12 diciembre 2015

Sábado II de Adviento

Lucas 1, 26-38
Nuestra Señora de Guadalupe
En la aparición de la Virgen María en el Tepeyac el Señor elevó a la Iglesia por encima de un obstáculo que parecía insalvable y cambió radicalmente la historia en el Continente Americano.
En el siglo XVI, Dios había permitido que la Europa cristiana avanzara en ciencia y tecnología. Como los europeos comenzaron a viajar por todo el mundo, lo que más le interesaba al Señor era que propagaran el Evangelio de su amor. Muchos de los misioneros que siguieron a los exploradores hicieron precisamente eso; pero hubo también innumerables mercaderes, navegantes y aventureros europeos que no estaban tan interesados en servir a Dios sino en establecer imperios coloniales y llenarse de gloria y riquezas, y la manera escandalosa en que violaban el mensaje evangélico, que supuestamente profesaban, vino a ser un obstáculo inmenso para la evangelización de los nativos.

Esto sucedió especialmente en México. Después de que España venciera a los aztecas alrededor de 1520, los adelantos evangelizadores que pudieron hacer los misioneros fueron muy pocos. Pero en 1531, un devoto campesino llamado Juan Diego (ahora declarado santo) tuvo una impresionante visión de la Virgen María. Para convencer al obispo local de que la visión era real, la Virgen le pidió a Juan Diego que fuera a ver al obispo llevando en su tilma unas rosas, aunque era invierno. Lo extraordinario fue que cuando el campesino desplegó la tilma ante el obispo apareció en ella milagrosamente estampada la hermosa imagen de la Virgen María encinta y aplastando a una serpiente, imagen tan llena de simbolismo que los indígenas captaron inmediatamente su profundo significado y reconocieron la misericordia de Dios. 
Valiéndose de la aparición de la Virgen María, Dios se reveló a un pueblo pagano e inició un gran despertar espiritual en México. Pero ¿creemos nosotros que Dios es capaz de llevar ahora a millones de personas a creer en Cristo en poco tiempo? Claro que puede suceder, si no limitamos al Señor por la incredulidad. Más bien, recemos por milagros de conversión, porque el poder de Cristo es tan grande hoy como lo fue entonces.
“Dios, Señor nuestro, abre un camino para el Evangelio en nuestros días también, así como lo hiciste en México, para que se desencadene una poderosa ola de renovación cristiana en todos los países.”

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