30 noviembre 2014

Un Rey con “olor a oveja”

En películas y series de televisión, a veces uno de los protagonistas dice a otro: “te prometo que no te va a pasar nada”, “te prometo que nunca te dejaré, siempre cuidaré de ti”. Cuando se hacen ese tipo de promesas, si uno recapacita un poco, se daría cuenta que cumplir esas promesas no está en manos de la persona, por muy buenas intenciones que se tengan; no se pueden controlar todas las situaciones, y adversidades de la vida, como en el guion de una película, por eso, cuando no se cumplen las promesas, surge el desengaño, la desconfianza, la desesperanza…
Hoy comenzamos el tiempo de Adviento. Un tiempo para recordar que el sentido de nuestra vida depende de una promesa; un tiempo para renovar nuestra fe en la promesa de Dios, que viene a romper nuestro “hoy” abriéndolo al “mañana” que Él nos promete. Por eso, el Adviento es un tiempo para vivir la fe como esperanza y expectación, es una invitación a dirigir nuestro ánimo hacia ese porvenir prometido, que está ya cercano pero todavía no lo vivimos en plenitud.

Nuestra situación actual de crisis tanto en lo social, económico, político, religioso, personal… nos lleva al desengaño, a la desconfianza y a la desesperanza, y por eso estamos necesitados de una verdadera promesa de esperanza. Es una situación muy similar a la que ha descrito la 1ª lectura con unas imágenes muy expresivas: nosotros fracasamos… éramos impuros, nuestra justicia era un paño manchado… nos marchitábamos como follaje… Nadie invocaba tu nombre ni se esforzaba por aferrarse a ti…
Inmersos en esa situación aparentemente sin esperanza, en este primer domingo de Adviento también decimos, como el profeta Isaías: ¡Ojalá rasgases el cielo y bajases…!
Pero junto con las similitudes con el tiempo de Isaías, nosotros tenemos una gran diferencia: el cielo ya se ha rasgado, y Dios ha bajado a nosotros, encarnándose en su Hijo Jesús. La celebración anual del Adviento nos ayuda a recordar la promesa de Dios que a veces las circunstancias de la vida nos hacen olvidar, y que hemos escuchado en la 2ª lectura: Dios os llamó a participar en la vida de su Hijo, Jesucristo Señor Nuestro. ¡Y Él es fiel! Podemos vivir con esperanza, podemos fiarnos de Dios porque Él es fiel y sólo en su mano está el cumplimiento de esa promesa, de todas las promesas.
Pero vivir la promesa de Dios con esperanza no es algo pasivo. El Adviento nos invita a una espera activa, como nos ha dicho repetidamente Jesús en el Evangelio: Mirad, vigilad: pues no sabéis cuándo es el momento… Velad entonces, pues no sabéis cuándo vendrá el dueño de la casa… ¡velad! Como el cumplimiento en plenitud de la promesa sólo está en manos de Dios, no sabemos en qué momento lo realizará; por eso necesitamos estar preparados, y ésa es también la función del Adviento.
Además, tenemos lo necesario para prepararnos, como también decía la 2ª lectura: De hecho, no carecéis de ningún don, vosotros que aguardáis la manifestación de Nuestro Señor Jesucristo. Tenemos a nuestra disposición todo lo necesario para vivir el Adviento: la Eucaristía, la Reconciliación, tiempos de oración, Equipos de Vida, áreas pastorales, ámbitos sociales donde concretar nuestro compromiso… Todo ello va a ayudarnos a vivir nuestra realidad pasando del desengaño, la desconfianza y la desesperanza a la esperanza activa, con nuestra fe puesta en el Dios fiel que cumple su promesa de Vida.
¿En alguna ocasión alguien me prometió algo y no lo cumplió? ¿Cómo me sentí? ¿Tengo presente la promesa de Dios? ¿Me fío que la cumplirá, a pesar de lo que veo o vivo? ¿Qué supone para mí “estar en vela”? ¿Cómo voy a prepararme durante el Adviento?
Nuestro “hoy”, nuestra realidad, es dura, pero Dios viene a rasgarla para abrirla al futuro, a su futuro: nos lo ha prometido. Fiémonos de Él y aprovechemos el Adviento, aprovechemos que no carecemos de ningún don, que tenemos todo lo necesario para prepararnos, y estemos en vela.
Que, como hemos pedido en la oración colecta, se avive en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene, y así seamos testigos de la fidelidad de Dios, que en Cristo cumple su promesa de que participaremos en su misma vida.

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