31 octubre 2021

Comentario del Domingo XXXI de Tiempo Ordinario

 En cierta ocasión, nos dice el evangelista, se acercó a Jesús un letrado con una pregunta que no parece escondiera ninguna intención aviesa: ¿Qué mandamiento es el primero de todos? Evidentemente, no se trata de “primero” en el orden expositivo, sino en el orden estimativo: el primero en importancia; el primero por ser aquel que debe ser tenido más en cuenta o que sostiene todos los demás. Probablemente era una cuestión planteada en las discusiones escolares mantenidas por los rabinos.

La respuesta de Jesús es en sus comienzos la que cabía esperar de un rabino familiarizado con los escritos de la Ley (Pentateuco): El primero es: «Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es el único Señor, y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser». A esta formulación deuteronómica del primer mandamiento, tomada en su literalidad, añade: El segundo es éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»No hay mandamiento mayor que éstos.

Para un judío, nada es más importante que Dios. Por eso el primer mandamiento para el que forma parte del pueblo de Dios es el reconocimiento de este Dios como único Señor; y en cuanto único debe ser apreciado y amado de manera única, por encima de todo y con todo nuestro ser, alma, mente y corazón. Jesús también reconoce la primacía de Dios y coincide con el Deuteronomio en calificar este mandamiento como primero. Pero hay un segundo mandamiento que, siendo segundo, es equiparable al primero en importancia; ningún otro mandamiento es mayor que estos dos. En realidad, están tan estrechamente unidos que constituyen las dos caras de la misma moneda.

El segundo mandamiento también consiste en “amar”, pero el destinatario de este amor no es ahora Dios, sino el prójimo, un igual en naturaleza. En su formulación, Jesús ofrece, siguiendo el dictado de la antigua regla de oro, la medida del amor al prójimo: como a ti mismo. Desear para el prójimo el bien que deseamos para nosotros mismos es una buena medida, aunque pueda estar expuesta al error, dado que podemos confundir un bien con un mal. Por eso en otros lugares se nos ofrecerá una medida superior: como yo os he amadoAmaos unos a otros como yo os he amado. Esta es la medida suprema del amor: como Cristo nos ha amado (y nos ama), que es el mejor reflejo del amor de Dios en la tierra.

Amar es un verbo en activa que implica acción: la acción de dar y de darse en bien de los demás. El que ama busca el bien de la persona amada. Supone, por tanto, una actitud benevolente y benéfica que debe traducirse en obras o en actos; sólo éstos demuestran la verdad o la seriedad de las actitudes. Al prójimo amado y necesitado le podemos colmar de bienes materiales o tangibles (comida, vestido, vivienda, dinero) y espirituales o intangibles (¿) –educación, consuelo, afecto, apoyo, ánimo, perdón, esperanza-; pero a Dios, ¿con qué bienes le podemos enriquecer?, ¿qué le podemos dar que no hayamos recibido antes de Él?, ¿en qué modo le podemos demostrar nuestro amor?

Es evidente que en cuanto “Perfecto” Dios no necesita nada de nosotros. Sólo podemos demostrarle nuestro amor reconociéndole como lo que es respecto de nosotros, reconociéndole como único Señor. Eso debe generar en nosotros actitudes de adoración y de alabanza; pero también de obediencia amorosa. No se trata sólo de decir “Señor, Señor”, sino de cumplir su voluntad; en definitiva, porque reconocemos en esa voluntad una voluntad benéfica, que quiere el bien para sus criaturas y sus hijos, pues se trata de la voluntad de un Padre que es suprema bondad.

En relación con Dios “amar” es esencialmente dejarse amar o dejarse fecundar por el amor de Dios; y así, fecundados, amaremos todo lo que Dios ama, al mismo Dios y a cualquiera de sus criaturas que son hechura de sus manos, especialmente a esas criaturas que conservan la “imagen y la semejanza de Dios” en sí mismas y que han sido elevadas a la dignidad de hijos. En último término, amar a Dios es amar “desde Dios” todo lo que Dios ama.

Cuando el letrado oyó la respuesta de Jesús, contestó dando su aprobación: Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es único y no hay otro más que él y hay que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.

Al parecer, aquel letrado había entendido muy bien el valor que Jesús concedía al amor al prójimo, tanto que lo situaba por encima de las mismas ofrendas –holocaustos y sacrificios- presentadas a Dios. Esto no significaba hacer del primer mandamiento (el amor a Dios) segundo y del segundo (el amor al prójimo) primero; pero sí hacer del amor (tanto a Dios como al prójimo) algo más valioso que esos actos de culto –hechos de sacrificios- que podían estar fácilmente faltos de amor y, por tanto, vacíos.

La expresión del letrado, que le hace decir a Jesucristo: No estás lejos del Reino de Dios, puesto que muestra tener una mentalidad muy próxima a la suya, no dista de aquella otra: Quiero misericordia y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos. Y la misericordia sólo se puede tener con el prójimo –es, por tanto, amor al prójimo-; Dios carece de miserias para poder tener misericordia de Él. Luego Dios manifiesta tener más aprecio por la misericordia con que remediamos las miserias de nuestros hermanos que por los sacrificios que podamos ofrecerle a Él.

Y si le agradan nuestros sacrificios, como le agradó el sacrificio de su Hijo, es porque son expresión de amor (y obediencia) y porque son fuente de misericordia para con nuestro prójimo. Pensar así es comulgar con el pensamiento de Cristo; es “no estar lejos del Reino de los cielos”, y ello a pesar de no ser, como aquel letrado, todavía cristiano. Pero nosotros lo somos, al menos porque hemos recibido el bautismo; no obstante, hemos de preguntarnos si en nuestro modo de pensar estamos “cerca o lejos” de Jesucristo que es estar cerca o lejos del Reino de los cielos.

JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
Dr. en 
Teología Patrística

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