EXPERIENCIA INTERIOR
El evangelista Mateo tiene un interés especial en decir a sus lectores que Jesús ha de ser llamado también “Emmanuel”. Sabe muy bien que puede resultar chocante y extraño. ¿A quién se le puede llamar con un nombre que significa “Dios con nosotros”? Sin embargo, este nombre encierra el núcleo de la fe cristiana y es el centro de la celebración de la Navidad.
Ese misterio último
que nos rodea por todas partes y que los creyentes llamamos “Dios” no
es algo lejano y distante. Está con todos y cada uno de nosotros. ¿Cómo
lo puedo saber? ¿Es posible creer de manera razonable que Dios está
conmigo, si yo no tengo alguna experiencia personal por pequeña que sea?
De ordinario, a los
cristianos no se nos ha enseñado a percibir la presencia del misterio
de Dios en nuestro interior. Por eso, muchos lo imaginan en algún lugar
indefinido y abstracto del Universo. Otros lo buscan adorando a Cristo
presente en la eucaristía. Bastantes tratan de escucharlo en la Biblia.
Para otros, el mejor camino es Jesús.
El misterio de Dios
tiene, sin duda, sus caminos para hacerse presente en cada vida. Pero
se puede decir que, en la cultura actual, si no lo experimentamos de
alguna manera dentro de nosotros, difícilmente lo hallaremos fuera. Por
el contrario, si percibimos su presencia en nuestro interior, nos será
más fácil rastrear su misterio en nuestro entorno.
¿Es posible? El
secreto consiste, sobre todo, en saber estar con los ojos cerrados y en
silencio apacible, acogiendo con un corazón sencillo esa presencia
misteriosa que nos está alentando y sosteniendo. No se trata de pensar
en eso, sino de estar “acogiendo” la paz, la vida, el amor, el perdón...
que nos llega desde lo más íntimo de nuestro ser.
Es normal que, al
adentrarnos en nuestro propio misterio, nos encontremos con nuestros
miedos y preocupaciones, nuestras heridas y tristezas, nuestra
mediocridad y nuestro pecado. No hemos de inquietarnos, sino permanecer
en el silencio. La presencia amistosa que está en el fondo más íntimo de
nosotros nos irá apaciguando, liberando y sanando.
Karl Rahner, uno de
los teólogos más importantes del siglo veinte, afirma que, en medio de
la sociedad secular de nuestros días, “esta experiencia del corazón es
la única con la que se puede comprender el mensaje de fe de la Navidad:
Dios se ha hecho hombre”. El misterio último de la vida es un misterio
de bondad, de perdón y salvación, que está con nosotros: dentro de todos
y cada uno de nosotros. Si lo acogemos en silencio, conoceremos la
alegría de la Navidad.
José Antonio Pagola
LA REALIDAD ES “ENMANUEL”
Cuando los llamados
“relatos de la infancia” se leen de una forma literal, no solo se llega
a conclusiones infantiles, inasumibles para personas que han superado
el nivel mítico, sino que se pierde toda la hondura y riqueza que
contienen.
Por el contrario,
cuando nos acercamos a ellos, no ya solo desde el simbolismo, sino desde
una clave de lectura no-dual, nos regalan luz y sabiduría sobre nuestra
verdadera identidad.
El mensaje
teológico que el relato parece querer transmitir es sencillo: Jesús es
realmente Hijo de Dios y, como tal, no tiene otro padre que Dios mismo.
El ángel –mensajero de Dios- advierte a José, que se hará cargo,
legalmente, de la nueva familia.
Al mismo tiempo,
Mateo, siempre interesado en demostrar que los anuncios proféticos se
realizan definitivamente en Jesús, utiliza el texto de Isaías,
aplicándolo a su relato. Hasta aquí, teología cristiana, lógicamente en
clave teísta.
Pero, al acercarnos al texto desde una perspectiva no-dual, resulta profundamente evocador.
Al Hijo se le llama “Emmanuel”
(“Dios-con-nosotros”): se expresa en él la Unidad de todo lo Real, lo
Invisible (“Dios”) y lo manifiesto (“nosotros”). El nacimiento de una
“virgen” quiere apuntar al origen “virginal” de todo lo que es, en el
sentido de que trasciende –abrazándolo- el nivel de las formas.
Por ello mismo, ese
“Hijo” somos todos, es todo lo real. Tenemos una “forma” humana, en la
que se está expresando, temporal y transitoriamente, lo que realmente
somos –y hemos sido- desde siempre.
La no-dualidad es
el abrazo de lo invisible con lo visible, de nuestra forma concreta con
nuestra identidad auténtica. No como una suma de dos entidades, sino
como re-conocimiento de la unidad de lo Real. “Mi suelo y el suelo de Dios son el mismo suelo”, repetía el gran místico cristiano, Maestro Eckhart.
“Emmanuel”
recoge bien esa “doble cara” de lo Real: el mismo y único “Suelo” (no
podrían existir varios “suelos” de todo) manifestándose en infinidad de
“formas”.
Pero “Emmanuel”
solo puede nacer de una “virgen”. Únicamente podremos re-conocer
nuestra verdadera identidad cuando nuestra mente quede “virgen” de
conceptos, juicios, etiquetas…
La identificación
con la mente nos reduce y reduce nuestra propia visión, hasta el punto
de tomar como real lo que no son otra cosa que sus propias
“interpretaciones”.
Al empezar a acallarla, empezamos a ver. El místico turolense Miguel de Molinos escribía en el siglo XVII: “Tres
maneras hay de silencio. El primero es de palabras; el segundo, de
deseos, y el tercero, de pensamiento… No hablando, no deseando, no
pensando…, se oye la interior y divina voz; se le comunica la más alta y
perfecta sabiduría”.
En el silencio de
la mente, emerge la Presencia que somos y la consciencia de la unidad
con todo. Porque lo que somos en profundidad es justamente aquello –y
solo aquello- que queda cuando “dejamos caer” todo lo demás.
No somos nada que podamos pensar ni sentir; nada que podamos objetivar. Eso son únicamente “formas” (objetos). Somos Eso que no puede ser pensado –consciencia pura-, pero que podemos vivenciar de modo directo, inmediato y autoevidente.
En la tradición cristiana, Jesús es el paradigma de aquella unidad (“El Padre y yo somos uno”) y, por tanto, espejo en el que todos quedamos reflejados.
No se trata, por
tanto, de “creer” en él, como un ser separado, sino de re-conocernos en
la misma y única identidad compartida: somos Emmanuel.
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