No por más peculiar que sea esta Navidad que vamos a vivir se presenta como menos inminente en estas lecturas que hoy proclama la Iglesia. La objetividad de la liturgia se manifiesta aquí para traer alegría e ilusión reales, por el motivo más cierto y real de todos. Así nos lo anuncian las lecturas: La promesa que David recibe de parte de Dios y de labios del profeta se cumplirá en su descendiente María, ella, descendiente de la casa de David, será el templo dorado, bellísimo, que contenga la presencia divina del Señor de un modo inefable, no en tablas de piedra, sino con una carne como la nuestra. La imagen de María en su respuesta confiada al ángel contiene el cumplimiento de todas las promesas antiguas, una de ella la de la primera lectura de hoy.
Por eso, sí, la Iglesia nos anima a volver hoy nuestra mirada al pasado para poder creer en lo que va a suceder en el presente. Sí, la celebración de la Navidad es feliz si hemos creído firmemente que lo anunciado sucede, si en la memoria de tantos santos profetas y reyes, en las palabras de anuncio divinas, somos capaces de reconocer la silueta que a lo lejos y desde la ventana -diría el Cantar de los cantares- se nos atisba hoy. El fundamento de lo que creemos se ha ido asentando a lo largo de la historia, y todo el peso de las promesas y de los sucesos penden de un hilo fino y bello: la propuesta del ángel a la virgen María. El peso del plan misterioso se pone en las manos de una joven nazarena. Si hoy no somos capaces de estremecernos ante el misterio de la voluntad de Dios, pues pocos días a lo largo del año este se muestra con tanta fuerza, ya todo resultará “lo de siempre”, “normal”.
Si a lo largo de este Adviento hemos seguido de cerca a la figura de la virgen María, ahora esta alcanza su belleza mayor, pues donde David, su padre, experimentó la negación de Dios, María recibe ahora, no por su poder, por su riqueza o por sus victorias, sino por su humilde fe, la confirmación, el sí de Dios que la invita a ofrecer su propio sí. Ella, que nos ha enseñado a esperar, que engarza en una inmensa cadena de creyentes que empieza en Abraham, ante esta respuesta y a partir de ella, va a conocer la soledad del creyente, la experiencia de soledad tan fuerte que acompaña en tantas ocasiones al creyente, aun sabiéndose parte de una historia milagrosa.
El ángel contiene y hace presente toda la historia del plan de Dios, de su aparecer ante los hombres y con ellos; por eso su marcha, su acción de dejarla sola, la pone en esa situación de incomprensión para el mundo que nos supera totalmente: ¿Cómo explicar haber recibido tan inefable don? ¿cómo explicar una llamada divina o una respuesta por encima de las propias posibilidades? ¿cómo dar fruto en tanta pequeñez? Con dos palabras se puede explicar, una la del salmo: “eternamente”. No es sólo que el proyecto de Dios venga de lejos, es que va mucho más lejos. No es sólo que Dios conforte a los suyos y les ilumine, es que lo va a hacer siempre.
La segunda la pronuncia el ángel: “para Dios nada hay imposible”. La experiencia de la fe es la de quien contempla que Dios lleva a cabo lo imposible. Lo imposible supera los cálculos y la imaginación humana. Lo imposible es una invitación no a rebelarse o a reducir la fe a casualidades, sino a creer. Lo imposible no va de desear mucho, mucho, lo que sea que uno quiere y no puede. Va de creer a Dios, que se hace cercano. María creyó, por eso hoy se nos anuncia la gloria de Dios y mañana la contemplaremos envuelta en pañales.
El fruto de la fidelidad de María no se veía, pero ella lo sabía y así se mantuvo fiel. La Iglesia quiere aprender hoy de ella, y aunque no contempla frutos de santidad en tantas ocasiones, busca mantenerse fiel. Sigamos adelante, pues ella nos ha enseñado a creer y nos ha enseñado a saber.
Diego Figueroa
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