Hoy es 8 de septiembre, lunes de la XXIII semana de Tiempo Ordinario, festividad de la Natividad de la Virgen María.
Entro en oración como quien entra en un santuario. Imagino que mi corazón, quieto y silencioso es como un santuario inmenso, al que entro para encontrarme con mi Señor. Cruzo el umbral y me dejo invadir por el silencio que susurran las paredes de la casa de Dios. Arrodillo mi alma, alzo los brazos de mi existencia y le digo: aquí estoy para ti, Señor.
Que tus brazos, Señor, nos rodeen y nos conduzcan seguros, a través de la noche oscura.
La lectura de hoy es del evangelio de Mateo (Mt 1, 18-23):
El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo. José, su esposo, que era justo y no quería denunciarla, decidió repudiarla en secreto. Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: “José, hijo de David, no tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo. Dará a luz un hijo, y tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de los pecados.” Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por el Profeta: “Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrá por nombre Emmanuel, que significa “Dios con nosotros”. ( Mateo 1, 18-23).
Hoy celebramos el nacimiento de la Virgen, nuestra Madre. ¿No se nos llena el corazón de alegría y gratitud a Dios? Porque, como dice un santo de la Edad Media en un sermón, al nacer María, “el Sol de Justicia, que es Nuestro Señor Jesucristo, empezó a iluminar al mundo con sus primeros rayos, como cuando aparece la aurora en el oriente.” Y San Andrés de Creta hablando de este día dice: “Hoy ha sido construido el santuario creado del Creador de todas las cosas, y la creación, de un modo nuevo y más digno, queda dispuesta para hospedar en sí al supremo Hacedor.” Y Benedicto XVI, siendo cardenal, dijo: “María es verdaderamente la aurora de un mundo nuevo, mejor: del mundo nuevo como había sido pensado por Dios desde la eternidad.” ¿Cómo no sentirnos contentos y agradecidos a Dios, celebrando esta fiesta? ¿Cómo no escuchar la invitación que nos hace la liturgia: “Celebremos con alegría el Nacimiento de María, la Virgen: de ella salió el Sol de justicia, Cristo, nuestro Dios”? María, Madre, te ruego que amanezcas hoy en mi vida, que cuando tú amaneces, amanece también Jesús, el Salvador.
En el evangelio de esta fiesta contemplamos a María, en la espera del Sol que su nacimiento anunciaba En su pequeño pueblo de Nazaret sus vecinos la veían como una mujer más que esperaba un hijo. Nadie sospechaba que era la Elegida de Dios, la Llena de Gracia, y que en su seno virginal -por la fuerza del Espíritu Santo- había florecido el Esperado, el Dios-con-nosotros. ¡Cuánta gratitud a Dios habría en tu corazón, Madre, y qué gozo, al saberte Madre del Mesías! Pero, a la vez, ¡qué angustia al ver sufrir a tu esposo, José! Pero tú confiabas en el amor del Padre. Te habías abandonado en sus manos: “aquí está la esclava del Señor”… Y sabías que Dios no abandona nunca al que confía en él. Enséñame, Madre, a confiar siempre en el amor de Dios. Que aun los momentos de mayor angustia los viva sabiéndome amado por el Padre y en sus manos, como tú, Madre.
Contemplamos también hoy a José, el esposo de María, sufriendo, desconcertado, al ver encinta a su esposa. “¿Qué debo hacer?”, se preguntaba. Y decide abandonar a la mujer que amaba. Fue la oscura prueba por la que tuvo que pasar antes de que Dios le encomendara la maravillosa misión de ser el esposo de la Madre de Dios y ser el padre del Hijo Dios. Pero Dios no abandona nunca a los que elige, y, por medio del ángel, le aclaró el misterio: “No tengas reparo en llevarte a María, tu mujer, porque la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo.” Y José se llevó a su esposa a casa. Señor, que aprenda de José a ser fuerte en la dificultad y a confiar siempre en tu amor, en que tu luz me hará ver, en el momento oportuno, qué hacer y cómo hacerlo. Y que dócilmente, Señor, siga el camino que me indiques.
Termino esta oración teniendo una conversación íntima con el Señor Jesús. Le ofrezco mi vida, mis deseos y mis dones. Y también mis limitaciones y temores. Escucho lo que él responde a mi ofrecimiento.
Tomad, Señor y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad. Todo mi haber y poseer. Vos me lo disteis, a vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro, disponed a toda vuestra voluntad. Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta.
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