Un grupo notable de enseñanzas de Jesús es designado como “las parábolas del contraste”. En ellas Jesús resalta la sorpresa que causa la aparente contradicción entre el comienzo y el final: un comienzo que en apariencia es nada frente a un final que es plenitud. Lo veíamos hace un par de días con la parábola del sembrador impertérrito: al comienzo sólo había fracasos, sementeras frustradas; al final apareció una cosecha superior a todo lo imaginable.
Hoy se nos ofrecen dos parábolas que tienen ese mismo sentido. No hay proporción entre la semilla pequeñísima que se siembra y el árbol que de ella llega a surgir (observemos de pasada que, aunque nuestras matas de mostaza no pasan de metro y medio y en ellas no pueden anidar los pájaros, junto al lago de Galilea crecen hasta tres metros). Y el paso de semilla a árbol es un proceso misterioso, que se realiza de manera imperceptible, pero de forma continuada e indefectible. La parábola de la semilla que crece por sí misma, sin que el hortelano perciba cómo, puede servir de explicación generalizante o comentario a la del grano de mostaza. Jesús no podía percibir allí sino el actuar sorprendente y admirable del Dios creador.
Este tipo de enseñanza tuvo que ser muy frecuente, ¡y muy necesario!, en el ministerio de Jesús. Él quería transmitir esperanza a unas gentes que se tenían por pueblo elegido pero que, fijándose en tanta tribulación como habían padecido durante los seis últimos siglos, siempre sometidas a imperios fuertes y opresores, se sentían tentadas de pensar que Dios las había dejado de su mano. Por otro lado, Jesús quiere educar también en la esperanza al pequeño grupo de seguidores; éstos debieron de manifestar muchas veces su desencanto, al sentirse perseguidos por la autoridad política (“vete de aquí, que Herodes quiere matarte”: Lc 13,31) y por la religiosa (los escribas le tildan de actuar en connivencia con el diablo: Mc 3,22), y al percibir sus propias limitaciones como grupo, siempre propenso a pretensiones, (“quién era el mayor”: Mc 9,34), envidias (“los diez se indignaron contra Santiago y Juan”: Mc 10,21), y rencores (“cuántas veces hay que perdonar al hermano”: Mt 18,21). ¡Malos mimbres había elegido el Maestro para tejer su cesto!
A todos estos factores de desilusión Jesús opone la bondad y el poder ilimitado del Padre, de ese Dios que –en frase de San Pablo- es capaz de “vivificar a los muertos y llamar a lo que no existe a la existencia” (Rm 4,17).
Pero Jesús no remitió solamente al principio teológico del poder ilimitado de Dios; invitó a abrir los ojos y percibir cosas que ya estaban sucediendo en presencia de sus oyentes: “dichosos vuestros ojos por lo que ven” (Lc 10,23); “si yo por el dedo de Dios… es que el Reino ha llegado a vosotros” (Lc 11,20). Los discípulos tienen ante sus ojos ejemplos luminosos, como el del convertido Zaqueo, que reparte sus bienes (Lc 19,8), o la viejecita, que da limosna hasta quedarse sin nada (Mc 12,44), y tantos más.
Aprendamos nosotros a percibir los numerosos signos de Reino de Dios que nos rodean, y no tanto los signos del antirreino residual que nos hieren; y, cuando confesemos a Dios como creador y señor del cielo y de la tierra, hagámoslo con convicción y extraigamos las consecuencias inmediatas e ineludibles, aunque no siempre del todo perceptibles.
Severiano Blanco cmf