La consigna de san Pablo: Hacedlo todo para gloria de Dios, vale para todo cristiano y en todo tiempo. Pero la gloria de Dios no se contrapone al bien del hombre. De lo contrario, Jesús no hubiese curado al leproso, como nos recuerda el pasaje evangélico de este día. Precisamente cuando devuelve la salud a este enfermo está dando gloria a Dios. Así lo entiende también el Apóstol: Por mi parte –decía-, yo procuro contentar en todo a todos, no buscando mi propio bien, sino el de ellos, para que todos se salven. El bien de la salvación es el bien más deseable para un ser humano. No se puede desear bien mayor. Pero este bien para el hombre es gloria para Dios. San Pablo aprendió esto de Jesús: Seguid mi ejemplo como yo sigo el de Cristo.
Este ejemplar comportamiento se hace especialmente patente en su relación con los enfermos y marginados que le salieron al paso. El leproso reunía ambas condiciones: la de enfermo y la de marginado social y religioso. A la carga de su enfermedad corporal, asociada a un halo de repugnancia y de miedo al contagio, que aconsejaba el distanciamiento y el abandono en el extrarradio de la ciudad, se unía la experiencia de la marginación social y familiar y la conciencia viva de pecado, pues el que padecía semejante maldición tenía que ser necesariamente pecador. El durísimo estatuto del leproso en el ordenamiento de la ley mosaica así lo delata: Cuando a alguno –dice el Levítico- se le produzca la lepra, será llevado ante el sacerdote… y será declarado impuro.
Esta declaración le obligará a andar harapiento y despeinado, con la barba rapada y gritando: ¡impuro, impuro! Mientras le dure la lepra, vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento. ¡Cruel destino el de los leprosos de aquel tiempo! Con tales signos, un leproso era fácil de identificar y, por tanto, de rehuir. La lepra era realmente una maldición, no sólo por la enfermedad en sí, sino por todo lo que le estaba asociado. Pues bien, éste es el leproso que, transgrediendo la norma levítica que le obliga a mantenerse a distancia de los sanos, se acerca a Jesús con una súplica. Y lo hace porque su imperioso deseo de curación y la fe que le animan son más fuertes que todo tipo de impedimentos legales.
La petición del leproso es intachable: Si quieres, puedes limpiarme. En ella no se advierte ninguna exigencia, ninguna reclamación, ninguna reivindicación de justicia; sólo una súplica humilde, subordinada a la voluntad del donante: si quieres, puedes. ¡Qué lejos está esta actitud de las exigencias altivas de algunas reivindicaciones sociales! Y como Jesús se deja vencer por los humildes, porque es misericordioso, quiere (¡cómo no va a querer el que encuentra su mayor complacencia en hacer el bien para la gloria de Dios!), toca al intocable (por apestado) y lo cura. Es el toque milagroso de Dios que devuelve la salud al que la ha perdido, no sabemos por qué causas, para hacernos caer en la cuenta de que Él, y sólo Él, es el dueño de la vida y que puede devolverla al que la ha perdido, lo mismo que puede darla al que no la tiene.
Jesús no sólo quiere la limpieza del leproso, sino que se complace en ella. Su voluntad para con él es una voluntad de beneplácito. Lo quiere y le otorga la salud, aunque para ello tenga que tocar al impuro, transgrediendo también él la ley del Levítico y contrayendo impureza. Pero ¿cómo va a contraer impureza el que hace puro al impuro, porque otorga la limpieza a su carne enferma? Y, una vez limpio, el leproso puede acudir ya al sacerdote para que confirme su curación y le declare puro, de modo que pueda insertarse de nuevo en la sociedad en la que antes vivía. Jesús le aconseja que siga el camino legal, que haga lo mandado. Y que guarde discreción para no generar alboroto. Pero el recién curado no puede contener su alegría y divulga el hecho con grandes ponderaciones. ¡No era para menos! Con la fama que se va forjando, Jesús no puede evitar, aunque quiera, que acudan a él de todas partes.
La escena evangélica nos invita a adoptar la actitud de Jesús para con nuestros hermanos más necesitados y la actitud del leproso para con nuestro Dios. Ambas actitudes son dignas de elogio e imitación: la compasión con el que sufre por las circunstancias que sea, y la prontitud para acogerle en su necesidad o para acudir en su socorro. Habrá que emplear la prudencia –virtud que pone medida a nuestras acciones- en nuestra actuación, pero la necesaria prudencia no debe convertirse en tapadera de nuestras cobardías, comodidades y faltas de generosidad. Y, por otro lado, la actitud del leproso ante Jesús: actitud de confianza, de súplica humilde y de gratitud por el don recibido, una actitud que brota de la conciencia de la propia indigencia y del realismo del que no se engaña creándose falsas ilusiones y expectativas intramundanas.
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