Por Ron Rolheiser (Traducción Carmelo Astiz)
Publicado por Ciudad Redonda
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Cada sueño, cada ideal, al final acaban crucificados. ¿De qué modo? Por el tiempo, las circunstancias, la envidia; y por ese dictado curioso y perverso –de alguna manera innato en el orden de las cosas– que asegura que hay siempre alguien o algo que no puede partir a gusto a solas, sino que, por razones muy suyas, tiene que partir cazando, persiguiendo y golpeando a lo que es bueno. Lo bueno, el bien, siempre concita envidia, odio, persecución, denigración, asesinato. Así pasa incluso con los sueños o ideales. Hay siempre algo que necesita una crucifixión. Cada cuerpo de Cristo sufre inevitablemente el mismo destino de Jesús. No hay viaje tranquilo para lo íntegro, bueno, verdadero o bello. Pero eso es sólo la mitad de la ecuación, la mala mitad. Lo que también sucede, lo que la resurrección enseña, es que, mientras nada que pertenezca a Dios puede evitar la crucifixión, ningún cuerpo de Cristo permanece en la tumba durante mucho tiempo. Dios siempre remueve la piedra del sepulcro y, a no tardar, una nueva vida explota y entonces comprendemos por qué aquella vida original tenía que ser crucificada. (“¿No era necesario que Cristo tuviera que sufrir tanto y morir?”). La resurrección sigue a la crucifixión. Cada cuerpo crucificado se alzará de nuevo, resucitará. Sigue leyendo...