Siempre que se celebra el acto de entrega de los premios Oscar, estamos acostumbrados a ver subir al escenario al personaje principal de la película, a la actriz más sobresaliente, al guionista, al compositor de la música... Y no es infrecuente que también sea galardonado algún actor secundario del film en cuestión.
Hoy, tercer domingo de Adviento, tenemos en el escenario, como figura estelar, a Juan el Bautista. Y uno puede preguntarse: "¿En calidad de qué aparece este hombre siendo el blanco de la mirada de todos?, ¿es el personaje principal del drama, o acaso se trata de un actor secundario dentro del reparto?" Esta era la duda que tenía desconcertados a los judíos de Jerusalén: "¿Eres el profeta que esperamos?"."Yo no soy el Mesías". "Entonces, ¿quién eres?". Y Juan se limitó a presentarse aplicándose las palabras del profeta Isaías: "Yo soy una voz que clama en el desierto: ¡Allanad el camino del Señor!".
Antes de esta escena el evangelista ha advertido que el Bautista era un enviado por Dios para dar testimonio de la luz, a fin de que todos creyeran; que él no era la luz, sino testigo de la luz; y que la verdadera luz, la que ilumina a todos los hombres, estaba a punto de llegar al mundo... Por todo lo cual, afirmamos que Juan el Bautista era, efectivamente, un actor secundario en el drama de Jesús.
Un actor no alcanza la fama por la categoría del personaje que representa, ni por la extensión de su parlamento, sino por cumplir con discreción y acierto el rol que le han encomendado. Nosotros, en la comunidad de creyentes, y en la vida de la Iglesia, somos unos actores secundarios; ni ostentamos cargos relumbrones, ni ocupamos puestos de cierta relevancia, ni nos saludan aparatosamente en ningún evento; somos sencillamente testigos de la luz. En el escenario de la Iglesia ocupamos un lugar modesto, silencioso, sin alharacas, adonde no llegan los honores ni los parabienes. Pero en la obra dramática todos los papeles tienen su importancia. Y me atrevo a afirmar que la actuación discreta, comedida, sin sobresalir innecesariamente, realizada con esmero, de un papel secundario es casi más difícil que encarnar al personaje principal para quien todo cuenta a su favor... Recuerdo que en una ocasión un conocido mío actuaba en una obra de teatro en la que sólo tenía que decir una palabra. Terminó la función y se le acercaron unas cuantas personas para felicitarle. Él, asombrado, repuso: "Pero si sólo he dicho una palabra...". Y uno de ellos le replicó: "Sí, pero la has dicho con una entonación, con una naturalidad, con una entereza y con un timbre de voz tan oportuno, que ¡enhorabuena!"... Y el conocido mío se infló de satisfacción.
En el campo del espíritu somos meros aprendices de la santidad, que caminamos a trancas y barrancas, peleando con nuestras miserias y esforzándonos en mejorar nuestra generosidad. Intentamos agradar a Dios pero, las más de las veces, nos quedamos a mitad de camino: nos falta fuerza, energía, coraje. No acabamos de cumplir, como Dios espera de nosotros, nuestro papel de actores secundarios. Estamos llamados a ser héroes de la cotidianidad, de la virtud callada, de practicar el bien "de puntillas" para no hacer ruido.
En definitiva, que Dios nos quiere trabajadores silenciosos y constantes, y sin presunción alguna: recordemos que nuestro papel consiste en ser "testigos de la luz", o si queréis, "una voz que clama en el desierto".
Concluso mi reflexión recordando las palabras que Ignacio de Loyola dirigió a Francisco de Javier, en la obra teatral de José María Pemán "El divino impaciente": "La virtud más excelente es hacer sencillamente lo que tenemos que hacer".
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