«Estén siempre alegres en el Señor; se los repito, estén alegres. El Señor está cerca» (Flp 4, 4-5).
Con estas palabras el Apóstol San Pablo exhortaba a los cristianos de Filipo a mantener viva la alegría que se alimenta de la conciencia de que el Señor está cerca, de la esperanza de su triunfo definitivo cuando Él venga glorioso al final de los tiempos.
Es la misma invitación que hace a los cristianos de Tesalónica: «Estén siempre alegres» (Segunda lectura). Esta alegría cristiana que se nutre de la esperanza en el fiel cumplimiento de las promesas de Cristo debe ir acompañada de la oración constante, de una ininterrumpida acción de gracias a Dios, de un reverente cuidado por mantener vivo el fuego del Espíritu en los corazones, de un discernimiento continuo que lleva a rechazar el mal y hacer el bien. Manteniendo estas actitudes el cristiano es santificado por Dios, que lo conservar íntegro «hasta [el día de] la venida de nuestro Señor Jesucristo» (1Tes 5, 23).
En vez del Salmo responsorial la liturgia de este Domingo nos invita a asociarnos al Cántico de María, conocido como el “Magníficat”. En este Cántico María expresa ante Isabel todo su gozo y júbilo por la presencia de Dios en medio de su pueblo: Ella misma, elegida por Dios y gracias a su “sí” generoso y valiente, se ha convertido en Arca de la Nueva Alianza, la Virgen Madre Portadora del Emmanuel, Dios-con-nosotros (ver Is 7,14).
María «desborda de gozo con el Señor» (ver Primera Lectura). Ella, la «llena de gracia» (Lc 1,28), se alegra con un gozo inefable, porque «el Señor está contigo» (Lc 1,28), y porque en Ella se cumplen las promesas mesiánicas, las promesas que Dios había hecho a su pueblo de enviar a un Mesías Salvador. A ella se dirige la invitación a una alegría desbordante, porque Dios en Ella ha tomado carne, porque Dios en Ella se ha hecho hombre para salvar «a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21): «¡Exulta sin freno, hija de Sión, grita de alegría, hija de Jerusalén! He aquí que viene a ti tu rey…» (Zac 9,9)
La alegría por la presencia del Señor es eminentemente difusiva y se torna ansia comunicativa. Isabel es receptora de aquella intensa alegría que María irradia y proclama en el momento del encuentro, y lo es también el niño que ella llevaba en sus entrañas: «en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno» (Lc 1,41).
Aquel niño es Juan, aquél que en los designios de Dios tendrá una singular misión: «a muchos de los hijos de Israel, les convertirá al Señor su Dios, e irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos, y a los rebeldes a la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lc 1,15-17, ver vv. 67-76).
Juan vivió en el desierto hasta que llegó «el día de su manifestación a Israel» (Lc 1, 80): entonces «fue dirigida la palabra de Dios a Juan, hijo de Zacarías, en el desierto. Y se fue por toda la región del Jordán proclamando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: “Voz del que clama en el desierto: Preparen el camino del Señor, enderecen sus sendas; todo barranco será rellenado, todo monte y colina será rebajado, lo tortuoso se hará recto y las asperezas serán caminos llanos. Y todos verán la salvación de Dios”» (Lc 3, 1-6).
Juan, el mayor entre todos los profetas (ver Lc 7, 28), estaba llamado a preparar la llegada del Mesías. Por su mensaje y su porte moral llegó a ser un personaje importante e influyente. Algunos llegaron a pensar incluso que él podía ser el Mesías esperado (ver Lc 3, 15). Sin embargo, al ser preguntado, «Él confesó sin reservas: “Yo no soy el Mesías”» (Evangelio). Al continuar el cuestionamiento, negó que fuese “Elías” o “el Profeta”.
La fama y la grandeza no cegaron a Juan. Él sabía bien que detrás de él venía «el que es más fuerte que yo, y no soy digno de desatarle la correa de sus sandalias» (Lc 3, 16). Él sabía muy bien que él no era el Mesías, pero que el Mesías ya estaba entre ellos: «en medio de ustedes hay uno que no conocen, que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de su sandalia». En Él Dios se ha acercado a su pueblo de un modo impensado: el Señor Jesús es Dios mismo que se ha hecho hombre para redimir y reconciliar a la humanidad entera. Juan tan sólo es su Precursor, el que invita a todos a convertirse del mal al bien, a enderezar las sendas y preparar los caminos para su llegada.
LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA
En esta tercera semana de Adviento la Iglesia, haciendo eco de la exhortación del apóstol Pablo, quiere despertar en todos sus hijos e hijas sentimientos de profunda alegría: «¡Estén siempre alegres!» (1Tes 5,16; Flp 4,4).
La causa de esta alegría es la conciencia de que «el Señor está cerca» (Flp 4,5). Sí, la razón de la alegría que debe inundar hoy y cada día a los cristianos es la certeza de que el Señor “está cerca”, es decir, que se ha acercado a nosotros de una manera inaudita, que en Jesucristo se ha hecho hombre por amor a nosotros, y que el mismo que murió en la Cruz para reconciliarnos, resucitó al tercer día y subió a los Cielos, volverá con gloria y poder al final de los tiempos. Esa esperanza, la esperanza de que Cristo cumplirá sus promesas y nos hará partícipes de su mismo triunfo sobre el pecado y la muerte, es la que debe nutrir cada día nuestra alegría y gozo, aún en medio de las situaciones más duras o dolorosas por las que podamos atravesar algún día o estemos atravesando actualmente.
Mas para que esta alegría nos inunde, permanezca siempre en nosotros y se irradie a los demás no basta con tomar conciencia de que Dios se ha acercado a nosotros haciéndose uno como nosotros, y que vendrá con gloria al final de los tiempos: es necesario también que cada cual salga a su encuentro para acogerlo en “su casa”, en lo íntimo de su ser, que cada cual se deje iluminar y trasformar por Cristo en el hoy de su existencia.
¡Qué importante es dejarnos “alcanzar” e iluminar por Cristo! Es de esta Luz de la que vino a dar testimonio Juan el Bautista: Jesucristo, el Hijo del Padre, Dios y hombre perfecto, es «la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). Sólo en Cristo «se aclara verdaderamente el misterio del hombre», sólo Él «manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre su altísima vocación» (Gaudium et spes, 22). Sólo iluminados por Él podemos responder plenamente a la pregunta dirigida entonces al Bautista, dirigida hoy también a cada uno de nosotros: Y tú, ¿quién eres? ¿Qué dices tú de ti mismo, de ti misma?
Sólo quien responde adecuadamente a la pregunta sobre su propia identidad puede comprender también cuál es su misión en el mundo y puede así, con la fuerza del Señor, recorrer el camino que conduce a su plena realización humana y aportar decisivamente al cambio del mundo, a la construcción de una Civilización del Amor.
Conoce su verdadera identidad quien conoce a Cristo. Se realiza verdaderamente como hombre, como mujer, quien aprende de Cristo, quien se asemeja a Él por el amor, quien modela su vida en quien es el Hombre perfecto, modelo y maestro de auténtica y plena humanidad. ¿Quieres ser feliz? ¿Quieres encontrar la alegría plena (ver Jn 15,11) que nada ni nadie pueda arrebatarte jamás (ver Jn 16,22)? Sólo en Él podemos comprender plenamente el misterio insondable que somos cada uno de nosotros, así como el camino que conduce a nuestra realización como seres humanos, como personas, como hombres o mujeres que somos. Si creces día a día en tu amoroso conocimiento del Señor Jesús, si junto con ese conocimiento de la identidad y persona de Jesucristo creces también en tu amor a Él, ten la certeza de que también crecerás en un auténtico conocimiento de ti mismo, de ti misma, y que en ese conocimiento descubrirás la inmensa grandeza de tu vida así como la grandiosa misión que Dios en su amorosa providencia te tiene reservada.
Una vez conocida tu identidad y misión, fortalecido con la gracia de Dios y perseverando siempre en la oración, esfuérzate día a día en ser lo que estás llamado a ser. Entonces, aún cuando ello signifique abrazarte a la cruz, conocerás lo que es la verdadera alegría cristiana y humana, alegría de la que tú debes dar testimonio a tantos en esta Navidad y más allá de esta Navidad, cada día de tu vida. Al irradiar la alegría que nos viene de la presencia del Señor en nosotros, muchos, que andan tan frustrados por no encontrar en el mundo una alegría que sea duradera, se dirán a sí mismos: “¡yo también quiero esa alegría para mí, esa alegría que veo en ti!” La alegría que irradies puede arrastrar a muchos al encuentro con el Señor, fuente y causa de nuestra alegría.
Así como el Bautista tú también estás llamado a preparar el camino al Señor irradiando la alegría que es fruto del encuentro con Cristo, de Él que viene a ti de diversos modos y de ti que te haces sensible a su presencia, que lo acoges, que escuchas lo que te dice y lo pones por obra. Con esa alegría que procede del encuentro cotidiano con el Señor, procura mostrarte siempre alegre en todo lo que hagas (ver 1Tes 5,16; 2Cor 6,10).
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