El evangelio de este día propone una página realmente revolucionaria, porque introduce un vuelco en la mentalidad religiosa de la época, y quizá también en la nuestra si se ha dejado fermentar por la vieja levadura de los fariseos: ritualismo, legalismo, formalismo. Pero la crítica de Jesús a la religiosidad judía no es del todo nueva. Ya algunos profetas, como Isaías, habían dicho de este pueblo trasladándonos la palabra de Dios: Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí; el culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos.
Jesús hace suya esta denuncia profética dirigida al corazón de la religiosidad judía, que había degenerado en exterioridad –pensaban que con sólo lavarse las manos recuperaban la pureza-, en verbalismo –como si bastase con pronunciar palabras de alabanza, de petición o de acción de gracias para que se produjeran verdaderas alabanzas, súplicas o acciones de gracias-, en ritualismo –como si fuese suficiente con levantar las manos o ejecutar ciertos ritos para dar culto a Dios, un culto que sólo puede considerarse lleno si en él hay verdadera ofrenda por parte de los oferentes-, en tradicionalismo –suplantando los mandamientos de Dios por tradiciones humanas-.
El incidente que da lugar a la disputa parece trivial: los fariseos observan que algunos discípulos de Jesús comen sin lavarse antes las manos; y en ello advierten un atentado contra la tradición de los mayores. Está en juego una norma de pureza ritual avalada por la tradición; por tanto, la misma sacrosanta tradición de sus antepasados. Jesús, que permite a sus discípulos comer con manos impuras como no dando importancia a esta conducta descuidada, se hace merecedor del reproche de los observantes de la Ley.
De ahí la acusación: ¿Por qué comen tus discípulos con manos impuras y no siguen tus discípulos la tradición de sus mayores? La censura se hace radicar, por tanto, en el quebrantamiento de una norma tradicional: no siguen la tradición de sus mayores. Es esta censura la que desata la denuncia profética de Jesús que les acusa de vaciedad en el culto y de distorsión en la moral: honran a Dios con los labios y enseñan preceptos humanos. Ambas cosas esconden hipocresía; porque hipocresía es honrar a Dios con los labios, pero no con el corazón, algo que reduce la alabanza divina a un culto vacío; e hipocresía es suplantar el mandamiento divino por un precepto humano más ajustado a sus intereses particulares.
Es lo que sucedía con el mandamiento que dice: Honra a tu padre y a tu madre, suplantado por un precepto que prescribía entregar al templo los bienes destinados al socorro de los padres en su ancianidad. Esta norma supletoria invalidaba de hecho el mandato divino. Pero de nada sirve lavarse las manos si el interior permanece sucio o impuro. El lavado exterior no altera por sí mismo el estado interior. Por eso, semejante comportamiento puede calificarse de hipócrita, porque oculta la realidad bajo una apariencia engañosa, porque lo que traslada al exterior no es expresión de lo hay dentro.
Para Jesús, lo auténtico se encuentra dentro, en el corazón del hombre. De dentro sale lo que nos hace impuros: los malos propósitos, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, la envidia, la difamación, el orgullo, la frivolidad. Todas estas maldades –así las califica Jesús-, antes de ser actos son deseos o propósitos incubados en el corazón. Salen, pues, de dentro, aunque hayan podido ser sembrados por los malos ejemplos o las malas influencias que llegan de fuera.
Y si es lo de dentro lo que hace impuro al hombre, será también lo de dentro –y no lavados externos de manos, jarras u ollas- lo que le haga puro. De dentro sale también el arrepentimiento suscitado por la gracia de Dios, que viniendo de Dios no deja de actuar en nuestro corazón. Y con el arrepentimiento llegan el perdón y la purificación, que son obra de Dios en el interior del hombre.
Nuestra religión, no por ser la religión de la nueva y eterna Alianza, está exenta o es inmune a todos los vicios mencionados. Ya Jesús había alertado a sus discípulos: ¡Cuidado con la levadura de los fariseos! Porque el fariseísmo como actitud es algo que nos acecha a todos los que profesamos y practicamos una religión con su culto y su moral. También nuestro culto puede vaciarse de autenticidad y nuestra moral distorsionarse o adaptarse a nuestros gustos o intereses.
Por eso, porque estamos expuestos a esta contaminación, deberíamos someter nuestra conducta al juicio crítico, pero depurador, de Jesús. Seguro que en nuestra práctica religiosa hay también comportamientos hipócritas, apariencias de lo que no es, ropajes que ocultan realidades inconfesables, palabras huecas, suplantaciones engañosas, exterioridades vacías de contenido, intenciones torcidas. Por todo ello necesitamos contemplarnos detenidamente en el espejo de la palabra de Jesús para que él ponga al descubierto lo que se nos oculta y purifique nuestras intenciones.
El mismo Santiago, consciente de este riesgo, nos dice también hoy: No os limitéis a escuchar la palabra, engañándoos a vosotros mismos (como si bastase con escucharla para darnos por satisfechos). La religión pura e intachable a los ojos de Dios es ésta: visitar huérfanos y viudas en su tribulación y no mancharse las manos con este mundo.
Pero ¿puede la religión consistir exclusivamente en esto? ¿Dónde queda entonces el culto, y la oración, y la fe? Es verdad que la religión no puede reducirse a visitar a desamparados o a mantenerse incontaminados de la suciedad del mundo, pero la pureza e intachabilidad de nuestra religión debe medirse por la capacidad que da para atender a los desvalidos de este mundo y para mantenerse libres de la maldad que pervive en él, es decir, por los frutos de caridad que produce.
En los frutos es donde resplandece la pureza e intachabilidad de nuestra vivencia religiosa, de igual modo que en los frutos es donde se puede apreciar mejor la bondad y calidad de un árbol frutal. Esto es lo que nos dice Santiago para que no nos engañemos, creyéndonos muy religiosos por el solo hecho de llevar a cabo determinadas prácticas piadosas recomendadas por la Iglesia. Mantengamos, pues, nuestro culto lleno de interioridad y nuestra vida llena de frutos de buenas obras. Sólo así podremos agradar a Dios.
JOSÉ RAMÓN DÍAZ SÁNCHEZ-CID
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