27 abril 2017

II Domingo de Pascua: Homilías 2

(A)
Se marchan decepcionados…
El relato de Emaús está lleno de detalles. Tal vez sea uno de los relatos más bellos de la experiencia de la Iglesia pascual.
Una comunidad desilusionada. Una comunidad que aún no siente ni vive al resucitado.
Una comunidad llena de miedo y encerrada sobre sí misma.
Una comunidad que a pesar de todo, todavía sigue reunida.
¿Será el miedo lo que la reúne? ¿Será que todavía no ha perdido toda su esperanza?
De todos modos, dos de sus miembros, ya han decidido abandonarla. Se regresan a sus casas decepcionados.

Aguantaron la desilusión de la muerte del amigo crucificado.
Fueron testigos de su entierro.
Lo que les decepciona es que ya no ven futuro.
Las promesas se les van disipando.
Tampoco aceptan el mensaje de las mujeres de que lo hayan visto.

Este relato de los dos de Emaús me trae a la mente el Documento “Aparecida” hablando de “Los que han dejado la Iglesia para unirse a otros grupos religiosos”:
“Según nuestra experiencia pastoral, muchas veces, la gente que se aleja de nuestra Iglesia lo hace por razones vivenciales; no por motivos estrictamente dogmáticos, sino metodológicos de nuestra Iglesia. Esperan encontrar respuestas a sus inquietudes y nos las hallan.
¿No será esto el reflejo actual de la Iglesia? Por todas partes se oye hablar de los que abandonan cada año la Iglesia Católica y cómo van las estadísticas a todos los niveles. Sencillamente se refugian en el ateísmo práctico. Hablamos, pero ¿qué hacemos? Lo más fácil siempre resulta acusar a los que nos dejan y se van de nuestra casa. Pero nos resulta más difícil preguntarnos el por qué se van de la “Casa-Iglesia-Católica”.

Quizá fuese bueno una reflexión sería teniendo como telón de fondo el relato de Emaús:
Los que se van:
No son gente mala, al menos no son peores que los que nos quedamos, y hasta es posible que tengan el coraje de ser más sinceros y con más valentía para ser coherentes con ellos mismos.¿A caso eran peores los dos que se marcharon que los que se quedaron encerrados?
No se van por problemas doctrinales ni dogmáticos. Su problema es doble o triple:
a.- Problemas “vivenciales”. Problemas de vida, de testimonio, de vivencia. Lo mismo que aquella primera comunidad. Aún no era testigo ni testimonio del Jesús resucitado. ¿Lo seremos nosotros hoy? Ellos eran conscientes de que Jesús sí había anunciado que resucitaría. Pero esto no se ve en la comunidad.
b.- Problemas “pastorales”, problemas “metodológicos” de nuestra Iglesia. Una pastoral que no llega a la gente. Una metodología más de “espera” y de “despacho” parroquial, que la metodología del Buen Pastor: conocer a las suyas, ir delante de ellas, estar con ellas. Una Pastoral más aferrada a lo que “siempre se hizo” que a lo que se debe hacer “hoy”. Seguridades del pasado, miedo y cobardía para abrir nuevos caminos de acercamiento al hombre.
c.- Problemas de “falta de respuestas a sus inquietudes”. Necesitamos de una Iglesia y de una Pastoral que ofrezca respuestas para hoy. Las de ayer es posible que ya no sirvan. Los problemas son nuevos. Y necesita respuestas nuevas. La sensibilidad es nueva. Y necesita respuestas nuevas. Lo que fue válido ayer puede que no sirva para hoy. Pero es una pastoral tímida que sigue repitiéndose como si todo siguiese igual. Hoy la gente necesita de otras respuestas. Ya no nos sirve aquello del antigua Catecismo: “Doctores tiene la santa Iglesia que le sabrán responder”. Quieren que les respondas tú.

Hoy los mismos fieles han puesto sobre la mesa muchos problemas que antes ni nos atrevíamos a plantear. Y quieren respuestas y no evasiones ni repeticiones.
Por eso Jesús hizo el camino con ellos explicándoles las Escrituras. Les leyó “lo que ha sucedido estos días en Jerusalén” con una lectura nueva. Por eso, aún antes de abrírseles los ojos, “su corazón ardía”.
El alma les volvió al cuerpo, y los ojos se les abrieron precisamente “al partir Jesús el pan”. Convertir nuestras Eucaristías en verdaderas celebraciones pascuales, donde sea más importante la presencia del Resucitado, que la rigidez de nuestras rúbricas. ¿Volverá a sus casas hoy la gente después de la Misa a comunicar a todos: “es cierto se nos apareció y lo vimos”?
(B)
En el pasaje del evangelio que acabamos de leer, vemos a dos discípulos dispersarse con una angustiosa sensación de miedo y de fracaso. El camino de Emaús es el camino del desencanto, de los recuerdos tristes. El camino de Emaús es el camino de los que esperaban…
“Esperaban que él fuera…. esperaban que él les librara…”
Y todas aquellas esperanzas se han convertido en frustraciones. Ahora lo mejor es olvidar y alejarse.
Hoy estos discípulos tienen cantidad de imitadores. Fijaos en un fin de semana o en un principio de vacaciones: la gente, como loca, huye de la ciudad y del trabajo, del esfuerzo…; van hambrientos de soledad y descanso, necesitados de evasión y de olvido, y son millones. Emaús es hoy el chalet, la playa, la excursión, el video, la discoteca o el fútbol. Emaús es hoy la abstención, el desencanto, el pesimismo. Emaús es hoy el sofá, el narcisismo, el refugio.
Esperábamos, pero hemos llegado al fin de muchas ilusiones. Desconfiamos de los ideales, de los proyectos…
Esperábamos que se lograría un mundo más justo, pero todo sigue igual o quizá peor.
Esperábamos que el cambio político renovaría la sociedad, que la mejora económica del país acabaría con el paro y la pobreza, que la tolerancia haría imposible el terrorismo, que nos acercábamos a un mundo mejor, a una sociedad más humana y fraterna…
Esperábamos… ¿pero cuántas de estas esperanzas han muerto?
Los discípulos de Emaús encontraron en su camino al Señor. Y el Señor, al que aún no conocían, les preguntó: ¿Qué conversación es la que traíais por el camino? Y ellos le cuentan todas sus desilusiones…
Y ahora, también el Señor nos pregunta a nosotros de qué hablamos por el camino de la vida…¿qué le respondemos?
Mira, Señor, hablamos de las cosas que pasan…
Hablamos de la crisis, de las últimas salvajadas de los terroristas, de la política, de los problemas económicos: el paro, los precios, el euro, la vivienda, los gastos. Hablamos del gobierno, de la TV, de los deportes. Hablamos de los problemas del mundo. Hablamos de los jóvenes, de los artistas, de los curas. Hablamos de las drogas, del sida, de la moda… Hablamos mucho, sobre todo en el bar, pero sin ilusión, por distracción, buscando más bien el morbo de las cosas…
“Entonces Jesús les dijo…” Jesús empezó a abrirles los ojos, explicándoles la Escritura. Y según les hablaba su mente se iba llenando de luz. Y así el camino se les hizo corto. ¡Qué bien nos viene en esos momentos de desilusión o desaliento encontrar a alguien que nos diga palabras de aliento y comprensión!
Necesitamos que Jesús nos hable también a nosotros y nos explique las Escrituras. Nos dirá que somos torpes y que tenemos poca fe, que no acabamos de comprender que él nos acompaña siempre y que no nos deja solos. Que nos fiamos demasiado de nuestras propias fuerzas y que necesitamos fiarnos más de Él.
Y nos enseñará la necesidad de la Cruz, de las dificultades para llegar a la libertad y crecer en el amor. No todo es camino de rosas. Hay que trabajar, luchar y sufrir, si queremos que nuestra vida y la de todos termine en Pascua. Pero nos probará que la Pascua es cierta, que hay salida a las situaciones difíciles, que todo tiene sentido, que lo último no es la desesperanza y el vacío, sino una explosión de luz, de gozo, de vida.
“Quédate con nosotros…” Era una petición obligada.
Aquellos discípulos ya no podían estar sin él. Él tenía palabras de vida eterna. Sin él todo volvería a resultar vacío y triste. Si él se iba, la noche y la oscuridad se les volvía a echar encima.
“Se quedó…” Por algo Jesús es el Enmanuel “El Dios con nosotros”. Él está deseando que le invitemos.
Y después de las palabras vendrán los gestos amistosos: el partir el pan y la entrega. Y esto aclara definitivamente las cosas. Cuando se parte el pan, cuando desaparecen los egoísmos, cuando compartimos la amistad, es cuando se nos abren los ojos y podemos reconocer a Cristo; es cuando de verdad Cristo, se hace presente y vuelve la alegría, el entusiasmo y la esperanza.
A Cristo se le conoce al partir el pan, porque Cristo es pan que se parte y se comparte. Así, el cristiano tiene que ser pan para el mundo…
“Y comienza el camino de vuelta…”
Si la marcha hacia Emaús es camino de desesperanza, la vuelta de Emaús es un camino ilusionado. El reencuentro con Cristo transformó a los discípulos en apóstoles. Ni un momento más en Emaús. Corriendo desandaron el camino, porque tenían una gran noticia que comunicar. El gozo que llevaban dentro les resultaba incontenible. Hay que decir a todos los que dudan que CRISTO VIVE; a todos los que sufren que CRISTO HA RESUCITADO; a todos los que buscan que CRISTO SE DEJA ENCONTRAR.
Ésta ha de ser nuestra tarea. Nosotros, como los de Emaús, encontramos a Cristo, escuchamos su Palabra y partimos el pan. Después de recibir sus enseñanzas y su alimento, hemos de salir entusiasmados, tratando de dar testimonio de lo que hemos visto y oído. Son muchos los que esperan un poquito de nuestra luz.

(C)
Los relatos pascuales más que insistir en el carácter prodigioso de las “apariciones” del Resucitado, nos descubren diversos caminos para encontrarnos con él.
El relato de Emaús es, quizás, el más significativo y, sin duda, el más extraordinario.
La situación de los discípulos está bien descrita desde el comienzo, y refleja un estado de ánimo en el que nos podemos encontrar los cristianos una y otra vez:
Los discípulos poseen aparentemente todos los elementos necesarios para creer. Conocen los escritos del Antiguo Testamento, el mensaje de Jesús, su actuación y su muerte en la cruz. Han escuchado también el mensaje de la resurrección. Las mujeres les han comunicado su experiencia y les han confesado que “está vivo”.
Todo es inútil. Los de Emaús siguen su camino envueltos en tristeza y desaliento. Todas las esperanzas puestas en Jesús se han desvanecido con el fracaso de la cruz.
El evangelista nos va a revelar dos caminos para recuperar la esperanza y la fe en el resucitado.
El primer camino es la escucha de la palabra de Jesús. Aquellos hombres, a pesar de todo, siguen pensando en Jesús, hablando de él, preguntando por él. Y es, precisamente entonces, cuando el resucitado se hace presente en su caminar.
Allí donde unos hombres y mujeres recuerdan a Jesús y se preguntan por el significado de su mensaje y su persona, allí está él, aunque seamos incapaces de reconocer su presencia y su compañía.
No esperemos grandes prodigios. Si alguna vez, al escuchar el evangelio de Jesús y recordar sus palabras, hemos sentido “arder nuestro corazón”, no olvidemos que él camina junto a nosotros.
Pero el evangelista nos recuerda una segunda experiencia. Es el gesto de la Eucaristía. Los discípulos retienen al caminante desconocido para cenar juntos en la aldea de Emaús.
El gesto es sencillo pero entrañable. Unos caminantes, cansados del viaje, que se sientan a compartir la misma mesa. Unos hombres que se aceptan como amigos y descansan juntos de las fatigas de un largo caminar.
Es entonces cuando los discípulos van a “abrir sus ojos” para descubrir a Jesús como alguien que alimenta sus vidas, les sostiene en el cansancio y los fortalece para el camino.
Si alguna vez, por pequeña que sea nuestra experiencia, al celebrar la Eucaristía, nos sentimos fortalecidos en nuestro camino y alentados para continuar nuestro vivir diario, no olvidemos que él es nuestro “pan de vida”.

(D)
El relato evangélico de hoy dice precisamente que aquellos dos discípulos que, descorazonados y desengañados, caminaban hacia Emaús, conocieron a Jesús al “partir el pan”. Conocer a Jesús y cambiar su ánimo, todo fue uno. La angustia desapareció y la reacción no se hizo esperar se levantaron al instante y volvieron a Jerusalén.
Los cristianos tenemos un momento en el que partimos el pan y oímos las Escrituras: es la Misa.
Y ¿os habéis fijado en los asistentes a las Misas de la mayor parte de nuestras Iglesias?
– En gran medida llegan a la hora justa y se acomodan resignadamente, con mentalidad de acudir para cumplir una obligación.
– Escuchan con aire distraído, y mirando sin disimulo el reloj, el sermón que toca y que difícilmente podrán repetir al salir de la iglesia, porque posiblemente se ha aprovechado ese tiempo para pensar en algo que les interesa mucho más que lo que diga el cura. En defensa de los asistentes y en honor a la verdad, hay que decir que, en demasiadas ocasiones, esta actitud está plenamente justificada, porque un gran número de sermones no dicen nada a quienes los escuchan.
– Muchos no participan en la comunión.
– Casi todos, con la última bendición en los talones, abandonan la iglesia y cierran tranquilamente esa página dominical, para volverla a abrir el domingo siguiente, sin que, posiblemente, en sus vidas tenga la menor trascendencia.
Creo que no exagero, ¿quién sale enardecido de nuestras misas? ¿A quién le arde el corazón? ¿quién sale con un ideal vital para rumiar en el resto de la semana y hacerla vida propia?
¿Cuántos se encuentran con Cristo en la fracción del pan que supone la Eucaristía? Porque esto es fundamentalmente y nada más la Misa.
Hay que intentar seriamente que los cristianos vivamos el encuentro semanal con Cristo como algo trascendente en nuestra vida, como el momento más importante del día, ese momento que deja en cada uno de nosotros la misma impresión que el encuentro de Cristo dejó en los discípulos de Emaús.
Caer en la indiferencia y el pesimismo es algo que está al alcance de la mano. Renovar semanalmente el impulso que nos hace seguir a Jesús es algo importante.
No creo que haya un ejemplo más palpable de lo que debieran ser nuestras eucaristías que el relato evangélico de hoy. Cualquier parecido de este relato con la realidad que vivimos los domingos la mayor parte de los cristianos es, por desgracia, pura coincidencia.

(E)
La madre Teresa de Calcuta, aquella santa en vida que junto con otras hermanas de la caridad se dedicaban al cuidado de los inválidos, de los moribundos, de los hambrientos, de los leprosos, de los alcohólicos y de todos los que sufrían mil calamidades, nos contaba lo siguiente:
«En Calcuta atravesábamos un período de escasez de azúcar. Un niño pequeño, un niño hindú de cuatro años de edad, vino con sus padres. Trajeron un pequeño tarro de azúcar.
Al entregármelo, el pequeño dijo: “Por tres días no tomaré azúcar. Dáselo a tus niños”.
Unas semanas antes de mi viaje a Estados Unidos
-continúa diciendo- alguien vino a nuestra casa una no, che y nos dijo: “Hay una familia hindú con ocho hijos que llevan varios días sin comer”.
Cogí entonces un poco de arroz y acudí en su ayuda. Pude ver sus caritas, pude ver sus ojos relucientes por el hambre.
La madre tomó el arroz de mis manos, lo partió en partes iguales y salió inmediatamente.
Al volver le pregunté: “¿Adónde has ido? ¿Qué has hecho?”.
Me contentó: “También ellos tienen hambre”.
Es que al lado había una familia árabe con el mismo número de hijos. Ella sabía que llevaban días sin comer.
Cuando me fui, sus ojos brillaban de alegría porque madre e hijos podían compartir algo con los demás, algo de lo que incluso necesitaban».
Hermanas y hermanos, ¡qué ejemplo maravilloso nos dan a nosotros, que muchas veces ni siquiera damos algo de lo que nos sobra!
La fe cristiana no es creer en Dios y tener el corazón frío. No es sólo ir a misa y rezar o hacer novenas o visitar santuarios. La fe cristiana es sobre todo tener calor en el corazón y compartir, incluso haciendo el tonto a los ojos del mundo. Como aquella señora que, en tiempos del hambre, al ver que una persona estaba robando patatas en su finca, cambió de camino para que esa persona no se sintiera avergonzada. Era una madre que robaba porque sus hijos tenían hambre. Esa señora era tonta para la sabiduría del mundo, pero no para la sabiduría de Dios.
En el Evangelio de hoy, después de la muerte de Cristo, cuando dos discípulos iban camino de Emaús, se encontraron con un viandante. Lo invitaron a quedarse con ellos. Sentados a la mesa, el peregrino partió el pan y se lo dio. Al momento reconocieron en él a Cristo resucitado. Es que los tenía acostumbrados a partir el pan para compartir.
También la gente que nos ve reconocerá que somos verdaderos cristianos si sabemos compartir.

(F)
Dios camina a nuestro lado
El relato del episodio de los dos de Emaus siempre me ha impresionado. Yo no sé si se trata de un relato real o de un tipo de parábola pascual, pero en todo caso reconozco que es de lo más significativo.
En primer lugar, Dios no irrumpe en nuestras vidas forzándonos a cambiar. Al contrario, Dios se mete en nuestras vidas como una caminante que encontramos en el camino y se nos une y camina a nuestro lado como un caminante más.
En segundo lugar, Dios no comienza por echarnos discursos y arengas para que nos convirtamos. Muy por el contrario, Dios camina a nuestro lado interesándose por nosotros mismos. ¿Qué conversación lleváis entre vosotros? ¿Por qué camináis tristes por el camino?
En tercer lugar, Dios nunca se presenta como el que es más, el superior, el que tiene la verdad sino como un caminante más. Con frecuencia, nosotros solemos ver a Dios como alguien lejano al que dirigirnos, cuando en realidad Dios se hace uno de nosotros, incluso demostrando la ignorancia de los acontecimientos que nos afectan y nos han provocado una desilusión y sensación de frustración y fracaso. “¿Eres tú el único que no sabe lo que ha pasado estos días en Jerusalén?” Jesús da la impresión de no haber leído los periódicos de esos días ni haber escuchado la radio ni haber visto la televisión. No sabe nada y hasta pide ser informado.
Es el estilo de Dios, es su pedagogía. Meterse en nuestras vidas como interesado por nosotros, en vez de imponerse y hablar de sí mismo para que le aceptemos. Para mí una gran lección de pastoral y una gran lección de las relaciones de Dios con nosotros. Dios no comienza por Él, no comienza por echarnos discursos, sino por interesarse por nosotros.
Incluso no pretende le hospedemos en nuestra casa, sino que manifiesta su voluntad de seguir su camino. Espera a que seamos nosotros quienes le invitemos a “quedarse con nosotros porque ya anochece” y se sienta a la mesa para la cena como un invitado más, como un comensal más.
La Iglesia tiene demasiado discurso. La predicación tiene demasiado discurso. Nos presentamos como los que lo sabemos todo y queremos imponer nuestra verdad. ¿No necesitaremos caminar más con los hombres, interesarnos más por los problemas de la gente, sentir más sus dificultades, sus dudas, sus angustias y desilusiones y frustraciones y esperar a que sean los hombres los que nos invitan a quedarnos? Nosotros queremos meternos, entrar cuando la gente no tiene interés por lo nuestro. La verdadera pastoral para llegar a la gente es hacerles sentir ganas de que nos quedemos con ellos, que sigamos con ellos, cenemos con ellos y pasemos la noche con ellos. Despertar el deseo y no imponer nuestros criterios.

(G)
Emaús modelo de pastoral
El relato de Emaus, como el de la Samaritana, es un verdadero modelo de pastoral.
Estamos acostumbrados a la pastoral de las ideas. A una pastoral desde nosotros, desde nuestros criterios y pensamientos. En cambio, la pastoral de Emaus es la pastoral:
De salir al encuentro. No la esperar que ellos vengan. Ellos se van y se van desilusionados. Abandonan la comunidad, hoy diríamos abandonan la Iglesia. Es Jesús que sale a su encuentro, sale a su mismo camino. No los llama aparte, sino que es él que camina con ellos.
Necesitamos de una pastoral “no de espera” sino de “salir al encuentro”, pastoral de caminar al lado de la gente, al lado de los que se han ido defraudados de la Iglesia y de nuestra fe.
Partir de sus problemas. Jesús no les echa ningún discurso. Lo primero que hace es “preguntarles qué les sucede”, “por qué van tristes”, “por qué se sienten desilusionados”.
Necesitamos una pastoral interesada por los problemas de la gente, por sus tristezas, por sus angustias, por sus desilusiones, por su sensación de fracaso. No con autoritarismo, sino como quien siente sus problemas, se identifica con sus problemas y no da respuestas de memoria sino que trata de iluminar sus dudas, iluminar sus decepciones. La Iglesia predica más desde la fidelidad a la doctrina que desde la fidelidad a los problemas reales de la gente. Jesús comienza por preguntar y escuchar, sólo luego habla. Es precisa una pastoral que comience por preguntar, por escuchar. Sólo entonces nuestras respuestas responderán a lo que cada uno lleva en su corazón.
Caminar con ellos. Jesús camina con ellos, hace el mismo camino de ellos, no un camino paralelo. Este debiera ser el estilo de nuestra pastoral, caminar con los hombres, hacer su mismo camino. No una Iglesia que actúa desde el despacho parroquial, sino una pastoral que camina con la gente los mismos caminos de la gente. No una Iglesia paralela a la gente, sino metida con la gente. Esta es la pastoral de Jesús y del Evangelio, no la que nosotros hemos aprendido.

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