22 diciembre 2013

Nos ha dejado una señal.

Cuando vamos a comprar algo y no llevamos suficiente dinero, solemos decir al vendedor: “Le dejo una señal”, una cantidad de dinero inferior al precio de venta, para indicar que ese artículo nos interesa y queremos que nos lo reserve hasta que volvamos con el resto del importe. No queremos que otro lo compre y quedarnos sin él.
En este IV Domingo de Adviento,
Dios, como si fuera un comprador, nos ha dejado una señal. ¿Qué es lo que Dios desea adquirir? Quiere adquirirnos a nosotros. Lo ha querido desde siempre, como hemos escuchado en la 1a lectura: El Señor dijo a Acaz: Pide una señal al Señor, tu Dios. Dios quiere que Israel sea “su pueblo”; Acaz, sabe que aceptar la señal es comprometerse en serio con Dios, y se niega a pedir una señal, pero Dios insiste: Pues el Señor, por su cuenta, os dará una señal.
Dios quiere que seamos suyos, no quiere que nada ni nadie nos aparte de su mano, pero no nos fuerza, y por eso no nos “compra” directamente como si fuéramos un simple objeto. Él nos deja “una señal” para que sepamos que está interesado en nosotros, en “adquirirnos” para sí, pero nos da completa libertad para que decidamos si queremos ser suyos o no.
¿Y cómo es esa señal que Dios nos ha dejado? ¿Cuál es su valor? Lo hemos escuchado en la 2ª lectura: su Hijo, nacido, según lo humano, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte. Ésta es la gran señal que Dios nos deja para que seamos suyos. Pero esta gran señal nos la deja de un modo peculiar: La madre de Jesús estaba desposada con José, y antes de vivir juntos, resultó que ella esperaba un hijo, por obra del Espíritu Santo.
Una señal que nos deja de un modo tan peculiar que resulta increíble, y por eso no es de extrañar que José, su esposo... decidió repudiarla en secreto. Por eso necesitó que el ángel le dijera que en verdad la criatura que hay en ella viene del Espíritu Santo, recordándole la profecía de Isaías.
También hoy nosotros, a las puertas de la Navidad, debemos tomar una decisión: ¿queremos ser como José, o como Acaz? ¿Queremos aceptar la señal de Dios, o la rechazamos? ¿Queremos ser de Dios, o preferimos ser “comprados” por otros dioses? ¿Estamos dispuestos a comprometernos en serio con Dios, o nos da miedo “ser suyos”, con todo lo que eso implica?
Para aceptar o rechazar la señal, convie- ne que la contemplemos bien, recordando las palabras de san Pablo, para ser conscientes de lo que nos ha dejado: su Hijo, nacido, según lo humano, de la estirpe de David; constituido, según el Espíritu Santo, Hijo de Dios, con pleno poder por su resurrección de la muerte. ¿Podemos esperar algo más, algo mejor? ¿Nos resulta increíble que Dios mismo nos deje a su Hijo como “señal” de su amor hacia nosotros?
Si queremos vivir la verdadera Navidad, dejémonos adquirir por Dios, acojamos la señal que Dios nos ha dejado y aceptemos libremente ser suyos, aunque nos parezca increíble, porque verdaderamente Dios nos ama y nos quiere para sí, y nos llama para que vayamos a Él.
Sintamos que nos dirige a nosotros las mismas palabras que hemos escuchado al final de la 2ª lectura, y donde dice “Roma”, pongamos el nombre de nuestra ciudad o pueblo: Entre ellos estáis también vosotros, llamados por Cristo Jesús. A todos los de Roma, a quienes Dios ama y ha llamado a formar parte de su pueblo santo, os deseo la gracia y la paz de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo.

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