1.- “Consolad, consolad a mi pueblo…” (Is 40, 1) El pueblo elegido estaba desterrado y gemía a las orillas de los ríos de Babilonia, colgadas las cítaras en los sauces de la orilla, mudas las viejas y alegres canciones patrias. Años de exilio después de una terrible derrota e invasión que asoló la tierra, el venerado templo de la Ciudad Santa convertida en un montón de escombros y cenizas. El rey y los nobles fueron torturados y ejecutados en su mayoría, mientras que la gente sencilla era conducida, como animales en manadas, hacia nuevas tierras que labrar en provecho de los vencedores.
Pero Dios no se había olvidado de su pueblo, a pesar de aquel tremendo castigo infligido a sus maldades. En medio del doloroso destierro resonaría otra vez un canto de la consolación, cuya melodía y con el que se vislumbra y promete un nuevo éxodo hacia la tierra prometida, un retorno gozoso en el que el Señor, más directamente aún que antes, se pondría al frente de su pueblo para guiarlo lo mismo que el buen pastor guía a su rebaño, para conducirlo seguro y alegre a la tierra soñada de la leche y la miel.
“Una voz grita: En el desierto preparadle un camino al Señor…” (Is 40, 3) “Súbete a lo alto de un monte -dice el poema sagrado-, levanta la voz, heraldo de Sión, grita sin miedo a las ciudades de Judá que Dios se acerca”. Que preparen los caminos, que enderecen lo torcido, que allanen lo abrupto, que cada uno limpie su alma con un arrepentimiento sincero y una penitencia purificadora. Llega el gran Rey con ánimo de morar en nuestros corazones, de entablar nuevamente una amistad profunda con cada uno de nosotros. Por eso es preciso prepararse, despertar en el alma el dolor de amor herido por ofenderle, el ansia de reparar nuestras culpas y el deseo de hacer una buena confesión para recomenzar una vida limpia y alegre.
El Señor llega cargado de bienes, él mismo es ya el Bien supremo. Viene con el deseo de perdonar y de olvidar, de prodigar su generosidad divina para con nuestra pobreza humana. Viene con poder y gloria, con promesas y realidades que colmen la permanente insatisfacción de nuestra vida. Este pensamiento de la venida inminente de Jesús, niño inerme en brazos de Santa María, ha de llenarnos de ternura y gozo, ha de movernos a rectificar nuestros malos pasos y enderezarlos hacia Dios.
2.- “Voy a escuchar lo que dice el Señor…” (Sal 84, 9) Qué importante es el decidirse a escuchar al Señor. No sólo oírle, sino sobre todo escucharle. Porque oír, quizá le oigamos muchas veces. De hecho Dios nos habla continuamente. En la santa Misa sobre todo. Hay momentos en que sus palabras, las suyas realmente, llegan claras y distintas hasta nuestros oídos. Y también en otras muchas ocasiones y de formas diversas nos llegan las palabras del Señor: Por medio de un acontecimiento triste o gozoso que nos hace pensar, a través de un amigo que nos da un consejo, de un desconocido quizá que dice algo que nos llega muy dentro.
Pero la mayoría de las veces nos limitamos a oír. De momento quizá nos impresiona lo que oímos, nos produce una cierta inquietud; pero todo eso se pasa pronto, sin dejar ninguna huella, sin repercutir en nuestra vida. Y es que nos contentamos con oír, no escuchamos. Es decir, tenemos una actitud meramente pasiva, oímos pero no escuchamos, sabemos que Dios nos llama pero no le respondemos, recibimos pero no damos.
“La salvación está cerca de sus fieles…” (Sal 84, 10) Los que escuchan, los que ponen interés en las cosas de Dios, los que luchan por responder a las exigencias de la fe, los que no se contentan con oír sino que pasan, o tratan al menos de pasar, a las obras, esos son los realmente fieles. Y de esos que se esfuerzan y combaten está muy cerca la salvación. Tan cerca, tan cerca que si siguen así ya están casi salvados, eternamente salvados, liberados para siempre del mal que lo es de verdad, la condenación eterna.
Vamos, pues, a incorporarnos al ejército de los que pelean con ilusión y esperanza las refriegas de cada día. Esos combates hechos de pequeñas renuncias, de sencillos deberes que se repiten una y otra vez. Si lo hacemos podremos estar seguros de nuestra salvación definitiva. Sí, está seguro. Si eres fiel hasta la muerte, recibirás la corona de la vida.
3.- “El Señor no tarda en cumplir su promesa como creen algunos” (2 P 3, 9) Los temas de la espera siguen aflorando en los textos sagrados de la liturgia de Adviento. Hoy nos recuerda la Iglesia que el retraso de Dios es tan sólo aparente. No perdáis de vista una cosa, nos dice: para el Señor un día es como mil años y mil años como un día. Es decir, Dios está por encima del tiempo. Él posee toda la eternidad para cumplir su promesa. Lo que ocurre es que tiene mucha paciencia con nosotros y no quiere que nadie perezca, sino que todos se salven por medio de una auténtica conversión, un verdadero cambio de vida.
El día del Señor llegará como un ladrón. Y el ladrón llega cuando menos se le espera; llega de noche, a escondidas. Dios ha querido que sea así para que vivamos siempre en actitud de Adviento, de espera, en postura de vigilancia, con la ansiedad y el anhelo de quien aguarda la llegada de la persona amada, con el cuidado y el esmero del que sabe que de un momento a otro puede ocurrir algo realmente importante.
Entonces el cielo desaparecerá con gran estrépito; los elementos se desintegrarán abrasados y la tierra con todas sus obras se consumirá. “Si todo este mundo se va a deshacer de este modo, ¡qué santa y piadosa ha de ser nuestra vida!”.
“Esperad y apresurad la venida del Señor, cuando desaparecerán los cielos consumidos por el fuego…” (2 P 3, 12)Parece que nunca ocurrirá eso. Lo vemos todo tan sólido, tan firme, tan seguro, que no podemos imaginarnos el caos total. El Sol, que sigue su breve recorrido en invierno; la Luna, que cambia continuamente; el viento, la lluvia, la escarcha de las mañanas blancas de diciembre, todo camina por la misma senda de cada año.
Y, sin embargo, cada vez es más fácil que todo se nos venga abajo, como un castillo de arena… Pero nosotros, confiados en la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva en que habite la justicia. Nuestra espera no está teñida por la angustia o la zozobra, no lleva en sí la tristura o nostalgia, amargura o miedo. Tiene tan sólo la dulce confianza del que sabe que al fin llegará Jesús como Salvador.
“Por tanto, queridos hermanos, mientras esperáis acontecimientos tales, procurad que Dios os encuentre en paz con él, inmaculados e irreprochables”. Esto es lo importante: vivir siempre preparados para recibir la llegada del Señor, vivir en tensión dinámica y amorosa hacia Dios.
4.- “Una voz grita en el desierto… “(Mc 1, 3) Cuando Juan Bautista comenzaba su predicación había en Israel un clima de gran tensión político-religiosa. El Pueblo elegido estaba bajo el yugo de Roma que ejercía su poder con la fuerza de sus legiones y la rapaz astucia de sus procuradores. Para colmo de males quienes gobernaban en la Galilea y en la región nordeste eran dos hijos de Herodes el Grande, Heredes Antipas y Herodes Filipo. Todos descendientes de los idumeos y pertenecientes, por tanto, a la gentilidad, a los malditos “Goyim”, considerados impuros por los judíos. Esa situación era para Israel un insulto permanente. Esto, unido a las profecías sobre la venida ya inminente del Mesías, provocaba en los ánimos el anhelo y la esperanza.
La voz de Juan resuena en el desierto, lo mismo que resonó la voz de Moisés. El nuevo éxodo que anunciara Isaías comenzaba a realizarse. Pero en este nuevo tránsito por el desierto no será otro hombre quien los guíe: será el mismo Yahvé, el mismo Dios que se hace hombre en el seno de una Virgen, Jesucristo. Ante esa realidad próxima a cumplirse, el mensajero del nuevo Rey clama a voz en grito que se allanen los caminos del alma, que se preparen los espíritus para salir al encuentro de Cristo.
Su mensaje sigue válido en nuestros días. La Iglesia, al llegar el Adviento, lo actualiza con el mismo vigor y energía, con la misma urgencia y claridad: “Convertíos porque está cerca el Reino de los Cielos… Preparad el camino del Señor, allanad su sendero”. Sí, también hoy es preciso que cambiemos de conducta, también hoy es necesaria una profunda conversión: Arrepentirnos sinceramente de nuestras faltas y pecados, confesarnos humildemente ante el ministro del perdón de Dios, reparar el daño que hicimos y emprender una nueva vida de santidad y justicia.
El Bautista apoya con el testimonio de su vida el contenido de sus palabras. Su misma conducta austera y penitente es ya un clamor de urgencia que ha de resonar en nuestro interior de hombres aburguesados, medio derruidos por el confort y la molicie, acallados muchas veces por el respeto humano y por la cobardía de no querer complicarnos la vida: “Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a escapar de la ira inminente?… Ya toca el hacha la base de los árboles, y el árbol que no da fruto será talado y arrojado al fuego”. Meditemos estas palabras, reflexionemos en la presencia de Dios, imploremos su ayuda para rectificar y prepararnos así a recibirle como él se merece.
Antonio García Moreno
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