Una necesidad vital del ser humano es la de amar y ser amado. El diccionario define “amar” como tener amor a alguien o a algo. Y “amor” lo define primero como sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser, y después como sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear. Dos definiciones que, por sí solas, ya bastan a cualquiera para un buen rato de reflexión.
Pero si lo anterior ya es válido para cualquier ser humano, para nosotros, como cristianos, conlleva un mayor nivel de exigencia. Jesús, en el Evangelio, ha sido muy claro; a la pregunta: ¿Cuál es el mandamiento principal de la Ley?, responde inmediatamente: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu mente, con todo tu ser». Pero va más allá de la pregunta para dar la respuesta completa: El segundo es semejante a él: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo».
Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas. Como cristianos, ante el mandamiento del amor, y teniendo presente las definiciones del diccionario, hoy nos tenemos que preguntar si “amamos”, si “tenemos amor”, es decir:
Respecto a Dios: ¿Experimento un sentimiento intenso hacia Él? ¿Busco y necesito el encuentro y unión con Él? ¿Siento que Dios completa mi existencia? ¿Me alegra y da energía para vivir? ¿Me hace ser “creativo”, ir más allá de mi insuficiencia y limitaciones, abre más horizontes a mi vida?
Respecto al prójimo: ¿Hacia quiénes experimento un sentimiento intenso, y hacia quiénes no? ¿Necesito y busco el encuentro y unión con otras personas? ¿Siento que la relación con otras personas completa mi existencia? ¿Amar al prójimo me alegra y da energía para vivir, me hace ser más comunicativo y creativo, me hace ir más allá de mis límites y horizontes?
Con sinceridad, en la oración debemos responder a estos interrogantes; y si descubrimos que “no amamos”, que “no tenemos amor” como deberíamos, tendremos que preguntarnos si queremos amar, si queremos tener amor, si queremos cumplir el mandamiento del amor a Dios y al prójimo. Y entre las muchas razones para amar, la Palabra de Dios hoy nos ha dado dos: en primer lugar, porque cuando amamos no sólo nosotros nos sentimos mejor al satisfacer esa necesidad humana, sino también aquéllos que son objeto de nuestro amor, sobre todo los más desfavorecidos, como hemos escuchado en la 1ª lectura: los forasteros, las viudas y los huérfanos, los pobres…
Y en segundo lugar, porque cuando amamos, cuando tenemos amor a Dios y al prójimo, nos convertimos en testigos creíbles de la presencia de Cristo Resucitado entre nosotros, como san Pablo recordaba a los Tesalonicenses en la 2ª lectura: llegasteis a ser un modelo para todos los creyentes… vuestra fe en Dios había corrido de boca en boca… cómo, abandonando los ídolos, os volvisteis a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero, y vivir aguardando la vuelta de su Hijo Jesús. El cumplimiento del amor a Dios y al prójimo con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todo nuestro ser, es algo que hoy en día llama la atención, cuestiona, y es un verdadero testimonio de fe en Cristo Resucitado.
Desde esa reflexión orante que hemos hecho, preguntémonos también: ¿Cómo evalúo no la cantidad, sino la calidad de mi amor? ¿Qué dificulta que ame a Dios con todo mi corazón, con toda mi alma, con todo mi ser? ¿Qué me cuesta más, y con quiénes me cuesta más, cumplir el mandamiento del amor al prójimo?
San Francisco de Asís, al comprobar la fría indiferencia de los cristianos ante el amor de Dios manifestado en Cristo, repetía: “¡El amor no es amado!”. Ojalá no tengan que decir nunca eso de nosotros. En la oración colecta de la Eucaristía hemos pedido a Dios: aumenta nuestra fe, esperanza y amor. Pero eso no se consigue como cuando vamos a una gasolinera a que nos llenen el depósito, por eso hemos continuado: para conseguir tus promesas, concédenos amar tus preceptos. Puesto que sus preceptos son que le amemos a Él con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma y con todo nuestro ser, y al prójimo como a nosotros mismos, hoy pedimos “amar el Amor”, que el Amor que es Dios sea amado, porque cuando le amamos de verdad, nos lleva naturalmente al amor al prójimo, y de este modo cumpliremos sus preceptos y seremos testigos creíbles de la resurrección de Cristo.
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