17 agosto 2020

Reflexión (5): Domingo XXI del Tiempo Ordinario (23 de agosto)

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Domingo XXI del Tiempo Ordinario (Ciclo A)

(23 de agosto de 2020)

(Is 22, 19-23; Rom 11, 23-36; Mt 16, 13-20)

¡Qué insondables las decisiones del Señor! (Rom 11, 33). Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (Mt 16, 15).

Jesús, en un momento significativo de su ministerio, al acabar su estancia en Galilea y se dispone a subir a Jerusalén, plantea una doble pregunta a sus discípulos. La primera pregunta  es sobre lo que “la gente” opina sobre él. La respuesta es diversa: Juan el Bautista, Elías, Jeremías o algún otro profeta. La segunda pregunta es para ellos: y vosotros, ¿quién decís que soy yo? (Mt 16, 15). Sin duda que por las mentes de sus discípulos debieron pasar algunos de los acontecimientos extraordinarios que habían presenciado; como también la imagen del Maestro que predicaba una doctrina nueva; podría ser el Mesías anunciado, con una misión político-religiosa; así lo interpretó la madre de Santiago y Juan, la cual le había solicitado los primeros puestos para sus hijos. Finalmente, será Pedro quien, sin darse cuenta del alcance de sus palabras, responderá: Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo (Mt 16,16).

Jesús lo felicita por lo acertado de su respuesta y, al mismo tiempo le revela quién se la ha dictado: ¡Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos (Mt 16,17). Sin duda alguna que a Pedro le había bastado el amor apasionado por el Maestro para expresárselo con aquellas palabras, aunque sin comprender el hondo misterio que contenía la respuesta que había dado. Tanto él como los demás apóstoles tendrán que esperar a verlo Resucitado y reciban el Espíritu Santo en Pentecostés para darse cuenta del profundo y pleno significado de aquella confesión de Pedro.

Lo que sí podemos asegurar es que hoy, después de más de dos mil años, la pregunta de Jesús continúa sonando, y no sólo porque son muchísimos los seres humanos que lo desconocen totalmente, sino porque hay muchos cristianos que lo son sólo de nombre. Pero no está demás que cada uno de nosotros nos hagamos la pregunta: ¿quién es Jesús para mí? Como los discípulos, tenemos que definirnos y tomar partido. No se trata de responder según los libros o según los conocimientos que tenemos desde pequeños. Claro que todos sabemos muchas cosas sobre Jesús. Pero hay afirmaciones que de tanto repetirlas ya no nos dicen nada. Más allá de formular exactamente nuestras convicciones teológicas, de lo que se trata es de que de que lleguen a influir y configurar nuestra vida.

Efectivamente, Jesús, para nosotros no es una doctrina, sino una Persona que vive y que nos interpela y que debe dar sentido a nuestra vida. Por lo mismo, aquí están otras dos preguntas: ¿Se puede decir que creemos en Él de tal modo que aceptamos para nuestra vida su estilo y su mentalidad? O ¿venimos a creer en un Jesús a quien hemos “fabricado” a nuestra imagen y semejanza? A este propósito, decía San Agustín a sus fieles cristianos: “Una cosa es creer en la existencia de Cristo y otra bien diferente es creer en Cristo. La existencia de Cristo también la creyeron los demonios, pero éstos no creyeron en Cristo. Por tanto, sólo cree en Cristo quien espera en Cristo y ama a Cristo. Porque, si uno tiene una fe sin esperanza y amor cree que Cristo existe, pero no cree en Cristo. Ahora bien, quien cree en Cristo viene a Él y, en cierto modo se une a Él y queda hecho miembro suyo; lo cual no es posible si a la fe no se le junta la esperanza y la caridad” (Sermón 144, 2).


Por otra parte, Jesús, tras aplaudir la confesión de Pedro, le encargó una misión muy especial, que venía sugerida por el nombre que Él mismo le había dado: Cefas (en arameo) o Petros (en griego), nombres que significan piedraroca. Pedro será, pues, la roca sobre la que se asiente la comunidad eclesial; de la que es fundador el propio Jesús. Se lo dijo con estas palabras: Ahora te digo yo: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia (Mt 16, 18). Era tanto como decirle: tú serás mi Vicario en la tierra, es decir, quien hace mi vez, y así lo entendieron las primeras comunidades cristianas. Pedro inicialmente fue su Vicario en la comunidad de Jerusalén y después en la de Roma, en donde sellaría su fe en Cristo con el martirio. Y en Roma tendría continuidad el Tú eres Pedro en cada uno de sus sucesores, como Vicarios del propio Cristo.

Y como tal, desde el primer momento, así fue visto siempre el Obispo de Roma por las comunidades cristianas como. El Papa, los Papas, han recibido el encargo de asegurar el servicio de la fe, de la caridad, de la unidad de todos los creyentes y de la misión evangelizadora. Por otra parte, la comunidad cristiana no es del Papa, sino que es de Cristo, como lo deja bien claro la expresión edificaré mi iglesia; y aunque los demás obispos son también sucesores de los Apóstoles, es el Papa quien más explícitamente ha recibido la misión de animar, unir, confirmar a la comunidad de Cristo que, además de una, santa y católica es también apostólica, pero todos nosotros somos su colaboradores. Vean, pues, lo lejos que están de ser cristianos quienes se expresan en estos términos: ¡Creo en Cristo, pero no en el Papa ni en la Iglesia!

En la celebración de la Eucaristía nos encontramos siempre con el nombre del Papa y del Obispo de la propia Diócesis; expresamos así nuestra unión con ellos y pedimos al Señor que los “confirme en la fe y en la caridad”. Este recuerdo debería traducirse en una actitud de comunión en la vida, en la respuesta a su magisterio y en la visión de fe de su papel en la Iglesia. No se trata de una aceptación ciega, pero sí de una postura positiva, desde la fe y el amor, desde la confianza en Cristo y en su Espíritu, que se sirven de los hombres, siempre débiles, para guiar a su Iglesia.

Teófilo Viñas, O.S.A.

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