A veces asumimos como algo “natural” de nuestra fe lo que es un misterio enorme. Así sucede con el misterio de la vida eterna, del cielo, de vivir en la casa de Dios para siempre. Pensemos, desde lo cercano: ¿A quién dejaríamos nosotros las llaves de nuestra casa? ¿A quién daríamos poder absoluto para decidir sobre unos u otros invitados en ella? El Señor pone en manos del pescador el cuidado de su casa del cielo. Su respuesta creyente hace de él administrador, cuidador sorprendente del lugar más luminoso y feliz que se pueda imaginar. De nuevo nos encontramos, por tercera semana consecutiva, la importancia de una respuesta creyente, como la del mismo Pedro en el lago de Galilea o de la mujer cananea en Tiro y Sidón.
Sin embargo, lo que sostiene la respuesta del pescador, lo que fundamenta el acierto de sus palabras y, sobre todo, la promesa de Cristo, es su fidelidad. Cuando la Iglesia le dice en el salmo: “no abandones la obra de tus manos”, en realidad está reconociendo que no la va a abandonar, que va a perseverar en ella. El Tiempo Ordinario es siempre una invitación a fijamos en el misterio de la constancia de Dios, que se manifiesta en nuestra vida a través de la debilidad,para que no nos cueste advertir que la vida no es obra nuestra, que el seguimiento de Jesucristo y la construcción de su Reino no son una decisión calculada por nuestra parte, sino una decisión amorosa y firme por la suya.
Por eso, Pedro no será como Sobná, mayordomo de palacio, que perderá las llaves del mismo por su infidelidad: en Pedro la Iglesia ve con asombro cómo la debilidad, el pecado del pescador, se verán curados por la inmensa fidelidad del Hijo que persevera en su promesa inicial con una confianza mayor. La confesión de Pedro da pie a las palabras confiadas del Señor: “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. En la medida en la que Pedro aprenda a vivir en el misterio de Cristo, en la presencia constante y oculta del Señor, se fortalecerá el vínculo entre la Iglesia y Cristo.
El magnífico hogar al que el Señor ha ido a prepararnos sitio y del que ha entregado las llaves a Pedro para que abra y cierre según su criterio tiene una puerta de entrada que no es la fidelidad de Pedro, sino la fidelidad de Cristo. Este escándalo sólo puede ser acogido con humildad, sólo como experiencia de fidelidad del Señor, pues la obra que sale de las manos de Dios se ha construido con una piedra angular que es Cristo, y Él la sostiene, como signo de su fidelidad que nosotros podemos contemplar y en el que podemos alojamos. No nosotros, no nuestros méritos, ni mucho menos nuestros derechos, es todo obra de la gracia de Dios, don suyo.
Entrar en la Iglesia, en la celebración de la Iglesia, es participar en el misterio de la fidelidad de Dios, requiere una actitud necesaria para que sea fructífero, para que de verdad nos sintamos acogidos en casa: no lo hemos hecho nosotros, no estamos por mérito nuestro en esa casa ni participando de esos misterios porque hagamos las cosas muy bien. Solamente así Pedro puede tomar en sus manos las llaves que Cristo le entrega, no por sabiduría propia, “de la carne y de la sangre”, sino “del Padre que está en los cielos”. Y celebrar en la Iglesia significa que el Señor no abandona la obra de sus manos, la obra de la liturgia, obra de la Santísima Trinidad.
¿Cómo podría el corazón de Pedro creerse digno del cielo por esas llaves? ¿cómo nos dejaríamos engañar nosotros por nuestra vanidad y creernos dignos del cielo por participar en los misterios? No lo somos, pero estamos unidos al Señor, que sí que lo es, y que nos hace dignos. Vivir en la Iglesia y celebrar en la Iglesia nos han de hacer trabajar entonces lo que Pedro al recibir el encargo del Maestro: acoger lo que se nos da por mérito del Señor, por la santidad de Cristo.
Diego Figueroa
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