26 octubre 2023

Escucha, Israel- Domingo 29 octubre

 

1.- “Esto dice el Señor: No oprimirás ni vejarás al forastero» (Ex 22, 21) Dios da leyes a su pueblo. Él se ha comprometido a llevarlos hasta la tierra prometida, les ha librado de la dura esclavitud de los egipcios y luchará junto a ellos en la conquista de la tierra que les espera. Pero a cambio les exige fidelidad. Y entre esas disposiciones pactadas destaca la de no oprimir ni despreciar a los extranjeros, a los emigrantes. A ellos se refiere el texto sagrado de modo particular. A esa pobre gente que ha dejado abandonada a su familia, desarraigados de su patria, lejos de los suyos, en medio de un ambiente extraño y a menudo hostil y difícil.

Porque también ellos, los hebreos, han vivido fuera de su tierra y Dios los ha librado de la opresión humillante de la esclavitud. Y cada uno de nosotros, aunque de otro modo, también éramos esclavos y hemos recibido la libertad como don precioso que Dios nos ha concedido. Y no podemos mirar a nadie con desprecio, aunque sea a un pobre hombre de fuera, rumano, marroquí o ecuatoriano que viene a nuestra tierra porque en la suya es difícil vivir.

“No explotarás a viudas ni a huérfanos…» (Ex 22, 22) Dios sigue preocupándose de los débiles, de los indefensos, de los fácilmente explotables. Son figuras perennes. La viuda de fácil manejo, víctima propicia para el engaño y la seducción. El huérfano abandonado también a su suerte, tantas veces despojado. No es verdad que Dios rechace a los ricos por el mero hecho de serlo, ni que acoja al pobre sólo porque lo es. Pero sí es cierto que Dios rechaza al rico que lo es sólo para sí, al que no hace justicia, al que no practica con obras el amor a los demás. Como también es cierto que desvía sus ojos del pobre que tiene su corazón cargado de odio, o que es pobre porque también es perezoso y vago, o que se desespera en su pobreza y no lucha por salir de ella, al mismo tiempo que levanta confiado su mirada a Dios.

Dios baja a detalles: “Si prestas dinero a uno de mi pueblo, a un pobre que habita contigo, no serás con él usurero cargándole de intereses. Si tomas en prenda el manto de tu prójimo se lo devolverás antes de ponerse el sol, porque no tiene otro vestido para cubrir su cuerpo… Si grita a mí yo lo escucharé, porque soy compasivo», dice el Señor.

2.- “Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza; Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador» (Sal 17, 2-3) Los sentimientos más íntimos del poeta afloran a veces en sus palabras. Hoy su amor a Dios rebosa encendido, vertiéndose en exclamaciones de gozo. Y, como siempre, vamos a tratar de hacer nuestras sus propias plegarias, vamos a repetir al Señor que le amamos con todo el alma. A pesar de nuestra miseria y pequeñez, de nuestra frialdad y nuestro egoísmo, digamos también: “Yo te amo, Señor, Tú eres mi fortaleza, Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora».

Son expresiones que reflejan una gran confianza, persuasión de que él es la fuente y el origen de todo, mientras que nosotros somos menos que nada. No obstante, el Señor se complace en nuestra profesión de amor, en especial si va acompañada de un sincero arrepentimiento por haberle ofendido y del firme propósito de no ofenderle nunca más.

“Invoco al Señor de mi alabanza y quedo libre de mis enemigos» (Sal 17, 4) Todos los nombres y títulos, dados por el hagiógrafo a Dios en este salmo, ponen el acento en su condición de protector y de bienhechor supremo. El salmista está convencido de que Yahvé le librará de sus enemigos por poderosos que sean, que le ayudará por muchas que sean las dificultades que se presenten.

Lo mismo hemos de pensar cada uno de nosotros. Dios nos librará de todo mal si acudimos confiados a él, si nos llegamos hasta su presencia para decirle que le necesitamos, que nos sentimos solos, que sufrimos quizás en lo más íntimo de nuestro ser. El Señor nos escuchará si humildemente le rogamos que tenga misericordia de nosotros, que se compadezca de nuestra miseria y pequeñez.

Si lo hacemos así, veremos cómo Dios se pone a nuestro lado, para sostenernos en la prueba, para animarnos en la lucha, para darnos al fin la victoria. Entonces, también con el salmista podremos exclamar: “Viva el Señor, bendita sea mi Roca, sea ensalzado mi Dios y Salvador. Tú diste gran victoria a tu rey, tuviste misericordia de tu Ungido».

3.- “Sabéis cuál fue nuestra actuación entre vosotros, para vuestro bien. Y vosotros seguisteis nuestro ejemplo y el del Señor» (1 Ts 1, 5) El Apóstol se remite a los acontecimientos que ellos han presenciado, a las obras que este gran evangelizador ha realizado entre los de la ciudad de Tesalónica. No les recuerda sus palabras, aquellos inspirados sermones que él predicaba, nos les dice que tengan presente su profunda doctrina. Él recurre a sus obras, a su conducta ejemplar como principal testimonio, como argumento decisivo.

San Pablo hizo lo mismo que el Señor: empezó por actuar y pasó luego a predicar. Y eso es lo que hemos de hacer los que somos cristianos, y más los que tenemos la misión sacrosanta de proclamar el mensaje evangélico. Primero vivir como cristianos, como sacerdotes de Jesucristo, y luego hablar a los demás de esa fe que nos mueve y que nos sostiene. Y ante nuestra propia limitación, recurramos una vez más al Señor para pedirle que nos ayude a ser consecuentes con nuestra condición de hijos de Dios, de testigos convincentes de Jesucristo

“Desde vuestra comunidad, la Palabra del Señor ha resonado…» (1 Ts 1, 8) Tesalónica fue una caja de resonancia en donde encontró eco el mensaje salvador de Cristo. Y desde allí se extendió la onda sonora hasta llegar no sólo a Macedonia, sino hasta toda la Acaya y mucho más lejos aún. Era tal la vida de aquellos primeros cristianos, tal su fe y, sobre todo, tal su amor y su conducta, que su buena fama corría de boca en boca.

Caja de resonancia, altavoz de alta fidelidad y potencia que lanza a los aires las notas alegres del amor cristiano, de la comprensión y la paz, de la lucha por el bien… Dios cuenta con nuestra cooperación sincera y generosa para difundir ese nuevo estilo de vida. Ante todo, repito, con nuestra vida honesta y entregada, sin regateo ni cuquería, con el cumplimiento amoroso y esmerado del pequeño deber de cada instante. Sólo así este mundo, contaminado y sucio de tanto ruido estridente, se llenará con el sonido limpio y gozoso de la Palabra de Dios.

4.- “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón» (Mt 22, 37) Llevados de un afán de cumplir meticulosamente la Ley, sus estudiosos e intérpretes habían multiplicado los preceptos y normas. Con razón diría San Pedro que no podían imponer a los gentiles un yugo, que tampoco ellos, los judíos, conseguían sobrellevar. Y dentro de esa multiplicidad de mandatos, se discutía también sobre cuál era el principal. Por eso acuden al Rabí de Nazaret, para ver cuál es su sentencia. Pero el Señor zanja la cuestión recurriendo a ese pasaje del Deuteronomio, que los israelitas se sabían, y se saben, de memoria, la oración llamada “Shemá», por ser así como comienza en hebreo: Escucha. Es una llamada de atención que los judíos procuran tener siempre presente, incluso de una manera física, enrollada en un pedazo de papel o de pergamino y metida en una cajita, la “mezuzah», que se atornilla en sitio visible o se sujeta en la frente, delante de los ojos. Y como ése, usan otros curiosos recursos para no olvidarse de que Yahvé es nuestro Dios, y que es uno solo, y que a él hay que amarle con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente.

Pero Jesús, aunque no había sido preguntado sobre eso, añade que el segundo mandamiento es semejante al primero: Amarás al prójimo como a ti mismo. Es un modo de aclarar y recordar que no se puede amar a Dios si no se ama también al prójimo. Decir lo contrario es una mentira. Así lo especifica San Juan cuando afirma que quien dice amar a Dios y no ama a su hermano es un embustero. Es evidente, la dimensión vertical y trascendente es esencial en el mensaje evangélico, hasta el punto de que si se prescinde del amor a Dios, todo lo demás no sirve para nada… Pero al mismo tiempo hay que atender a la vertiente horizontal, pues la proyección hacia el hombre, complementa ese mensaje proclamado por Jesucristo. Es como si ese símbolo de la cruz, nos recordara no sólo la muerte de Cristo, sino también el modo como ha de vivir el cristiano. Levantando hacia arriba el corazón y la mente, teniendo los brazos abiertos para quienes le rodean. Sólo así la cruz está completa, con los dos trazos, el vertical y el horizontal, bien marcados.

Antonio García Moreno

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