Ezequiel 18,21-28. Durante mucho tiempo, Israel tuvo una visión comunitaria del ser y del devenir del individuo. El Israelita sólo existía en función del grupo social al que pertenecía. Si un miembro de la comunidad pecaba, todo el pueblo era solidariamente responsable.
Con Jeremías, la noción de personalismo penetra en la enseñanza profética. A los exiliados, que tenían la impresión de pagar por el pecado de sus antepasados, les anuncia la abolición de los castigos colectivos. «Pues el que muera, será por su propia culpa, y tendrá dentera el que coma los agraces» (31,30). De hecho, Jeremías tuvo predecesores entre los sacerdotes: cuando un grupo de peregrinos subía al Templo, un sacerdote examinaba el comportamiento pasado de cada uno de ellos. El sacerdote tenía poder para admitir o no a la liturgia.
Ezequiel va más lejos. Separa totalmente al individuo del destino de la nación, y afirma que cada hombre es tratado según su comportamiento personal. Insiste en la eficacia de la conversión. Yahvé no mantiene al hombre en su pecado, sino que le abre un futuro. Si el malvado se convierte, entrará en la vida.
Del tipo de los salmos de súplica individual, el salmo 129 es un canto que hacían los peregrinos que subían a Jerusalén. La liturgia cristiana lo ha retomado como «salmo de penitencia», y también de esperanza y vigilia.
Mateo 5,20-26. «Se dijo (Dios dijo)… Pero yo os digo». ¿Se oponía Jesús a Dios? No a Dios, sino a la interpretación que los escribas hacían de la Ley. De hecho, Jesús va más lejos que las escuelas rabínicas de su tiempo: se sitúa al nivel del amor. A menudo, aferrarse a la ley es condenarse a un mínimo sin vida. El mínimo no es el amor, es sólo su caricatura. El que se contenta con la justicia de los fariseos —ya considerable— no ha descubierto aún el camino del Reino. La ley prohibía el homicidio, y Jesús condena la cólera. Además, no basta con expiar; también hay que reconciliarse con el hermano. ¿Cómo presentarse a la mesa de la reconciliación si el corazón sigue lleno de resentimientos? El Reino de Dios está ahí Cuando llegue el Juez, no hay que estar enfadado con el hermano.
El pueblo de Dios es un pueblo de hombres. «No sois vosotros quienes me habéis escogido, dice el Dios de la alianza, soy yo quien os ha elegido». El pueblo santo es fruto de la gracia de Dios, y si Dios hace una alianza con el hombre, es para que la vida abunde en el hombre, su criatura. «¿Es que deseo la muerte del malvado, dice el Señor?». Dios quiere la vida.
Sin embargo, el pecado puede matar al hombre no sólo a causa de la falta, sino mucho más por el peso del remordimiento, de la culpabilidad y del reproche que gravita sobre las espaldas del pecador. ¿Qué decir, entonces, cuando la falta es supuestamente transmitida de generación en generación? Si el pecador no tiene ya derecho a convertirse y a ser radicalmente perdonado, porque pertenece a una línea pecadora, llegan la desesperanza y la muerte a corto plazo. Cuando el profeta afirma con fuerza la responsabilidad personal, abre para todos un futuro posible, una liberación, una vuelta a la vida.
Las costumbres del pueblo santo sólo pueden salir de Dios. Reconciliarse con tal urgencia que la reconciliación esté antes que el culto; es decir: que la liberación del hombre sea lo primero en el designio de Dios. Jesús se pone al nivel del amor, que es el único camino del futuro humano. Prohíbe nutrir la cólera, insultar o maldecir al otro, no para aumentar el peso de la ley, sino para abrir en nuestras vidas un espacio de amor suficiente que permita avanzar con libertad. Dios quiere que el hombre viva: quiere que seamos, los unos para los otros, fuente de vida y de futuro.
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