(13 de diciembre de 2020)
(Is 61, 1-2a. 10-11; I Tes 5, 16-24; Jn 1,6-8. 19-28)
Estad siempre alegres. Sed constantes en orar (Tes 5, 16). Yo soy la voz que grita en el desierto: Allanad el camino (Jn 1,23)
Un poco más y estamos en la Navidad, la fiesta entrañable en la que nos vamos a encontrar con que nuestro Dios que, sin dejar de ser Dios, se ha hecho hombre como nosotros. Por ello, la liturgia de este domingo nos llama a anticipar la alegría que nos espera. Ahí está la antífona de entrada y las tres lecturas que son todas ellas una invitación a vivir en clima de gozo hasta su llegada. Previendo el acontecimiento en tiempos muy lejanos el profeta Isaías exclama: Desbordo de gozo en el Señor (Is 61, 10). San Pablo, a su vez, nos apremia: Estad siempre alegres (Tes 5, 16) y Juan el Bautista, sabiendo que el Esperado ha llegado ya, nos dice a todos, repitiendo el mensaje de Isaías: Allanad el camino del Señor (Jn 1, 23).
En un mundo triste y preocupado con todo lo que estamos pasando, en el que, para colmo, han venido a añadirse las mil y una tristezas que nos ha traído la pandemia que dura ya casi once meses, vine bien que los cristianos escuchemos esta invitación a la esperanza y la alegría, basadas en la buena noticia de que Dios ha querido entrar en nuestra historia para siempre, por más que no nos resulte fácil adivinar su presencia; a todo ello hay que echarle mucha fe y confianza, que puedan llevar a algunos a plantearse su indiferencia.
Vale la pena que resuenen hoy en nuestro ánimo estas llamadas a la alegría verdadera, ante la cercanía de la Navidad, aunque su celebración vaya a ser tan distinta de la de otros años. Nosotros, creyentes, no podemos dejarnos abatir ante el infortunio; vayan, sobre todo, estas palabras de ánimo para tantas familias que sentirán más que nadie la ausencia sus seres queridos que han quedado por el camino a lo largo de este año. Hagamos nuestro el mensaje del profeta: Desbordo de gozo en el Señor y me alegro con mi Dios (Is 61, 10). Con María repetimos en el salmo: Se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador (Lc 1, 47). Y con el apóstol San Pablo quiero desearos: Que el mismo Dios de la Paz os santifique totalmente (Tes 5,23).
En el Evangelio ya hemos visto que los sacerdotes preguntan a Juan el Bautista: Tú ¿quién eres? Y él responde: Yo no soy el Mesías, ni Elías, ni el Profeta… Yo soy la voz que grita en el desierto…Y añade: En medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene de tras de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia (19-27). Al interrogatorio preceden unos versículos que nos dan noticia de quién era Juan: Surgió un hombre enviado por Dios que se llamaba Juan; éste venía como testigo para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por medio de Él. No era él la luz, sino el que daba testimonio de la luz (Jn 1, 6-8). A este propósito, dice san Agustín, orando: “(Señor), no somos nosotros la luz que ilumina a todo hombre, sino que somos iluminados por ti, a fin de que, los que fuimos algún tiempo tinieblas, seamos luz en ti (Conf. IX, 4, 10). A ejemplo de Juan y de los profetas del Antiguo Testamento que no se anunciaron a sí mismos, hoy tampoco la Iglesia ni sus miembros somos anunciadores de nosotros mismos, sino de Aquel que nos ha enviado.
En efecto, a todos los cristianos se nos encarga la misión de ser testigos de la luz en medio de la noche, en medio de un mundo que no ve o no quiere ver esa luz y prefiere vivir entre oscuridades y lo peor es que muchas veces dice sentirse satisfecho con su situación. En la sociedad en que vivimos se puede decir también hoy con mucha razón, como en el caso del Bautista: en medio de vosotros hay uno a quien no conocéis (Jn 1,26), porque el mundo no sabe descubrir los signos de la presencia de Salvador en su historia. Mostrémoselos nosotros.
Alguien preguntará ¿cómo lograremos ser testigos eficaces de la Luz que es el propio Cristo? Con nuestras obras, con nuestro estilo de vida. Un estilo de vida que deberá reconocer inicialmente quién es Aquel del que afirma Juan el que ellos esperaban, es decir, el Mesías y no saben o no quieren reconocerlo. En otra ocasión en que fueron a preguntarle qué tenían que hacer, se lo dirá muy concretamente, diciendo a cada uno: que sea justo y cabal en su quehacer y vivir (Cf. Lc 3, 7-14).
Hermanos: la pregunta que le hicieron al Bautista, Tú, ¿quién eres? hoy se la hacemos nosotros, no al Bautista, sino al propio Cristo, y no para que nos diga quién es, pues ya lo sabemos, sino para que respondamos al pequeño, pero importante, añadido que lleva el Tú, ¿quién eres para mí? – Es muy posible que ni siquiera te la hayas formulado; pues es hora de hacértela. La respuesta sólo podrá brotar del corazón. El Profeta apuntaba algunas pistas que se localizaban en las llamadas Obras de Misericordia. Recuerda lo que un día te podrá decir el Señor: cada vez que lo hicisteis con… mis hermanos más pequeños conmigo lo hicisteis (Mt. 25, 40). Sí, Él era “ese pequeño hermano”.
Oración. Señor Jesús, Tú nos llamas a dar testimonio de la luz, como Juan. Que sepamos dar testimonio de ti de forma valiente; que no busquemos el aplauso de nadie, sino únicamente la gloria de tu nombre. Gracias por haberme, por habernos, hecho hijos de tu Iglesia, en la que numerosos misioneros y misioneras proclamamos que somos una comunidad servidora de Dios y de quienes nos necesiten. Amén.
Teófilo Viñas, O.S.A.
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