Queridos hermanos, paz y bien.
La Liturgia de hoy nos invita a recordar que somos familia. La celebración nos sitúa en clave familiar. Es el día de la familia. Estamos todos invitados a renovar nuestro compromiso familiar, por un lado, y a reconocernos familia dentro de la Iglesia, de la comunidad cristiana, por otro. Somos familia, somos padres, somos hijos, somos hermanos, y la Palabra de Dios nos invita a vivir con intensidad todos los días, y no sólo en Navidad.
En la primera lectura encontramos la base de la relación familiar en el respeto a los padres. Sabemos que es un mandamiento del Decálogo, “Honrarás a tu padre y a tu madre”. Los israelitas empiezan a vivirlo así. Es su forma de expresar como va integrando la experiencia humana de la vida, y en este caso de la familia, desde su relación con Dios. No es mal recordatorio, en estos tiempos en que la familia parece estar “de capa caída”, con muchos problemas y cuando parece que no hay tiempo para ocuparnos de los mayores, en la mayoría de los casos.
Esta familia de sangre, San Pablo la prolonga en la comunidad cristiana. La Iglesia también es una familia. El fundamento lo pone Pablo en esa relación familiar de los cristianos con nuestro padre Dios, que nos hizo a todos hermanos en su Hijo Jesús. Para nosotros la palabra “hermano” adquiere un significado especial y profundo, porque nos hace familia. Nuestra mirada como familia se dirige a Jesús. Él es nuestro modelo y nuestro referente. Por eso San Pablo da recomendaciones a todos los miembros de la familia, padres e hijos, desde el respeto, la obediencia, la libertad, y fundamentalmente, desde el amor.
Y lo mismo nos sirve para la comunidad parroquial. En la comunidad hace falta sobrellevarse mutuamente, perdonarse, y que sea el amor el que nos una. En la comunidad ha de estar la palabra de Dios, para iluminar las situaciones que se van viviendo. En la comunidad hace falta alegría, canto, acción de gracias, gozo. Y todo esto lo aportamos los miembros de la comunidad. Cada uno de nosotros hace la comunidad y cada uno se enriquece de lo que los demás aportan.
Sin quererlo, la noche y el día de Navidad la mirada se había concentrado por completo en el niño. Pero ya entonces se nos recordaba cómo hay otras figuras en el «misterio», en el belén; se nos recordaba que había otras dos figuras en la realidad: María y José, los padres del niño. Hoy, pues, se nos invita a que ensanchemos algo más nuestra mirada, para que quepan esas otras dos figuras y veamos al niño formando parte de ese grupo más amplio de la Sagrada Familia, en la que tanto al padre como a la madre les corresponden unas funciones especiales para poder sacar adelante a esa criatura, para ayudar a crecer a esa brizna de humanidad que es el niño Jesús.
Por eso, si nos preguntamos por lo que puede ayudar a que la vida de familia no se deteriore, sino que se mantenga sana y mejore, podemos recoger estos tres mensajes.
Primero, una llamada al respeto, en especial a los mayores cuyas facultades están sensiblemente mermadas. Hemos de cultivarlo a pesar de: a pesar de las rarezas y de las manías que puedan tener, a pesar de los defectos más o menos acusados que tengan. Aprendamos a ver en ellos al mismo Mesías, a pesar de las limitaciones y defectos que tenían. No hagamos daño al Mesías que está presente, aunque encubierto, en los mayores o en los más débiles. Y añadamos el respeto a la piedad.
Segundo: cultivemos en las relaciones mutuas los sentimientos positivos y las actitudes positivas. La vida familiar ha de ser una escuela de los afectos. Procuremos tener un mundo afectivo rico en nuestra relación con los otros miembros de la familia. No nos volvamos indiferentes a ellos, no seamos inexpresivos. Cuidemos los detalles del saludo afectuoso, de la sonrisa, de la acogida cordial, de la preocupación discreta (y también del respeto al silencio de los otros), del regalo, del servicio sencillo; cuidemos el gesto del perdón cuando nos han herido. Quien cultiva diariamente lo pequeño, también sabrá adoptar las actitudes adecuadas en lo grande, en lo importante. ¿Podemos conducirnos así? Sí podemos, aunque tengamos nuestros fallos. Hay una verdad que la experiencia pone ante nuestros ojos: quien se sabe perdonado, está más dispuesto al perdón; quien se sabe acogido, se muestra más pronto a acoger. Y así sucesivamente. Pues reparemos un poco en lo que Dios ha hecho con nosotros: cómo nos ha acogido entre sus hijos, cómo nos ha perdonado, cómo nos ha dado su paz.
Tercero: busquemos en todo la voluntad de Dios. José nos da un buen ejemplo de esa disposición interior, cuando secunda la inspiración interior y vela por la seguridad del niño y la madre. Quien busca la voluntad de Dios vive para más que para sí mismo, piensa en más que en sí mismo, cuida más que su propia persona.
Vuestro hermano en la fe,
Alejandro Carbajo, C.M.F.
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