‘CAMBIASTE MI LUTO EN DANZA’ (Sal 29 (30), 12)
Esa “escuela de danzantes” que llamamos Cuaresma
Esa “escuela de danzantes” que llamamos Cuaresma
Dolores Aleixandre
Biblioteca de l’École Biblique de los dominicos en Jerusalén: dos de mediodía, allá por abril del año 87. La sala desierta y yo sentada delante de una mesa llena de libros y diccionarios, con toda una tarde de estudio por delante y conectada, como único consuelo, a una emisora de música clásica a través de un pequeño transistor. Desde mi vocación frustrada de directora de orquesta y aprovechando la soledad, me puse a dirigir con la derecha la Sinfonía 40 de Mozart, mientras sostenía un libro con la otra mano. Al cabo de un rato, levanto los ojos y veo a un cura pakistaní, vecino habitual de mesa, parado en el umbral de la puerta mirando hacia mí con asombro. Como de lejos mis pequeños auriculares eran invisibles y sólo percibía el frenesí descontrolado de mi mano, debía pensar: “Esta pobre mujer, tantas horas aquí sentada, ha debido trastornarse un poco…”. Hice como que me rascaba la cabeza para disimular, suspendiendo en el acto el concierto. De entrada, me reí por dentro por lo ridículo de la situación, pero luego empecé a verla como una preciosa parábola: ¿y si la fe fuera la música interior a la que damos oído, que nos hace movernos con un determinado ritmo y a realizar unos gestos incomprensibles para quienes no la escuchan?. Y cuando decae nuestra danza ¿no será porque nos hemos desconectado de la frecuencia del Evangelio?
Recuerdo la anécdota al comenzar esta Cuaresma porque me sigue pareciendo que a este tiempo litúrgico le quedan resabios de las costumbres preconciliares y están presentes más componentes de “luto” que de danza. Es verdad que ya no nos dicen aquello de “Acuérdate de que eres polvo y en polvo te convertirás…”, ni vestimos los santos de morado, ni necesitamos tomar la bula (en el colegio nos advertían que no se podía decir “comprar” porque entonces era simonía, pecado con nombre propio que me resultaba a la vez amenazador e interesante). Quizá cantamos otras cosas en vez del “Perdón oh Dios mío, perdón y clemencia, perdón e indulgencia, perdón y piedad”, pero aún escucho en alguna parroquia el espantoso “No estés eternamente enojado” que sigue grabando en las conciencias la imagen de un dios enfurecido e iracundo, que se aplaca inexplicablemente cuando nos ve haciendo el Via Crucis o comiendo los viernes pescadilla en vez de pollo.
Pero eso no son más que anécdotas intrascendentes, porque creo que hay algo que nos paraliza más es una excesiva y monotemática insistencia en los aspectos éticos del cristianismo, que hacen de él una cuestión fría y sin alegría. Comentando las consecuencias de fomentar casi únicamente los “imperativos” en vez de los “indicativos”, dice Klaus Berger: “Es probable, que esta “espiritualidad”, quizá no precisamente dichosa, requiera la ayuda que puede llegarle del modelo del amor y la alegría. Pues probablemente por eso hablan tanto los místicos del siglo XII de amor, de amistad, de abrazar y besar, de alegría contagiosa y de la ternura del corazón: porque la seriedad de la vida austera siempre corre el peligro de malograr el alegre mensaje del Evangelio.(…) Posiblemente son dos las expresiones fundamentales de la espiritualidad cristiana. Una está orientada al Viernes Santo, por mencionar un lugar común, y pone en el centro el pecado, la culpa, el juicio vicario sobre Jesús y la sentencia absolutoria. La otra está orientada hacia la Pascua y pone en el centro la alegría, la bienaventuranza, la transformación y la risa que tiene por objeto la muerte y el diablo. Y no se trata de contraponerlas entre sí, sino de reconocerlas como formas complementarias de piedad.” [“¿Qué es espiritualidad bíblica?. Fuentes de la mística cristiana.” Sal Terrae, Santander 2001, 202.204]
Vivir la Cuaresma desde la insistencia en nuestra necesidad de conversión como única “banda sonora”, puede tener el efecto contrario de lo que pretende y convertirnos (mira por donde…) en gente frustrada por no alcanzar tan altas metas de perfección o, siguiendo la metáfora de la danza, agarrotados tímidamente en un rincón de la sala de baile, torpes de pies y duros de oído para captar la música que intenta seducirnos con su ritmo, incapaces de aventurarnos en un movimiento que no sabemos dónde puede conducirnos.
“¿A quién se parecen los hombres de esta generación? ¿A quién los compararemos? Se parecen a unos niños que, sentados en la plaza, gritan a otros: “Tocamos la flauta y no bailáis, cantamos lamentaciones y no lloráis”. (Lc 7,31-32). Así se quejaba Jesús, tratando de sacudir, por medio de un refrán popular, la incapacidad de los que le oían para salir de su anquilosamiento y comenzar a moverse en otra dirección diferente de la que esclerotizaba su mente.
Aquí está de nuevo la Cuaresma, dándonos la buena noticia de que tenemos otra oportunidad para danzar, como la tuvo para dar fruto aquella higuera estéril de la parábola de Jesús (Mt 21,18-19). Otra vez resuena en nuestros oídos la invitación de la carta a los Hebreos: “Así pues, nosotros, rodeados de una nube tan densa de testigos, desprendámonos de cualquier carga y del pecado que nos acorrala; corramos con constancia la carrera que nos espera, fijos los ojos en el iniciador y consumador de la fe, en Jesús.” (Hb 12,1-2) El término griego archegós evoca al que va delante, al cabeza de fila, al que inicia la danza, podríamos traducir nosotros, sin equivocarnos demasiado.
Estas páginas van a tener como telón de fondo cinco lugares a los que nos convocan los evangelios domingos de Cuaresma: el desierto de Judea, la montaña de la transfiguración, el pozo de Siquem, la alberca de Siloé y la tumba de Lázaro.
Son lecturas que nos sabemos de memoria (¿otra vez la samaritana? ¿otra vez el ciego de nacimiento? ¡Son larguísimas…!). De ahí la propuesta de aproximarnos a ellas solamente desde alguno de sus ángulos, sin la pretensión inútil de abarcarlas o agotarlas. Entraremos en cada escena por alguno de sus resquicios, tratando de escuchar la música que las habita, sin escapar de las notas desestabilizadoras que resuenan en ellas, aunque nos creen incomodidad y desconcierto. Asociamos espontáneamente la presencia de Jesús al perdón, la paz, la reconciliación o la misericordia y es cierto que en él encontramos centramiento, armonía y luz. Pero los textos que vamos a leer nos descubren que también lo excéntrico, lo paradójico, lo imprevisible, lo inconveniente o lo intempestivo pueden llevar “marcas” de su presencia y pueden movilizar lo mejor de nosotros mismos, con tal que nos dejemos llevar por su ritmo.
En algunos de esos “escenarios de danza” oiremos además otras voces que desde la poesía, la teología o la espiritualidad “eleven los decibelios” de la melodía evangélica y hagan irresistible en nosotros el deseo de danzar.
Aquí va, como pórtico, uno de esos textos:
BAILE DE LA OBEDIENCIA
Si estuviéramos contentos de ti, Señor,
no podríamos resistir a esa necesidad de danzar que desborda el mundo
y llegaríamos a adivinar
qué danza es la que te gusta hacernos danzar,
siguiendo los pasos de tu Providencia.
no podríamos resistir a esa necesidad de danzar que desborda el mundo
y llegaríamos a adivinar
qué danza es la que te gusta hacernos danzar,
siguiendo los pasos de tu Providencia.
Porque pienso que debes estar cansado
de gente que hable siempre de servirte
con aire de capitanes;
de conocerte con ínfulas de profesor;
de alcanzarte a través de reglas de deporte;
de amarte como se ama un viejo matrimonio.
de gente que hable siempre de servirte
con aire de capitanes;
de conocerte con ínfulas de profesor;
de alcanzarte a través de reglas de deporte;
de amarte como se ama un viejo matrimonio.
Y un día que deseabas otra cosa
inventaste a San Francisco
e hiciste de él tu juglar.
Y a nosotros nos corresponde dejarnos inventar
para ser gente alegre que dance su vida contigo.
inventaste a San Francisco
e hiciste de él tu juglar.
Y a nosotros nos corresponde dejarnos inventar
para ser gente alegre que dance su vida contigo.
Para ser buen bailarín contigo
no es preciso saber adónde lleva el baile.
Hay que seguir,
ser alegre,
ser ligero y, sobre todo, no mostrarse rígido.
No pedir explicaciones de los pasos que te gusta dar.
Hay que ser como una prolongación ágil y viva de ti mismo
y recibir de ti la transmisión del ritmo de la orquesta.
No hay por qué querer avanzar a toda costa
sino aceptar el dar la vuelta,
ir de lado,
saber detenerse y deslizarse en vez de caminar.
Y esto no sería más que una serie de pasos estúpidos
si la música no formara una armonía.
no es preciso saber adónde lleva el baile.
Hay que seguir,
ser alegre,
ser ligero y, sobre todo, no mostrarse rígido.
No pedir explicaciones de los pasos que te gusta dar.
Hay que ser como una prolongación ágil y viva de ti mismo
y recibir de ti la transmisión del ritmo de la orquesta.
No hay por qué querer avanzar a toda costa
sino aceptar el dar la vuelta,
ir de lado,
saber detenerse y deslizarse en vez de caminar.
Y esto no sería más que una serie de pasos estúpidos
si la música no formara una armonía.
Pero olvidamos la música de tu Espíritu
y hacemos de nuestra vida un ejercicio de gimnasia;
olvidamos que en tus brazos se danza,
que tu santa voluntad es de una inconcebible fantasía,
y que no hay monotonía ni aburrimiento
más que para las viejas almas
que hacen de inmóvil fondo
en el alegre baile de tu amor.
y hacemos de nuestra vida un ejercicio de gimnasia;
olvidamos que en tus brazos se danza,
que tu santa voluntad es de una inconcebible fantasía,
y que no hay monotonía ni aburrimiento
más que para las viejas almas
que hacen de inmóvil fondo
en el alegre baile de tu amor.
Señor, muéstranos el puesto
que, en este romance eterno iniciado entre tú y nosotros,
debe tener el baile singular de nuestra obediencia.
Revélanos la gran orquesta de tus designios,
donde lo que permites toca notas extrañas
en la serenidad de lo que quieres.
que, en este romance eterno iniciado entre tú y nosotros,
debe tener el baile singular de nuestra obediencia.
Revélanos la gran orquesta de tus designios,
donde lo que permites toca notas extrañas
en la serenidad de lo que quieres.
Enséñanos a vestirnos cada día con nuestra condición humana
como un vestido de baile, que nos hará amar de ti
todo detalle como indispensable joya.
Haznos vivir nuestra vida,
no como un juego de ajedrez en el que todo se calcula,
no como un partido en el que todo es difícil,
no como un teorema que nos rompe la cabeza,
sino como una fiesta sin fin donde se renueva el encuentro contigo,
como un baile,
como una danza entre los brazos de tu gracia,
con la música universal del amor.
como un vestido de baile, que nos hará amar de ti
todo detalle como indispensable joya.
Haznos vivir nuestra vida,
no como un juego de ajedrez en el que todo se calcula,
no como un partido en el que todo es difícil,
no como un teorema que nos rompe la cabeza,
sino como una fiesta sin fin donde se renueva el encuentro contigo,
como un baile,
como una danza entre los brazos de tu gracia,
con la música universal del amor.
Señor, ven a invitarnos.
(Madeleine Delbrel)
1.- El desierto de las tentaciones (Mt 4,1-11). La danza de lo ex-céntrico
Para entender mejor el texto de las tentaciones y qué es lo que hay en él de qué ex-céntrico, necesitamos leer lo que le precede y lo que le sigue:
Su contexto inmediatamente anterior es el del bautismo de Jesús en el Jordán:
“Jesús, una vez bautizado, salió en seguida del agua. En esto se abrió el cielo y vio al Espíritu de Dios bajar como una paloma y posarse sobre él. Se oyó una voz del cielo: -Este es mi Hijo, a quien yo quiero, mi predilecto.” (Mt 3,16-17)
Y el texto que sigue a las tentaciones es éste:
“Al enterarse de que habían detenido a Juan, Jesús se retiró a Galílea. Dejó Nazaret y se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en territorio de Zabulón y Neftalí. Así se cumplió lo que había dicho el profeta Isaías: País de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los paganos. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombra de muerte, una luz les brilló. (Is 8, 23-9,1). Desde entonces empezó Jesús a proclamar: -Convertíos, que ya llega el reinado de Dios” (Mt 4,12-17)
La escena del bautismo, Jesús escucha la voz del Padre. Se trata del principal momento teofánico de su vida, junto con la transfiguración. Mateo se sirve de ellos para proclamar que la identidad de Jesús consiste en ser el Hijo amado del Padre. Esa es su identidad y en ella se le revela que su “código genético” consiste en ser el Hijo, el amado, el predilecto del Padre, el objeto de su complacencia. Y podemos entender su marcha al desierto movido por el Espíritu, como una necesidad imperiosa de “procesar” en el silencio y en la soledad esa revelación, de hacer sitio en su interioridad al deslumbramiento y al asombro. El significado del desierto no es prioritariamente el penitencial. “La llevaré al desierto y le hablaré al corazón” había dicho Oseas (2,16), convirtiendo el desierto en un lugar privilegiado de encuentro personal y de escucha de la Palabra. Jesús es conducido a él para acoger la Palabra escuchada en su corazón en el momento de su bautismo. Hablando desde nuestra psicología, podríamos decir que necesitaba tiempo para asentar en los cimientos de su ser una Palabra que le des-centraba para siempre de sí mismo y le situaba a la sombra de la ternura incondicional de Alguien mayor.
Los evangelistas presentan su estancia en el desierto como un tiempo de lucidez, haciéndonos ver que la relación filial de la que Jesús ha tomado plena conciencia ha iluminado de tal manera su mirada, que le ya era imposible confundir a Dios con los falsos ídolos que le presenta el tentador: un dios en busca de un mago y no de un Hijo; un dios contaminado por las vacías pretensiones de lo peor de la condición humana: poseer, brillar, hacer ostentación de poder, ejercer dominio.
En la escena de las tentaciones vemos a Jesús reaccionando lo mismo que a lo largo de toda su vida: aferrado y adherido afectivamente a lo que va descubriendo como el querer de su Padre: la vida abundante de los que ha venido a buscar y salvar. No ha venido a preocuparse de su propio pan, sino de preparar una mesa en la que todos puedan sentarse a comer. No ha venido a que le lleven en volandas los ángeles, a acaparar fama y “hacerse un nombre”, sino a dar a conocer el nombre del Padre y a llevar sobre sus hombros a los perdidos, como lleva un pastor a la oveja extraviada. No ha venido a poseer, a dominar o a ser el centro, sino a servir y dar la vida.
Lo que “salva” a Jesús de caer en los engaños del tentador es su ex-centricidad, su estar referido al Padre y a su Palabra, y desde ese Centro recibirá el impulso de abandonar del desierto, y se dejará llevar por la corriente de aproximación de Dios comenzada en la encarnación. A partir de ese momento, lo veremos caminando por Galilea, entrando en relación, anunciando el Reino, creando comunidad, buscando colaboradores, acercándose a la gente, contactando, entrando en casas, acogiendo, curando, enseñando:
“Jesús recorría Galilea entera, enseñando en aquellas sinagogas, proclamando la buena noticia del Reino y curando todo achaque y enfermedad del pueblo. Se hablaba de él en toda Siria: le traían enfermos con toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, epilépticos y paralíticos, y él los curaba. Lo seguían multitudes venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania.” (Mt 4, 23-25)
Mateo, tan aficionado a presentar el cumplimiento de las promesas proféticas, parece estarnos recordando las palabras de Isaías anunciando la llegada de los tiempos mesiánicos: “el niño jugará en el agujero del áspid, la criatura meterá la mano en el escondrijo de la serpiente” (Is 11,8). La enfermedad y de la posesión diabólica eran ámbitos de impureza, de oscuridad y de muerte pero Jesús se introduce en ellos con la misma “inconsciencia” y falta de miedo del niño de la profecía de Isaías.
Como si el arresto de Juan, en vez de atemorizarle o silenciarle, le hubiera dado motivación y energía para ponerse a anunciar el Reino. Mateo no nos hablará de su miedo (“se hizo igual a nosotros menos en el pecado…”) hasta el huerto de Getsemaní (Mt 26,38).
Invitados a la danza de lo ex-céntrico
Giro y vuelta, parece proponernos el evangelio de este domingo: dad un brinco fuera del espacio estrecho y asfixiante de lo que os atrae como el remolino de un sumidero, y sólo os permite girar en círculo, repitiendo siempre las mismas ideas, las mismas preocupaciones, las mismas imágenes sobre vosotros y sobre Dios.
Escapad de ese falso centro que os promete la posesión de las cosas, reíos de vuestra propensión a trepar a los “aleros del templo” para atraer desde allí admiración o buena opinión de la gente, porque casi nadie levanta la mirada hacia arriba y prefiere mirar los escaparates o la TV.
No os empeñéis en plantar la banderita de vuestro nombre en la cima de algún monte, ni os fatiguéis aparentando parecer lo que no sois. Dejad que Jesús, el “archegós”, el iniciador de vuestra fe, os conduzca hacia el Dios a quien él conoció en el desierto: un Dios que no exige de vosotros proezas ni gestos espectaculares, sino solamente vuestra confianza y vuestro agradecimiento. Un Dios que os dirige su Palabra no para imponeros obligaciones o para denunciar vuestros pecados, sino para alimentaros y haceros crecer. Un Dios al que no encontraréis en los lugares de prepotencia o de la posesión, sino en los de la pobreza y la exclusión.
Dejaos bautizar por el nombre nuevo que El ha soñado para vosotros desde toda la eternidad. Acoged con asombro agradecido que os diga: Tú eres mi hijo, te he llamado por tu nombre, tu eres mío. Tu vida no está programada desde el mercado, ni eres una fotocopia del consumidor ejemplar, no eres un “ciudadano NIF”, ni un espectador, ni un súbdito del rey Euro. Eres alguien bendecido, eres mi hijo amado. No eres clónico de nadie, eres único y el Pastor te reconoce por tu nombre.
Y aprended también del Maestro a poneros en camino en dirección a los otros. Lo mismo que él, acortad distancias, tended manos, invertid en relaciones, haceos amigos, liberaos de cosas y enganchaos a personas, discurrid cómo incluir, incorporar y tejer redes y disfrutad al sentaros con otros en el banquete de la vida.
2.- El monte de la transfiguración (Mt 17,1-13). La danza de lo paradójico
El texto de la transfiguración en Mateo comienza por un dato significativo: “Seis días después… “Inevitablemente el lector se pregunta qué es lo que pudo ocurrir de tanta importancia seis días antes y se encuentra en el contexto anterior con el anuncio de la pasión:
“Desde entonces empezó Jesús a manifestar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén, padecer mucho a manos de los senadores, sumos sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día Entonces Pedro lo tomó aparte y empezó a increparlo: ?¡Líbrete Dios, Señor! ¡No te pasará a ti eso! Jesús se volvió y dijo a Pedro: ?¡Retírate, Satanás! Quieres hacerme caer. Piensas al modo humano, no según Dios. Entonces dijo a los discípulos: El que quiera venirse conmigo, que reniegue de sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Porque si uno quiere salvar su vida, la perderá; en cambio, el que pierde su vida por mí, la salvará. A ver, ¿de qué le sirve a uno ganar el mundo entero si malogra su vida? ¿Y qué podrá dar para recobrarla? Porque este Hombre va a venir entre sus ángeles con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta. Os aseguro que algunos de los aquí presentes no morirán sin haber visto llegar a este Hombre como rey”. (Mt 16,21-28)
Este es el pórtico de entrada a la escena de la transfiguración y su función parece ser la de evocar el caos y la tiniebla anteriores al día primero en el que dijo Dios: “Que exista la luz . Y la luz existió. (Gen 1,3) .Este “guiño” del relato es una alusión clara a la definitiva Creación y presenta la transfiguración de Jesús como el Sábado definitivo. Pero además, el contexto del anuncio de la pasión y la resistencia de Pedro, nos recuerdan la imposibilidad de separar los aspectos luminosos de la existencia de los momentos oscuros, el dolor del gozo, la muerte de la resurrección. La contigüedad de las dos escenas parece comunicarnos la convicción pascual de que el inundado de Luz es precisamente aquel que consintió en atravesar la noche de la muerte y accedió a la ganancia por el extraño camino de la pérdida.
Pedro, y con él todos nosotros, intenta retener los momentos de ganancia (“hagamos tres tiendas aquí, donde te manifiestas resplandeciente, donde se escucha la voz del Padre y donde te rodean Moisés y Elías…”), lo mismo que poco antes había rechazado los de pérdida: “¡Líbrete Dios, Señor!”
Invitados a la danza de lo paradójico
“¡Salid de vuestras tinieblas! Dejad atrás la seguridad del valle y emprended sin miedo la subida al monte, porque arriba os espera la luz!”. Esta podría ser la propuesta del evangelio de la transfiguración.
“Renunciad a vuestras ideas equivocadas sobre Dios y a lo que creéis que es pérdida o ganancia, abríos a la novedad absoluta de Jesús y de su Evangelio, atreveos a romper con vuestra búsqueda codiciosa y obsesiva de ganar, poseer, conservar y, en lugar de ello, arriesgaos en un camino inverso de pérdida, derroche y entrega, sin más garantía que Su palabra.
Estad dispuestos al vuelco radical que supone llegar a “pensar y sentir como Dios” y a conformar con los criterios del Evangelio vuestra idea de lo que es luz y oscuridad, salvar la vida o perderla. Comportaos como los verdaderos discípulos, disponeos a romper con vuestros viejos esquemas mentales, a cambiar de lenguaje y de significados, a cuestionar vuestra propia lógica y vuestras ideas aprendidas en otras escuelas. Prestad oído a la promesa de vuestro único Maestro: “Al que se venga conmigo, voy a llevarle a la “ganancia” por el extraño camino de la “pérdida”: ese es el camino mío y no conozco otro. La única condición que pongo al que quiera seguirme, es que esté dispuesto a fiarse de mí y de mi propia manera de salvar su vida, que sea capaz de confiármela, como yo la confío a Aquél de quien la recibo. La suya será siempre una vida sin garantía y sin pruebas, en el asombro siempre renovado de la confianza: por eso no puedo dar más motivos que el de “por mi causa”.
Permaneced en lo alto del monte “firmes como si viérais al Invisible” (He 11,27), hasta que la prioridad del Señor y su Reino polarice y relativice todo lo demás, hasta que vuestras pequeñas preocupaciones y temores vayan pasando a segundo término y la lógica de lo evidente se quede atrás. La luz de la transfiguración os atrae a una manera de creer en la que la fe no es una manera de saber o de comprender, sino la decisión de fiaros de Otro, y de exponer la vida entera a una Palabra que hará saltar los límites de vuestros oscuros hábitos y valoraciones.
Entrad en esa danza y vuestra vida entera se convertirá en una apuesta arriesgada, más allá de cualquier pretensión de poseer certezas definitivas.
En la plaza
Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
Hermoso es, hermosamente humilde y confiante, vivificador y profundo,
sentirse bajo el sol, entre los demás, impelido,
llevado, conducido, mezclado, rumorosamente arrastrado.
No es bueno
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón
de los hombres palpita extendido.
quedarse en la orilla
como el malecón o como el molusco que quiere calcáreamente imitar a la roca.
Sino que es puro y sereno arrasarse en la dicha
de fluir y perderse,
encontrándose en el movimiento con que el gran corazón
de los hombres palpita extendido.
Como ese que vive ahí, ignoro en qué piso,
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
y le he visto bajar por unas escaleras
y adentrarse valientemente entre la multitud y perderse.
La gran masa pasaba. Pero era reconocible el diminuto corazón afluido.
Allí, ¿quién lo reconocería? Allí con esperanza, con resolución o con fe, con temeroso denuedo,
con silenciosa humildad, allí él también
transcurría.
Era una gran plaza abierta, y había olor de existencia.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Un olor a gran sol descubierto, a viento rizándolo,
un gran viento que sobre las cabezas pasaba su mano,
su gran mano que rozaba las frentes unidas y las reconfortaba.
Cuando, en la tarde caldeada, solo en tu gabinete,
con los ojos extraños y la interrogación en la boca,
quisieras algo preguntar a tu imagen,
no te busques en el espejo,
en un extinto diálogo en que no te oyes.
Baja, baja despacio y búscate entre los otros.
Allí están todos, y tú entre ellos.
Oh, desnúdate y fúndete, y reconócete.
Entra despacio, como el bañista que, temeroso,
con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos
Y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.
con mucho amor y recelo al agua,
introduce primero sus pies en la espuma,
y siente el agua subirle, y ya se atreve, y casi ya se decide.
Y ahora con el agua en la cintura todavía no se confía.
Pero él extiende sus brazos, abre al fin sus dos brazos
Y se entrega completo.
Y allí fuerte se reconoce, y crece y se lanza,
y avanza y levanta espumas, y salta y confía,
y hiende y late en las aguas vivas, y canta, y es joven.
Así, entra con pies desnudos. Entra en el hervor, en la plaza.
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!
Entra en el torrente que te reclama y allí sé tú mismo.
¡Oh pequeño corazón diminuto, corazón que quiere latir
para ser él también el unánime corazón que le alcanza!
(Vicente Aleixandre)
3.- Un pozo en Samaría (Jn 4,1-45). La danza de lo imprevisible
“Quien viene de arriba está por encima de todos. Quien viene de la tierra es terreno y habla de cosas terrenas. Quien viene del cielo está por encima de todos. El atestigua lo que ha visto y oído, y nadie acepta su testimonio. Quien acepta su testimonio acredita que Dios es veraz. El enviado de Dios habla de las cosas divinas, pues Dios no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo pone en sus manos. Quien cree en el Hijo tiene vida eterna. Quien no cree al Hijo, no verá la vida, pues lleva encima la ira de Dios.” (Jn 3,31-36)
Estas palabras puestas en boca de Jesús son el atrio que antecede al relato de su encuentro con la mujer de Samaria junto al pozo de Jacob. Juan contrapone, a nivel discursivo, dos ámbitos: el cielo y la tierra, las cosas divinas y las terrenas. Y es eso mismo lo que va a hacer a continuación a nivel narrativo en la escena de la samaritana.
La alusión al dueño del pozo, trae a la memoria la escena en la que Jacob vio en sueños una escalera que unía el cielo con la tierra. La comunicación entre “lo de arriba” y “lo de abajo” que parecía imposible, va a convertirse ahora en realidad y el hombre sentado en el brocal del pozo va a ser la escalera y el puente que comunique los dos ámbitos.
La mujer llega al pozo ajena a lo que allí la espera y que nada, en la trivialidad de su vida cotidiana, hacía previsible: va por agua con el cántaro vacío para volverse con él lleno a su casa. No hay más expectativas, ni más planes, ni más deseos.
Pero lo imprevisible la está esperando junto aquel galileo sentado en el brocal del pozo que entabla conversación con ella sobre cosas banales, como para no asustarla: hablan de agua y de sed, de pozos y de viejas rencillas entre pueblos vecinos, cosas de todos los días. De pronto irrumpe el lenguaje de “las cosas de arriba”: el don, un agua que se convierte en manantial vivo, la promesa de una sed calmada para siempre, un Dios en búsqueda, fuera de los espacios estrechos de templos o santuarios.
La mujer se defiende e intenta mantenerse en un nivel de trivial superficialidad, huyendo de la irrupción de lo de arriba en su vida. Pero al final de la escena el cántaro que era símbolo de la pequeña capacidad que está dispuesta a ofrecer, se queda olvidado junto al pozo, inútil ya a la hora de contener un agua viva.
Como en tantas otras ocasiones, el evangelio nos sitúa ante un Jesús imprevisible, capaz de vencer la estrechez de nuestras expectativas a la hora de recibirle. Los evangelistas se encargarán¡ de poner de relieve esta presencia de los desmesurado e imprevisible que parece acompañar las actuaciones de Jesús, desbordando siempre lo que se esperaba de él: Ni los novios de Caná necesitaban tanto vino (Jn 26), ni los discípulos una pesca tan abundante que casi les revienta las redes (Lc 5,6); y para sostener las fuerzas de la gente que le había seguido al desierto bastaba un bocado de pan y pescado, no que sobraran doce cestos (Jn 6,13). El paralítico lo que quería era volver a andar, no esperaba volverse a casa libre de la carga de sus pecados, y Zaqueo, interesado solamente en ver el aspecto de Jesús, se le encontró metido en su casa y compartiendo su mesa (Lc 19); las mujeres sólo pretendían que alguien les descorriera la piedra del sepulcro para embalsamar un cadáver, pero se encontraron al Viviente saliéndoles al encuentro (Mt 28,1-10).
Siempre el mismo derroche por su parte, y siempre la misma resistencia por la nuestra a la hora de ser adentrados en lo imprevisible. Y eso ya desde que Sara se reía por lo bajo, escéptica y reticente ante una promesa que desbordaba por arriba sus previsiones.
Invitados a la danza de lo imprevisible
Abandonad vuestra rigidez entre los brazos del Danzante, dejaos llevar por él más allá de vuestros calculados movimientos, nos diría la samaritana: no temáis la hondura de su pozo, ni el empuje irresistible del manantial que salta hasta la vida eterna. Olvidad vuestro pequeño cántaro, vuestro raquítico sistema de pesas y medidas.
Olvidaos de las pequeñas disputas en torno a montes y templos: ha llegado la hora de adorar en espíritu y en verdad y todos están llamados a hacerlo. No os quedéis únicamente en lo que ya sabéis de Jesús: recorred el proceso de intimidad al que también tenéis la dicha de estar invitados. Al principio yo no vi en él más que a un judío, pero él me fue conduciendo hasta descubrirle como Señor, Profeta, Mesías, como Aquel a quien siempre había estado esperando sin saberlo. Tened vosotros la osadía de nombrarle con nombres nuevos, con esos que no aparecerán nunca en los resecos manuales de vuestras estanterías.
Pero os lo aviso, estad prevenidos: él os puede estar esperando en cualquier lugar , en cualquier mediodía de vuestra vida cotidiana, precisamente cuando andabais enredados en pequeñas historias relacionales, en rencillas mutuas o en rancias ortodoxias en torno a rúbricas o privilegios. Si os detenéis a escucharle, estáis perdidos para siempre por que él al principio os pedirá algo sencillo: “dame de beber”, “llama a tu marido”… , pero al final, volveréis a vuestra casa sin agua y sin cántaro, y con la sed, antes desconocida, de atraer hacia él a la ciudad entera.
Cuenta un apotegma de los padres del desierto que el abad Lot dijo una vez al abad José: “Padre, ayuno un poco. Oro y medito; trato de vivir en paz en lo que de mí depende; procuro purificar mis pensamientos. ¿Qué más puedo hacer?.
José se puso de pie y extendió sus manos hacia el cielo. Sus dedos se volvieron como diez llamas y dijo: ¡Si quieres, puedes ser todo fuego!
4.- Una alberca en Siloé (Jn 9): la danza de lo in-conveniente
La curación del ciego de nacimiento es un prodigio narrativo que requiere ser leído en su contexto inmediatamente anterior: se trata de una discusión de Jesús con los judíos (Jn 8,12-59) que comienza con su afirmación: “Yo soy la luz del mundo (8,12). En el diálogo que sigue, el verbo más repetido es hacer (8,28.29.34.39.40.41), unido al sustantivo obras (8, 39.41). Se trata de demostrar que es Jesús quien hace las obras de Dios, mientras que los judíos hacen las obras del diablo, su padre.
La escena de la curación del ciego es la ampliación narrativa de los temas enunciados anteriormente en forma discursiva. En el comienzo, y ante la pregunta de los discípulos acerca del motivo de la ceguera del hombre, Jesús responde: “Ha sucedido para que se revelen en él las obras de Dios. Mientras es de día, tenéis que obrar en las obras del que me envió. Llegará la noche, cuando nadie pueda obrar. Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo (9, 3-5). A lo largo del relato, el verbo hacer aparece en los vv 6.11.14.16.26.33.
Lo que resulta sorprendente, y es aquí donde vamos a centrar la atención, es que sea el barro el medio extraño y claramente inadecuado empleado por Jesús para hacer su obra (que es la de Dios) de devolver la vista al ciego y para manifestarse él mismo como luz. El barro aparece cuatro veces en el texto, y siempre en manos de Jesús como complemento del verbo hacer ( Jn 9, 6.11.14. 15) y, aparte de la clara alusión al barro de la creación del Adam (cf Gen 2,7), quizá forme parte del humor que acompaña a todo el texto: es precisamente algo opaco y oscuro el instrumento para que el ciego recupere la vista y para que la luz vuelva a sus ojos.
“El Señor está realizando una obra extraña” había dicho Isaías (Is 28,21), haciéndose eco de la extrañeza y el desconcierto que provoca la manera de actuar de Dios Y es que el empleo de medios inapropiados parece pertenecer, según los escritores bíblicos, a las costumbres de Dios: cumplió su promesa de darles una descendencia numerosa a través de la esterilidad de las matriarcas (Gen 17,16); envió a un tartamudo a negociar la salida de Israel Egipto (Ex 4,10) y fueron las ranas, las moscas y los mosquitos los encargados de agotar la paciencia del poderoso faraón (Ex 7-8). Para conseguir la victoria contra los amalecitas, Moisés, en vez de empuñar las armas, extendió los brazos para orar (Ex 17,11-12), la condición para vencer al poderoso ejército de los madianitas fue la disminución drástica de los soldados de Gedeón (Jue 7) y, para vencer a Goliat, David no se servirá de la lanza sino de las chinitas de su zurrón (1Sm 17).
Las acciones simbólicas de los profetas tienen que ver con frecuencia con cosas rotas, mal usadas, deterioradas o gastadas, especialmente en las de Jeremías: un cinturón inservible (Jer 13,1-11), una vasija que se estropea rota en manos del alfarero (Jer 18,1-10; un cántaro quebrado ante las murallas de Jerusalén (Jer 19). La garantía de la protección de Dios a Acaz cuando temblaba de miedo viendo Jerusalén sitiada, fue el anuncio que su joven esposa esperaba un hijo (Is 7). Y no será un ángel quien sacará de Babilonia a los exilados, sino la benevolencia del pagano Ciro (Esd 1).
No es de extrañar que los destinatarios de esas acciones reaccionen irritados cuando la manera de Dios a la hora de realizarlas no coincide con los métodos que les parecerían los adecuados:”¿Acaso dice la arcilla al artesano: -¿Qué estás haciendo? Tu vasija no tiene asas”(…) Y vosotros ¿vais a pedirme cuentas de mis hijos? ¿vais a darme instrucciones sobre la obra de mis manos? (Is 45,9-11)
El Nuevo Testamento acentúa desde su comienzo los medios tan poco “convenientes” que van a caracterizar las acciones de Dios y del propio Jesús: las cuatro únicas mujeres que aparecen en su árbol genealógico según Mateo, son una muestra del “barro” de que se sirvió Dios para modelar al Nuevo Adán: Tamar, recordada por su comportamiento incestuoso (Gen 38); Rahab, una prostituta de Jericó (Jos 2); Rut, una extranjera de Moab; la mujer de Urías, asociada al adulterio de David… (2Sm 11). Descendiendo de abuelas tan insólitas, ya no puede extrañarnos nada de lo que sigue: una cuadra en un descampado como “denominación de origen” del anunciado como “Salvador, Mesías y Señor” (Lc 2,1-20); desperdiciar treinta años trabajando oscuramente en un pueblo perdido y, a la hora de aparecer en público, mezclarse con la gentuza para bautizarse en el Jordán.
Como predicadores de su evangelio elegirá a gente entendida solamente en barcas, peces o impuestos. Para convencer de la prioridad de “hacerse próximo” escoge a un samaritano, prototipo de los alejados (Lc 10,25-37); los modelos de fe que propone a su auditorio de intachables judíos serán una mujer impura por su flujo de sangre (Mc 5,34), una pagana, madre de una endemoniada (Mt 15,21-28) y un capitán del imperio invasor (Mt 8,10).
A los dispuestos a apedrear a la mujer acusada de adulterio no los disuade con un discurso brillante y convincente, sino inclinándose y escribiendo en el polvo (Jn 8); al ciego de Betsaida y a un sordomudo los cura aplicándoles su propia saliva (Mc 7,33; 8,23) y cura a un leproso realizando el gesto prohibido de tocarle.
Para hablar del Reino no acude al lenguaje erudito de los escribas, sino que narra cuentos poblados de personajes y elementos de la vida cotidiana: campesinos que siembran y cosechan, mujeres que amasan y encienden candiles, un pastor desvelado en busca de una oveja perdida, un padre asomándose al camino por si vuelve a casa el hijo que se le fue…
Y además de todos estos intermediarios inadecuados, los medios para alcanzar el Reino tampoco parecen los más convenientes: la pérdida resulta ser el precio de la ganancia (Mc 8,35) y para ser significativo e importante hay que ponerse a aprender de los niños (Mt 18,3); en cambio, el poder, la influencia y la riqueza se revelan como factores de alto riesgo; la posesión no es fuente de alegría sino de pesadumbre (Mt 19,16-22) y la acumulación, objeto de irrisión y ridículo (Lc 12,16-21).
Invitados a la danza de lo in-conveniente
Aflojad la tensión de vuestras manos y dejad que se os escapen las riendas con las que intentáis controlar a Dios, podría decirnos el ciego de nacimiento. Liberaos de vuestra obsesión por fiscalizar los “cómos” y dominar los “porqués” de sus acciones: tampoco yo conseguí entender por qué untaba mis ojos con aquel barro espeso que parecía cegar aún más mis pupilas. Pero me fié de su palabra, me dirigí a tientas a la alberca de Siloé, me lavé y, junto con el barro, se fueron mis tinieblas y me vi sorprendido por la luz como en la primera mañana de la creación. Aceptad el desafío de creer que el barro puede ser portador de luz, confiad en las manos de quien lo aplica a vuestros ojos, reconoceos en la negativa farisea de aceptar que la luz pueda llegar por otro camino que no sea el de los propios candiles y lámparas.
Decidíos a creer que Alguien sabe mejor que vosotros qué es lo que os cura y lo que puede hacer luminosa vuestra vida y no os contentéis con conocerle solamente por el sonido de su voz y el roce de sus manos: porque él os sigue buscando para que podáis contemplar también el rostro del que procede toda luz.
Dad fe a la Palabra que os asegura que vuestras carencias y cegueras no os encierran definitivamente, sino que pueden ser puertas abiertas para el encuentro y entregad vuestra fe y vuestra adoración a Aquel que no pasará nunca de largo por las cunetas de vuestros caminos.
Un día, estaba sentado con Rodleigh, el jefe del grupo, en su caravana, hablando sobre los saltos de los trapecistas. Me dijo: “Como saltador, tengo que confiar por completo en mi portor. El público podría pensar que yo soy la gran estrella del trapecio, pero la verdadera estrella es Joe, mi portor. Tiene que estar allí para mí con una precisión instantánea, y agarrarme en el aire cuando voy a su encuentro después de saltar”. “~,Cuál es la clave?”, le pregunté. “El secreto”, me dijo Rodleigh, “es que el saltador no hace nada, y el portor lo hace todo. Cuando salto al encuentro de Joe, no tengo más que extender mis brazos y mis manos y esperar que él me agarre y me lleve con seguridad al trampolín”.
“Que tú no haces nada?”, pregunté sorprendido. “Nada”, repitió Rodleigh. “Lo peor que puede hacer el saltador es tratar de agarrar al portor. Yo no debo agarrar a Joe. Es él quien tiene que agarrarme. Si aprieto las muñecas de Joe, podría partírselas, o él podría partirme las mías, y esto tendría consecuencias fatales para los dos. El saltador tiene que volar, y el portor agarrar; y el saltador debe confiar, con los brazos extendidos, en que su portor esté allí en el momento preciso”.
Cuando Joe dijo esto con tanta convicción, en mi mente brillaron las palabras de Jesús: “Padre, en tus manos pongo mi Espíritu”. Morir es confiar en el portor. Podemos decir a los moribundos: “Dios se hará presente cuando deis el salto. No tratéis de agarrarlo; él os agarrará a Vosotros. Lo único que debéis hacer es extender Vuestros brazos y Vuestras manos y confiar, confiar, confiar”.
5.- La tumba de Lázaro (Jn 11). La danza de lo in-tempestivo
En el contexto anterior a la resurrección de Lázaro aparece de nuevo el tema de las obras, esta vez en relación con el verbo creer: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis. Si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a mis obras y reconoceréis de que el Padre está en mí y yo en el Padre”. (Jn 10,38)
En la escena siguiente, Jesús va a realizar la obra por excelencia del Padre que es comunicar vida, y una vida que ya estaba en posesión de la muerte. Pero no es esa señal la que obtiene la fe de Marta, sino que la confesión creyente de ésta la antecede: “Yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que había de venir al mundo” (11, 27), apoyada solamente en la afirmación de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida” (v. 25).
Estamos ante una fe proclamada “a destiempo” ya que su momento adecuado parecería ser el siguiente a la salida de Lázaro de la tumba. Pero entonces, parece decirnos Juan, ya no sería fe, porque lo propio de ésta es adelantarse y preceder a los signos.
Pero hay otro significativo destiempo (más bien contratiempo o llegada intempestiva ) en la narración: el del retraso de Jesús que, aunque sabía de la enfermedad de su amigo, “prolongó su estancia dos días en el lugar” (v.6) y además pronuncia una frase incomprensible ante sus discípulos: “Lázaro ha muerto. Y me alegro por vosotros de no estar allí, para que creáis” (v 15).
Existe por lo tanto para Jesús un “no estar” en el lugar adecuado (devolviendo la salud a Lázaro) que es ocasión de fe, y eso es más importante para él que el consuelo que hubiera dado con su presencia.
Realmente se merecía el reproche de Marta: “Si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano…” (v 21) Marta no hace más que sumarse con voz femenina a la multitud de los que a lo largo de los siglos habían protestado, clamado y hasta casi insultado a un Dios acusado de impuntual.
Abraham, el primer creyente, fue también el primero en refunfuñar ante Dios, cansado ya de tanto retraso en la promesa de descendencia: “Señor, ¿de qué me sirven tus dones si soy estéril y Elezer de Damasco será el amo de mi casa? (Gen 15, 2). Y es que, la verdad, ni Sara ni él mismo iban estando ya para nada.
“Que se dé prisa, que apresure su obra para que la veamos; que se cumpla enseguida el plan del Santo de Israel para que lo comprobemos” (Is 5. 18), apremiaban los listillos contemporáneos de Isaías, y Jeremías, después de comprar un campo con el destierro ya encima, se encaraba abiertamente con Dios: “Estás viendo la ciudad ya en manos de los caldeos y en este momento vas tú y me dices: – ¡Cómprate un campo! (Jer 32, 25)
Habacuc fue el primero en preguntarle abiertamente: ¿Hasta cuándo pediré auxilio sin que me escuches? (Hab 1,2) y el impaciente Job tampoco se quedó corto en protestas.
En el NT tampoco los discípulos parecen estar muy de acuerdo con la medición de tiempos propia de Jesús: evidentemente, el durmiente que llevaban en la barca retrasó demasiado el momento de despertarse y calmar la tempestad (Mc 5,38); y cuando llegó aquella otra galerna, podía haber abreviado sus rezos en la montaña y acudir en su ayuda un poco antes (Mc 6, 46-50). Tampoco estuvo atinado de cálculo cuando se le fue la gente detrás: “El lugar es despoblado y la hora es avanzada” (Mc 6,35). O sea, mucha compasión, pero ni idea de que el tiempo pasa y ahora a ver cómo nos arreglamos para que coman. Y no digamos cuando le entró aquella prisa insensata por subir a Jerusalén, con la que estaba cayendo allí (Mc 10,32). En opinión de los de Emaús, los tres días pasados en la tumba eran ya más que suficientes para darles razón en su sospecha de que la promesa de resurrección no había sido más que una pretensión insensata (Lc 24, 21).
El tema del desajuste entre tiempos de Dios y tiempos humanos es reincidente en las parábolas: el amo no llegó hasta el tercer turno de vela (Lc 12, 38) y el novio se retrasó tanto, que el aceite de las lámparas estaba ya en las últimas (Mt 25,5).
Jesús es contundente y nunca aclara los cuándos de Dios ¡Estad en vela!, es lo único que recomienda (Mt 24,42) y, junto con eso la convicción de que la semilla crece sin que el que la sembró sepa cómo (Mc 4,27).
Invitados a la danza de lo in-tempestivo
Es Marta esta vez quien nos invita:
Dejad que sea Otro quien mida vuestros tiempos, ritmos y compases. Recordad que él llega a tiempo pero a su tiempo, no al vuestro, y tendréis que ser pacientes y convertir vuestra prisa en espera y vuestra impaciencia en vigilancia. Acostumbraos a su extraño lenguaje: si decís de alguien: “está muerto” él os dirá “está dormido” y os pedirá también vuestro consentimiento, no sólo ante sus retrasos, sino ante sus anticipaciones: porque en el grano de trigo podrido en tierra él está contemplando la espiga, y cuando una mujer grita de dolor, él escucha ya el llanto del niño que nace.
No temáis permanecer a su lado junto a las tumbas de vuestro mundo, unid vuestro llanto al suyo allí donde parece que la muerte ha puesto ya la última firma y gritad vuestra rebeldía ante su dominio. Pero creed también en la fuerza secreta de la compasión y de la insensata esperanza. Cuando yo le esperaba junto al lecho de Lázaro para ahuyentar su fiebre, él vino a destiempo, a la hora tardía en que creíamos no necesitarle. Y el que no llegó a tiempo para curar a mi hermano, ordenó retirar la piedra del sepulcro, pronunció su nombre y le ordenó con su poderosa voz: -“Lázaro, ¡ven afuera!”. Y todos supimos entonces que la última palabra la tenía aquel hombre en quien habitaba el poder de vencer a la muerte. Atreveos a jugar con él el juego de sus retrasos y de sus des-tiempos: apostad fuerte por la Palabra que os asegura que en él está la resurrección y la vida de todos los lázaros olvidados en las tumbas de la historia.
Alegraos de tener como Compañero de danza al Ex-céntrico y al Imprevisible, aunque os conduzca a un ritmo que os parezca paradójico, in-conveniente e intempestivo. Porque lo suyo es cambiar nuestro luto en danza, desatar nuestros sayales, como desató a Lázaro de sus vendas, y revestirnos de fiesta.
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