01 marzo 2015

Domingo II de Cuaresma

LA MONTAÑA, UN SÍMBOLO
 El símbolo de la montaña.
La montaña es un símbolo muy sugerente, que no ha pasado desapercibido para los hombres de la Biblia. Está cerca del cielo, confundiéndose con la misma luz y respirando el aire más puro. Subir a la montaña evoca la imagen de la superación, la constancia, la liberación de la pesadumbre del valle. Desde allí todo se contempla con otra perspectiva: el hombre se siente más ágil, dominador. Lo alto, la cumbre, la cima más allá de la cual no hay otra, un horizonte sin barreras, el final de lo tangible… Grandes manifestaciones de Dios han ocurrido en la montaña; basta recordar el Sinaí (Ex 19, 16 ss.). El gran acto de la fe de Abraham y el cumplimiento de la Promesa por parte de Dios, se realizan también en la montaña (Gen 22, 1 ss.). El Evangelio de hoy nos dice que Jesús «subió con ellos a una montaña alta y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador… Se le aparecieron Moisés y Elías». Todos estos rasgos son los símbolos de la transfiguración humana según el modelo de la condición divina.
  1. La montaña como tentación.
La montaña, la meta, el final de todo esfuerzo, el triunfo o la victoria, pueden ser una tentación. Los Apóstoles se dieron cuenta, por un momento, de que estaban arriba y se apresuraron a decir: «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres chozas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Me 9, 5).
Los cristianos tenemos el peligro de refugiarnos en la montaña, cobardemente. En el fondo, para muchos, la oración es una huida.
Nos refugiamos en un ámbito ideal, imaginado; no sabemos ni con quién. Sólo que en ese gesto nos encontramos a gusto, lejos de la pesadumbre cotidiana. Lo mismo puede pasar con la comunidad, el grupo. Todo ello nos puede llevar a un falso espiritualismo, a los espacios verdes creados por el espejismo de deseos sin alcanzar. A veces caemos en la tentación de quedarnos sentados en el camino, esperando que el Reino venga a nosotros. Pero no vendrá. No hay cielo ni tierra prometida para los que se sientan, para los que suspiran por el cielo despreciando la tierra, para los que quieren alcanzar el cielo sin transformar el mundo, para los que cuelgan las cítaras en los sauces del río y comienzan a lamentarse y a recordar a Jerusalén (Sal 136).
Cuántos confundimos aún la transfiguración cristiana con estar fuera del mundo, en la altura, sin el ruido, sin el equívoco normal de toda situación; encarnados en la posesión de la verdad, como un pedestal; amparados en la contemplación de la verdad pura, contemplándonos en el bruñido dogma, más allá del bien y del mal, por encima de la zozobra, la angustia, la contaminación y el agobio de la existencia.
«Miramos al cielo y contamos las estrellas» (Gen 15, 5). Pero hoy no se puede estar sólo mirando al cielo. Tendremos que escuchar de nuevo la increpación de los ángeles a la comunidad primitiva, que había puesto toda su ilusión en las alturas- «Galileos, ¿qué hacéis ahí, mirando al cielo? El que habéis visto subir volverá» (Act 1, 11). A la tierra es necesario volver, en donde encontraremos al Señor Jesús.
  1. La montaña entrevista, la transfiguración, es como un alto en el camino, como una fuerza, un coraje para seguir hacia adelante.
— En la montaña, en la oración, en la liturgia, en la reunión de la comunidad, en el grupo cristiano, no se sale y se escapa el hombre del mundo. El tema de conversación, el objeto de celebración es la vida diaria. «Se habla del Éxodo» (Le 9, 31), del acontecimiento diario, de su complejidad y de su exigencia, del fracaso, la debilidad y el compromiso. La oración sólo puede ser verdad cuando es un encuentro con lo cotidiano en profundidad, en actitud de revisión (Ex 3, 7 ss.).
:— Descubrir la montaña, intuir la tierra prometida, es un compromiso y un quehacer. «Este es mi Hijo, mi programa, escuchadle» (Me 9, 7). En El se ha realizado la posesión de la tierra prometida a la descendencia (Gen 22, 15 ss.). Para que nosotros podamos llegar a las metas del hombre nuevo, ha sido sellada una alianza en la Sangre de Jesús de Nazaret.
Moisés en la montaña escuchó una misión. El prefería quedarse contemplando el santo resplandor de la zarza ardiendo (Ex 3, 155). Alegaba que era tartamudo, como Abraham viejo. Pero la voz imperiosa seguía clamando desde la montaña: baja al valle, a la calle de la ciudad, despierta todas las opresiones, injusticias, egoísmos y esclavitudes de Egipto, de Jerusalén y de todos los poderes; convoca un éxodo: haz salir al pueblo hacia la liberación, de la tierra extraña a una tierra propia; escala el calvario de la desesperanza, para llegar a la otra colina de la Ascensión, de la liberación, superando el vado —como un mar Rojo—de la muerte.
La montaña, la Promesa, la ciudadanía que esperamos es una fuente de energía, de poder. Son las primicias o las arras de nuestro por- venir. La garantía que nos permite lanzarnos al negocio. Tomar contacto con la promesa es como un trampolín, una rampa de lanzamiento, un cohete propulsor.
— La transfiguración nos avisa que la montaña es una conquista: Jesús, como Abraham (Gen 22, 1-2), está abocado al fracaso; ve que la muerte se le viene encima, se le traga y le aplasta como en el derrumbamiento de un edificio. Sin embargo, espera; tiene presente la montaña, la conquista, el-deseo de superación, la victoria. En el camino de Jerusalén, para morir, entrevé la vida; en la fatiga de la lucha, la posesión del descanso; en el fracaso de su obra, un triunfo. Jesús acepta, que la historia de los creyentes, Moisés y Elías, la ley y los profetas, le iluminen el camino, le descubran su sentido, le revelen su éxodo y la Pascua.
— La montaña de la transfiguración es como una esperanza; pero en la vida «Jesús se encontró sólo» (Me 9, 8). Es la experiencia humana. Abraham comienza también su grave aventura «sin descendencia». «¿Por qué me has desamparado?» (Me 15,3L) Estamos angustiosamente solos. Y no lo resistimos. Pedimos pruebas, buscamos la tierra ya, queremos descendencia inmediata. Solos, pero con la fe. Fe en la pro- mesa y en la Alianza. Solos, pero sobre la Realidad total, acogedora, que nos da fuerzas, que nos ayuda a andar, que germina todas nuestras posibilidades. Solos, pero con la firme experiencia «de que una antorcha ardiente ha pasado entre los trozos de nuestra existencia y nos hemos estremecido de fuerza y confianza» (Gen 15, 17). Solos, sin montaña, sin cielo, con oposición, abocados al fracaso, impotentes ante la obra de la liberación. Solos ante el mundo, ante nosotros, mirando de soslayo al cielo, pero abocados irremediablemente a construir la tierra, a hacer el éxodo del pueblo, a transformar nuestra humilde condición humana, a consumar nuestra obra por medio de la muerte.
Solos, con la fe, que es la victoria que vence al mundo. Ella es la garantía de lo que se espera (Hech 11, 1.8; 12, 2-4).

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Deja tu comentario