falta de armonía y paz interior tiene su origen en el pecado, en la rebeldía del hombre frente a Dios y sus amorosos designios. Al romper con Dios el ser humano se quiebra interiormente y cae en un proceso de desintegración incluso psíquica, rompe la comunión con sus hermanos humanos y con toda la creación. El pecado, lejos de llevar al ser humano a su plenitud y a la gloria divina —como sinuosamente había sugerido la antigua serpiente (ver Gén 3,5)— se volvió contra él mismo, hundiéndolo en el abismo de la muerte. En efecto, al romper con la Fuente de su misma vida y amor la criatura humana se quebró interiormente ella misma, ingresando de este modo en un proceso de desintegración incluso psíquica, rompiendo asimismo la comunión con sus hermanos humanos y con toda la creación. Frutos amargos de esta cuádruple ruptura son la pérdida de la paz y armonía interior, que se expresan en la experiencia de vacío, soledad, tristeza, infelicidad, amargura, ansiedades, etc. De esa falta de paz y armonía en el corazón humano surgen todas las contiendas, rencillas, divisiones e incluso guerras entre los pueblos.
¿Cuál es el remedio? ¿Dónde encontramos la verdadera y profunda paz que anhelan nuestros inquietos corazones? En Cristo, recuerda San Pablo, «estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2Cor 5,19). Porque Dios nos ama, nos ha enviado a su propio Hijo para que en Él encontremos la paz que tanto necesitamos: «¡Él es nuestra paz!» (Ef 2,14). Él, cargando sobre sí nuestros pecados, reconciliándonos con el Padre en la Cruz, nos abre el camino a una profunda reconciliación y armonía con nosotros mismos, con todos los hermanos humanos y con toda la creación.
«¡La paz contigo!», nos dice el Señor también a nosotros, invitándonos a acoger el don de la paz y reconciliación que Él nos ha obtenido por su Pasión, Muerte y Resurrección, invitándonos a acogerlo a Él mismo en nuestras vidas y convertirnos también nosotros en agentes de reconciliación en nuestra familia, en nuestros círculos de amigos y ambientes en los que trabajamos o estudiamos.
Las apariciones del Resucitado
641: María Magdalena y las santas mujeres, que iban a embalsamar el cuerpo de Jesús enterrado a prisa en la tarde del Viernes Santo por la llegada del Sábado, fueron las primeras en encontrar al Resucitado. Así las mujeres fueron las primeras mensajeras de la Resurrección de Cristo para los propios Apóstoles. Jesús se apareció en seguida a ellos, primero a Pedro, después a los Doce. Pedro, llamado a confirmar en la fe a sus hermanos, ve por tanto al Resucitado antes que los demás y sobre su testimonio es sobre el que la comunidad exclama: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24,34).
642: Todo lo que sucedió en estas jornadas pascuales compromete a cada uno de los Apóstoles —y a Pedro en particular— en la construcción de la era nueva que comenzó en la mañana de Pascua. Como testigos del Resucitado, los Apóstoles son las piedras de fundación de su Iglesia. La fe de la primera comunidad de creyentes se funda en el testimonio de hombres concretos, conocidos de los cristianos y, para la mayoría, viviendo entre ellos todavía. Estos «testigos de la Resurrección de Cristo» (ver Hech 1,22) son ante todo Pedro y los Doce, pero no solamente ellos: Pablo habla claramente de más de quinientas personas a las que se apareció Jesús en una sola vez, además de Santiago y de todos los Apóstoles (ver 1 Cor 15,4-8).
643: Ante estos testimonios es imposible interpretar la Resurrección de Cristo fuera del orden físico, y no reconocerlo como un hecho histórico. Sabemos por los hechos que la fe de los discípulos fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro, anunciada por Él de antemano. La sacudida provocada por la pasión fue tan grande que (por lo menos, algunos de ellos) no creyeron tan pronto en la noticia de la resurrección. Los evangelios, lejos de mostrarnos una comunidad arrobada por una exaltación mística, nos presentan a los discípulos abatidos y asustados. Por eso no creyeron a las santas mujeres que regresaban del sepulcro y «sus palabras les parecían como desatinos» (Lc 24,11). Cuando Jesús se manifiesta a los once en la tarde de Pascua, «les echó en cara su incredulidad y su dureza de cabeza por no haber creído a quienes le habían visto resucitado» (Mc 16,14).
644: Tan imposible les parece la cosa que, incluso puestos ante la realidad de Jesús resucitado, los discípulos dudan todavía: creen ver un espíritu. «No acaban de creerlo a causa de la alegría y estaban asombrados» (Lc 24,41). Tomás conocerá la misma prueba de la duda y, en la última aparición en Galilea referida por Mateo, «algunos sin embargo dudaron» (Mt 28,17). Por esto la hipótesis según la cual la resurrección habría sido un «producto» de la fe (o de la credulidad) de los Apóstoles no tiene consistencia. Muy al contrario, su fe en la Resurrección nació —bajo la acción de la gracia divina— de la experiencia directa de la realidad de Jesús resucitado.
El estado de la humanidad resucitada de Cristo
645: Jesús resucitado establece con sus discípulos relaciones directas mediante el tacto (ver Lc 24,39; Jn 20,27) y el compartir la comida (ver Lc 24,30.41-43; Jn 21,9.13-15). Les invita así a reconocer que Él no es un espíritu (ver Lc 24,39), pero sobre todo a que comprueben que el cuerpo resucitado con el que se presenta ante ellos es el mismo que ha sido martirizado y crucificado, ya que sigue llevando las huellas de su pasión (ver Lc 24,40; Jn 20,20.27). Este cuerpo auténtico y real posee, sin embargo, al mismo tiempo, las propiedades nuevas de un cuerpo glorioso: no está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere (ver Mt 28,9.16-17; Lc 24,15.36; Jn 20,14.19.26; 21,4) porque su humanidad ya no puede ser retenida en la tierra y no pertenece ya más que al dominio divino del Padre (ver Jn 20,17). Por esta razón también Jesús resucitado es soberanamente libre de aparecer como quiere: bajo la apariencia de un jardinero (ver Jn 20,14-15) o «bajo otra figura» (Mc 16,12) distinta de la que les era familiar a los discípulos, y eso para suscitar su fe (ver Jn 20,14.16; 21,4.7).
La paz viene por la reconciliación
1468: «Toda la virtud de la penitencia reside en que nos restituye a la gracia de Dios y nos une con Él con profunda amistad». El fin y el efecto de este sacramento son, pues, la reconciliación con Dios. En los que reciben el sacramento de la Penitencia con un corazón contrito y con una disposición religiosa, «tiene como resultado la paz y la tranquilidad de la conciencia, a las que acompaña un profundo consuelo espiritual». En efecto, el sacramento de la reconciliación con Dios produce una verdadera «resurrección espiritual», una restitución de la dignidad y de los bienes de la vida de los hijos de Dios, el más precioso de los cuales es la amistad de Dios.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Deja tu comentario