Maranata significa «Ven, Señor». Es la última palabra de la Biblia y era la oración apasionada de los primeros cristianos.
Maranata pide el fin del mundo, aquel formidable día en que Cristo, apareciéndose en todo el esplendor de su gloria, inaugurará la nueva vida de los hombres bajo un cielo nuevo y en una tierra nueva.
Dios mismo, nos dice Jesús, nos invitará al gozo de lo que él es: se pondrá el delantal, los sentará a la mesa y les irá sirviendo uno a uno».
Pero por muy extraordinario que sea este grandioso final que nos aguarda, no se ha convertido aúnen la razón de nuestra vida. Nos cuesta comprender qué es lo que Jesús quiere de nosotros cuando nos dice: «vosotros vivid como hombres que aguardan».
Y cuando repetimos dócilmente según sus enseñanzas: «Padre, que venga a nosotros tu Reino», esta oración no hace palpitar de esperanza nuestro corazón, a pesar de estar bien claro el sentido de esa petición: «que llegue ese día en el que Dios reinará de una manera plena y definitiva»; ese día por el que suspira también toda la creación, como dice san Pablo; una creación que está gimiendo ahora, hasta desesperadamente, en todos los cataclismos de la naturaleza, «en la esperanza de ser liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8, 21).
Vigilar significa no distraerse, no amodorrarse, no «instalarse» satisfechos con lo ya conseguido.
En medio de una sociedad que parece muy contenta con los valores que tiene, el cristiano es invitado a vivir en esperanza vigilante y activa.
Vigilar -tener las lámparas encendidas para el encuentro con el Señor -que puede suceder en cualquier momento-, significa tener la mirada puesta en los «bienes de arriba», de los que se nos hablaba el domingo pasado; no dejarse encandilar por los atractivos de este mundo, que es camino y no meta; tener conciencia de que nuestro paso por este mundo, aunque sea serio y nos comprometa al trabajo, no es lo definitivo en nuestra vida.
Vigilar es vivir despiertos, en tensión. No con angustia, pero sí con seriedad, dando importancia a lo que la tiene.
Como el estudiante que desde el comienzo del curso piensa en el examen final. Como el labrador que siembra y está siempre pensando en recoger buena cosecha. Como el deportista que, desde el primer esfuerzo, sueña con llegar primero a la meta.
Esto no supone desentendernos de las cosas de aquí abajo.
Esa metáfora «cosas de arriba / cosas de abajo» podría ser entendida dualísticamente en un enfoque no cristiano. El cristiano ha de esforzarse por buscar siempre las «cosas de arriba» (la fraternidad, el amor, la solidaridad, el proyecto de Dios) entre «las cosas de abajo» (en la vida diaria, el trabajo, el hogar, la calle, la política, la cultura)…
Lo cual quiere decir que tenemos que ser protagonistas no sólo de la espera del Reino, sino ya, desde ahora, de su construcción. Dios nos ha dado unos talentos que debemos administrar y hacer fructificar.
La Eucaristía es para nosotros alimento para el camino. Nos da la fuerza para seguir adelante y para trabajar por el Reino de Dios. Y mientras la celebramos repetimos con frecuencia nuestra mirada hacia el futuro «mientras esperamos la gloriosa venida de nuestro Salvador Jesucristo».
La Eucaristía nos ayuda a tener bien firmes los pies en el suelo, con un compromiso y una misión en este mundo, pero con la mirada puesta en el final.
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