02 noviembre 2024

La misa del domingo 3 de noviembre

 Por medio de Moisés (1ª. lectura) Dios sella una Alianza con su pueblo elegido y le ofrece un código de conducta moral, «mandamientos, preceptos y normas» que ha de poner en práctica. Una y otra vez nos encontramos con la insistencia de aprender y poner en práctica estos mandamientos (Dt 4,1.5.13-14; 5,1.31; 6,1.24-25; 7,11; 11,32; 12,1; etc.). ¿Pero por qué Dios tanta insistencia en ello? ¿Para quién es el beneficio? ¿Para Dios? Pues no, lo es para su criatura humana, creada libre, pero con necesidad de una orientación para que haciendo un recto uso de su libertad, y desde el pleno ejercicio de la misma, pueda elegir el bien y llegar así a ser lo que está llamada a ser, pueda en ese despliegue orientar todo el mundo hacia Dios y pueda finalmente participar plena y definitivamente de la comunión de amor con su Creador. Los mandamientos divinos no son, pues, una limitación o imposición ajena a la naturaleza humana, todo lo contrario, son el camino que el hombre ha de seguir para llegar a ser feliz, para realizarse verdaderamente, para alcanzar su máxima y verdadera grandeza: «cuida de practicar lo que te hará feliz.» Hacer lo que Dios manda trae la felicidad al propio hombre.

El Señor Jesús jamás trasgredió los mandamientos, los cumplió todos perfectamente amando a Dios por sobre todo, con todo su ser, su mente y corazón. En Él no se halló pecado alguno. Obedeciendo fielmente a su Padre y llevando a cabo la misión reconciliadora encomendada por Él, llegó a ser el Sumo Sacerdote que nos convenía: «santo, inocente, incontaminado, apartado de los pecadores, encumbrado por encima de los cielos» (2ª. lectura). Como tal no tuvo necesidad de ofrecer innumerables sacrificios, como hacían los sacerdotes de la antigua Alianza, sino que realizó un sólo sacrificio, de una vez para siempre, «ofreciéndose a sí mismo» por nosotros en el Altar de la Cruz.

En el Evangelio vemos que se acerca un escriba, supuestamente un gran estudioso y conocedor de la Ley, y le pregunta a Jesús: «¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?» La pregunta se debe al hecho de que la Ley escrita, es decir, la Torah, contenía, según los rabinos, 613 preceptos. De estos 248 eran positivos, es decir, ordenaban determinadas acciones, mientras 365 eran negativos, ya que eran prohibiciones. Unos y otros se dividían en preceptos leves y preceptos graves, según la importancia que se les atribuía. Entre estos mismos preceptos podía existir también una jerarquía. De allí la pregunta a Jesús, cuál consideraba Él como el más importante de todos.

La respuesta de Jesús no se hizo esperar: «El primero es: Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas.» Es el “Shemá Israel”, que todo israelita sabía de memoria.

Pero como si tal mandamiento no fuese por sí sólo íntegro y completo, al menos en el campo práctico, añadió este otro mandamiento que también se encontraba en la Ley: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No existe otro mandamiento mayor que éstos.» En esto consiste la gran novedad que aporta el Señor Jesús: Él enlaza ambos preceptos para formar uno sólo, el “máximo” mandamiento. Y aunque establece una jerarquía poniendo en primer lugar el amor a Dios, establece también un nexo inquebrantable entre este amor y los otros dos amores: al prójimo y a uno mismo.

LUCES PARA LA VIDA CRISTIANA

Sufre quien no es correspondido en su amor. Se queda solo quien se niega a amar o no logra ser amado. ¿Y no es espantosa y angustiante esa soledad? ¿No es a quedarnos sin nadie a lo que más le tememos y huimos? ¿No hemos sido alguna vez o somos acaso ahora infinitamente tristes cuando experimentamos la ausencia de alguien que nos ame, de alguien a quien amar? ¿Quién resiste la soledad, ese sentirse “sólo en esta vida”, no tener a nadie que se preocupe por uno? En la soledad la alegría por la vida se extingue poco a poco, el sufrimiento se hace a veces insoportable.

¡Y es que necesitamos de otros “tú” humanos, necesitamos de la comunión profunda con esos otros seres semejantes a nosotros, necesitamos amar y ser amados para ser felices! Llámese amor paternal o filial, amor fraternal, amor de enamorados o esposos, amor de amistad… necesitamos amar, y nuestra vida se llena de luz, se hace hermosa y plena de sentido cuando amamos y somos amados. Es entonces cuando descubrimos que nuestra felicidad finalmente no depende de cuánto dinero tengamos, de cuántos éxitos en la vida logremos o de cuánta fama y poder alcancemos, tampoco de cuántos placeres gocemos y disfrutemos, sino de cuánto amemos y seamos amados de verdad.

¿Pero por qué es ésta una necesidad para nosotros? Es porque hemos sido creados por Dios-Amor (Ver 1Jn 4,8.16), para el amor, que experimentamos en nosotros esa profunda “hambre” de amor y comunión. ¿Pero es posible alcanzar ese amor al que aspira intensamente mi corazón? ¡Sí! Y el camino es abrirnos al amor de Dios, dejándonos amar por Él, amándolo a Él sobre todo y con todo nuestro ser. De ese modo entramos en comunión con aquél “Tú” por excelencia que responde verdaderamente a nuestros profundos anhelos de amor, y nutridos de ese amor divino, nos hacemos capaces al mismo tiempo de amar como Él a nosotros mismos y a nuestros semejantes.

En efecto, quien pone a Dios en el centro de sus amores, no limita su amor a sólo Dios, no ama menos a los demás, no “pierde”, sino que experimenta que su corazón se ensancha cada vez más, que su amor se purifica, crece, madura y se expresa en lazos de una verdadera amistad, de un auténtico amor y comunión que nunca pasarán, porque Dios no pasa nunca y quien lo ama a Él y en Él ama a todos, jamás perderá a quienes ama sino que los ganará en Él por toda la eternidad.

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