Jesús llega a Jerusalén. La ciudad y el momento en que esto sucede indican el trágico final que allí le espera. Jesús lo sabe. Pero lo sorprendente es que no se acerca a la derrota final como un derrotado, ni entra en la ciudad como un triunfador victorioso. Con una sencillez, una humildad y una bondad que impresionan, organiza él mismo la entrada para que sea, no la ostentación triunfal de un vencedor, sino una manifestación popular de paz y alegría de las gentes más humildes y sencillas, los que siempre le han acompañado y han estado con él.
El borrico en el que monta, los discípulos que le aclaman, los hechos prodigiosos que en ese momento recuerdan (prodigios que han dado vida a los enfermos y alimento a los pobres) y las aclamaciones de paz y gloria en el cielo, todo eso no evoca sino el logro de las aspiraciones de los más débiles y desamparados de este mundo. En Jesús triunfa todo lo que en el orden presente fracasa. Tal es el significado más profundo de la entrada de Jesús en Jerusalén.
El relato presenta a los fariseos protestando y exigiendo reprensión para los humildes y sencillos. La religión puede endurecer (y endurece) el corazón de no pocas personas. Eso se nota en que solo quieren que triunfe la religión. Y no soportan que sea el pueblo humilde el que cante de alegría.
José María Castillo
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