LA EUCARISTÍA, COMIDA DE FAMILIA
CORPUS CHRISTI
SER PARA CELEBRAR – CELEBRAR PARA SER
En una cena nos contaba monseñor Cervino el impacto que le produjo la celebración de la Eucaristía con algunas comunidades cristianas de una zona pobre de Brasil, animadas por un sacerdote de su diócesis, Tui-Vigo. Le impresionó la participación intensa de todos los asistentes. Nos decía: “Se palpaba el ambiente comunitario, el ambiente festivo. Nada de rigidez, nada de engolamiento. Era emocionante el ofertorio en el que los vecinos ofrecían sus productos caseros, sus ayudas para los necesitados, los objetos que simbolizaban los proyectos de la comunidad… Todo con una sencillez y una vibración encantadora”.
“Se palpaba un alma común”, añadía nuestro obispo. Por supuesto, allí se paran los relojes. La celebración dura hora y media o dos horas. Al final, la comida compartida. Cada cual lleva sus alimentos que se ponen en común para compartirlos, como hacían los primeros cristianos, aunque aquéllos empezaban comiendo juntos y terminaban concelebrando la Eucaristía, y estos cristianos comienzan celebrando la Eucaristía y terminan comiendo juntos.
Para aquellas gentes pobres, la Eucaristía es el gran acontecimiento semanal. No importa que tengan que andar una hora para poder participar. La gran preocupación es que no falte el “padrecito”, porque tiene unas cuantas comunidades que atender.
Cuando viajo a Madrid, no me privo del gozo de participar en eucaristías similares con varias comunidades vivas de barrios muy sencillos. No es que pretenda que estas eucaristías sean normativas para todos, pero sí indicativas.
¿No es la eucaristía la actualización en nuestros días de la fiesta popular y campestre de la multiplicación de los panes? Resulta patente que el evangelista narra el “signo” con una clara referencia eucarística: “Tomando los cinco panes y los dos peces, alzó la mirada al cielo, pronunció la bendición sobre ellos, los partió y se los dio a los discípulos para que se los sirvieran a la gente” (Mt 14,19). Algunos teólogos entienden que el verdadero “milagro” consistió en el compartir de la gente. Los discípulos alarman al Maestro por la falta de alimentos. El Maestro no quiso sacar el sustento de la nada, sino que pidió panes y peces. Y al empezar a compartir alguien, todos hicieron el milagro de confraternizar con lo que tenían: Uno sacó de su zurrón nueces, otros higos, otro queso… y, de este modo, se organizó la fiesta popular de aquellas gentes antes dispersas y ahora espiritualmente unidas en el común sentir con el rabí de Nazaret.
El gentío, antes masa, ahora es la “congregación de comunidades”. Jesús manda a los apóstoles que reúnan a la gente en grupos de cincuenta; todos los escrituristas entienden que esto es una referencia a la organización de las Iglesias como la comunión de pequeñas comunidades. La fiesta campestre encarna el proyecto de Jesús: “Congregar a los hijos de Dios que estaban dispersos” (Jn 11,52), “como ovejas sin pastor” (Me 6,34), para que vivamos como hermanos (Mt 23,8), para que caminemos juntos hacia la tierra prometida alimentados con el maná de la Eucaristía.
LA EUCARISTÍA, “CUMBRE” Y “FUENTE” DE LA VIDA CRISTIANA
Ser cristiano es una forma (la mejor, sin duda) de entender la vida desde la comunión. “Yo soy nosotros”, dijo genialmente Hegel; es la identidad de la Trinidad, a cuya imagen y semejanza hemos sido hechos. Para el cristiano vivir es con-vivir, vivir la fraternidad. Uno no es cristiano por tener tal nivel de virtud o de espiritualidad, sino por estar ensamblado en la familia de Dios. El cristiano es el que tiende la mano, el que hace cadena con los demás hermanos. La Iglesia es la “mesa familiar” en la que todos comen de la misma sopera, presidida paternalmente por Dios. La Eucaristía es el momento fuerte, el hecho culminante en el que se vive, se celebra, se da gracias y se ratifica esta maravillosa realidad, como ocurre en toda comida familiar.
El Concilio denomina a la liturgia, pero de modo muy particular a la Eucaristía, cumbre hacia la cual tiende toda la actividad de la Iglesia y fuente de donde mana toda su fuerza {SC 10,1). Es “cumbre” porque es el fin de un proceso de conversión personal y de la existencia de la comunidad. La Eucaristía es el sacramento de la comunidad; y sólo se celebra con autenticidad cuando los que se reúnen, viven en verdadera comunión. Naturalmente las eucaristías de la comunidad brasileña, lo mismo que las de la comunidad de Jerusalén, no se improvisan. Son el fin de un proceso. Si la Eucaristía es la celebración de una comunidad, significa que antes ha de existir la comunidad; ésta no se improvisa para la celebración o en la celebración por el hecho de que se reúnan un conjunto de cristianos. Esto, que es tan obvio a nivel de encuentros de familia o de amigos, lo ignoramos con frecuencia cuando se trata de la celebración de la comida de hermandad de los cristianos. La Eucaristía presupone la existencia de relaciones de fraternidad, la experiencia comunitaria, la participación en la vida y misión de la comunidad. Jesús no celebró su primera Eucaristía en el primer encuentro que tuvo con los suyos. Quizás parezca esta visión excesivamente exigente, pero éste es, ni más ni menos, el contexto en que Jesús y sus primeras comunidades la celebraron.
Jesús Burgaleta escribe: “Es obvio que participe en la comunión quien vive en comunión. La Eucaristía es la celebración de la comunión en la comunidad que se sabe ‘cuerpo de Cristo’ y a quien confiesa como fundamento de su unidad”. Hay que decir, por lo tanto: “La comunidad hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la comunidad”. No es auténtica una Eucaristía sin comunidad.
Todo encuentro humano, sobre todo cuando es en torno a la mesa, fortalece los lazos de afecto y de corresponsabilidad. Los alimentos son dones de Dios; comerlos da unión con Él. Y la comida crea relaciones de unión entre los comensales y refuerza las que ya existían.
La palabra y el pan compartidos ayudan a que crezca el “alma común” que han de tener los miembros de la misma comunidad. Por eso, después de la comunión en la palabra y el cuerpo de Cristo somos más “uno en él” (Gá 3,28). Pero esta realidad sorprendente no acontece de forma mágica, por la mera proclamación fonética de la palabra y la realización cultual de los signos litúrgicos y la comida y bebida del pan y el vino consagrados; es necesaria la fe y poner el alma en sintonía con Cristo, cuyo misterio pascual celebramos.
RATIFICACIÓN DEL COMPROMISO POR LA CAUSA DE JESÚS
La Eucaristía es una celebración revolucionaria cargada de audacia. Por una parte, celebramos la salvación recibida, la salida de la esclavitud de Egipto, del egoísmo a la libertad del amor, del “yo” al “nosotros”, del individualismo a la comunidad; esto es una forma de resurrección.
Como señala el relato de la multiplicación, no se entiende una Eucaristía sin la actitud de compartir. A todos corresponde tener la actitud del muchacho que pone en común sus panes y sus peces para que se multipliquen. Juan Pablo II decía en el Congreso Eucarístico de Sevilla: “No se puede celebrar la Eucaristía sin comprometerse con la justicia y con la causa de los pobres”. ¡Qué bien lo entendieron los santos Padres! San Juan Crisóstomo se negó a celebrar la Eucaristía en una población que había dejado morir abandonado a un mendigo.
Por la acogida de su palabra y con el alimento de su cuerpo y sangre nos unimos a Cristo muerto en ofrenda al Padre para llevar adelante su Causa. Participamos de Cristo muerto y resucitado para morir con él y resucitar con él. Celebrar la Eucaristía es identificarse con Cristo y comprometerse a continuar su Causa, la Causa del hombre. Quizás, si supiéramos la audacia que entraña celebrar la Eucaristía, renunciaríamos a hacerlo.
Pero la Eucaristía no es sólo la ratificación de nuestro compromiso, sino también una transfusión de sangre divina que da fuerza incluso para el martirio. Esto nos recuerda a nuestros hermanos mártires, quienes espiritualmente “ebrios” por la palabra y la sangre de Cristo iban alegres y animosos al anfiteatro para ser devorados por las fieras. Me recuerda también a los beatos mártires claretianos de Barbastro, quienes nutridos por la Eucaristía celebrada con gran entusiasmo comunitario iban al fusilamiento cantando con indecible alegría.
“¿De dónde sacas tiempo y coraje para tantas cosas?”, pregunté a una madre de familia, que participaba diariamente en la Eucaristía. Se trata de una mujer relativamente joven, madre de tres niños, un prodigio de entrega. Es catequista, cuida de su madre y su suegro, bastante enfermos y que requieren muchos cuidados. Saca tiempo para todo. Es como una aparición milagrosa allí donde se la necesita. “¿Qué de dónde saco tiempo y coraje?, me replica. ¿Y de dónde lo sacas tú? De la Eucaristía que compartimos todos los días”. “De la Eucaristía dominical -testifican varios miembros de una comunidad viva- salimos fortalecidos y rejuvenecidos para vivir decentemente como cristianos”. Para ello es preciso que la vida vaya a la Eucaristía y que la Eucaristía vaya a la vida.
Atilano Alaiz
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