“Nadie os quitará vuestra alegría”. ¡Qué preciosa promesa del Señor! ¡Cuánto nos cuesta acabar de creerla! ¡Con qué facilidad la olvidamos! La fe en Cristo resucitado no conoce la palabra “adiós” porque no existen las despedidas definitivas; utiliza las palabras “hasta luego” o “hasta la vista”. Es lo que intenta explicarnos hoy Jesús en el evangelio de Juan cuando se despide provisionalmente de sus discípulos. No se va para siempre, no abandona a los suyos, por ello la tristeza debe ser pasajera, porque su ausencia es provisional.
Es verdad que a veces vivimos tristes, como si el Señor no estuviera a nuestro lado, como si fuéramos huérfanos. No es cierto. El Señor le recuerda hoy a Pablo en la primera lectura: “No temas, sigue hablando y no te calles, que yo estoy contigo, y nadie se atreverá a hacerte daño…” El incansable misionero se encuentra en Corinto, una ciudad muy variada y cosmopolita, de grandes diferencias sociales e inmoralidades; la ciudad de sus amores que tantos quebraderos de cabeza le trajo y en la que dedicó año y medio de su vida a anunciar la Buena Noticia. Ciudad en la que nació, después de varios rechazos, una de las comunidades más importantes e influyentes de la Iglesia primitiva. Si Pablo se hubiera rendido, su trabajo no hubiera dado su fruto. Pero no se dio por vencido porque creyó y sintió que el Señor estaba con él.
También lo sintió el santo madrileño que hoy recordamos, san Isidro. Un labrador de profunda fe y oración diaria que ayudaba a los pobres con sus escasos recursos. Testigos que nos recuerdan que estas promesas del Señor son verdaderas.
No permitamos que nada ni nadie nos robe la alegría de sentirnos amados por Dios. Para ello hemos de grabar a fuego en nuestro corazón esta sentencia del Señor para evitar que la tristeza inunde nuestro ser. Ora hoy con ella: “nada ni nadie me quitará la alegría de saberme amado por Dios”. No hay mayor gozo.
Vuestro hermano en la fe:
Juan Lozano, cmf.
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