• Para leer los llamados “evangelios de la infancia” -en los capítulos 1 y 2 de los Evangelios de Lucas y Mateo- hay que saber que son unos capítulos añadidos a los respectivos Evangelios como prólogo. De modo que su contenido es el mismo que después hallamos cuando seguimos los hechos y las palabras de Jesús y el posicionamiento de los distintos personajes ante Él. Por tanto, no nos cuentan hechos de la infancia de Jesús sino que pretenden decirnos, como todo el Evangelio, “Hijo de Dios” (35).
• Así pues, aunque en las representaciones navideñas los amos del escenario sean el ángel y María, el texto nos habla de Jesús, el Cristo. El protagonista es “el hijo” (31) que María tendrá. El evangelista pretende mostrar desde el comienzo de su obra quién es verdaderamente Jesús de Nazaret: el que ha nacido de María como hombre es, al mismo tiempo, el Mesías e Hijo de Dios.
• El texto nos habla mucho de ese hijo que tiene que nacer. Por ejemplo, diciéndonos su nombre, “Jesús” (31). O diciendo que “se llamará -por quienes crean en Él- Hijo del Altísimo” (32) e “Hijo de Dios” (35), títulos que muestran su relación única y directa con Dios. También se habla de Él presentándolo como rey (33) en el “trono de David” (32), expresiones que conectan con la esperanza de Israel en un Mesías, un “Salvador” (Lc 1,69; 2,11; 2,30) enviado por Dios para liberar a su pueblo.
• Este fragmento que contemplamos hoy destaca especialmente la iniciativa de Dios en la Encarnación de su Hijo: es Dios quien envía el mensaje a María (26-27); es Dios quien constituirá a Jesús como Mesías (32); la concepción humana es obra del Espíritu Santo (35).Pero la sorpresa es que toda la acción de Dios se realiza, precisamente, en la “carne” (Jn 1, 14) humana. Es decir, la iniciativa de Dios se puede llevar a cabo si hay respuesta -y, por tanto, iniciativa- nuestra. El “sí” de María (38), el “sí” de cada discípulo, permiten a Dios llevar adelante su plan.
• Las palabras del Ángel: “para Dios nada hay imposible” (37) vienen a dar respuesta a la pequeñez humana ante semejante propuesta de Dios. Es decir, para María y para nosotros “nada hay imposible” cuando nos ponemos a disposición de la iniciativa de Dios. Por eso no hemos de “temer” (30). Abrahán, a quien recuerdan estas palabras del Ángel (Gn 18, 14), lo experimentó: mientras quiso ser él el creador de un gran pueblo, la promesa de Dios no se podía cumplir.
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